MENSAJE DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 de enero de 1986
LA PAZ UN VALOR SIN FRONTERAS
NORTE-SUR, ESTE-OESTE: UNA SOLA PAZ
1. La paz como valor universal
Al comienzo del
Nuevo Año, inspirándome en Cristo, Príncipe de la Paz, quiero reafirmar mi compromiso
y el de toda la Iglesia Católica en favor de esta noble causa. Al mismo tiempo,
dirijo a cada persona en particular y a todos los pueblos de la tierra mi más
cordial saludo y mis mejores deseos: ¡Paz a todos vosotros! ¡Paz en todos los corazones!
La paz es un valor de una importancia tal que debe ser proclamado una y otra vez, y
promovido por todos. No existe ser humano que no se beneficie de la paz. No existe
corazón humano que no se sienta aliviado cuando reina la paz. Las Naciones del mundo
sólo podrán realizar plenamente sus destinos —que están entrelazados— si
todas unidas persiguen la paz como valor universal.
Con ocasión de esta XIX Jornada Mundial de la Paz,
en el Año Internacional de la Paz proclamado por la Organización de las
Naciones Unidas, propongo a cada uno como mensaje de esperanza mi
profunda convicción: «La paz es un valor sin fronteras». Es un valor que
responde a las esperanzas y aspiraciones de todos los pueblos y de todas
las naciones, de los jóvenes y de los ancianos, de todos los hombres
y mujeres de buena voluntad. Esto es lo que yo proclamo a todos y
especialmente a los líderes del mundo.
El tema de la paz como valor universal debe ser
afrontado con toda honestidad intelectual, con lealtad de espíritu y con
agudo sentido de responsabilidad ante sí mismo y frente a todas las
Naciones de la tierra. Yo desearía pedir a los responsables de las
decisiones políticas que afectan a las relaciones entre Norte y Sur,
entre Este y Oeste, que se convencieran de que solamente puede existir
UNA SOLA PAZ. Aquellos de quienes depende el futuro de este mundo
—prescindiendo
de su filosofía política, de su sistema económico o compromiso religioso—
están llamados a contribuir a la edificación de una única paz fundada
sobre las bases de la justicia social, la dignidad y los derechos de
cada persona humana.
Esta tarea requiere una apertura radical a la humanidad
entera con la convicción de que todas las Naciones de la tierra están en
estrecha relación unas con otras. Esta forma de interrelación se expresa
en una interdependencia que puede ser profundamente ventajosa como
también profundamente destructiva. De aquí que la solidaridad y la
cooperación a escala mundial deben ser consideradas como imperativos
éticos que llamen a la conciencia de los individuos y a la
responsabilidad de todas las Naciones. En este contexto de imperativos
éticos me dirijo al mundo entero el 1 de Enero de 1986, proclamando el
valor universal de la paz.
2. Amenazas a la paz
Al poner ante nuestros ojos esta visión en el alba del
nuevo año, somos totalmente conscientes de que, en la presente
situación, la paz es un valor que se apoya en unos cimientos demasiado
frágiles.
A primera vista, nuestra meta de hacer de la paz un
imperativo absoluto, puede parecer una utopía, dado que nuestro mundo
nos presenta una evidencia clara de excesivo interés egoísta en
el contexto de grupos políticos, ideológicos y económicos opuestos entre
sí. Atrapados por los condicionamientos de estos sistemas, los líderes
de los diversos grupos se sienten impulsados a proseguir sus objetivos
particulares y sus ambiciones de poder, de progreso y de riqueza, sin
tener en cuenta suficientemente la necesidad y el deber de solidaridad
internacional y cooperación en favor del bien común de los pueblos que
forman la familia humana.
De esta situación han surgido y se mantienen bloques
que dividen y contraponen entre sí a los pueblos, a los grupos y a los
individuos, dando como resultado una paz precaria, poniendo con ello
graves obstáculos al desarrollo. Las posiciones se endurecen y el
excesivo deseo por mantener las propias ventajas o por incrementar la
propia participación, viene a ser, con frecuencia, la razón efectiva que
prevalece en la acción. Esto conduce a la explotación de los demás,
mientras crece la espiral hacia una polarización que se alimenta de los
frutos del interés egoísta y de la desconfianza creciente hacia los
otros. En tal situación, quien más sufre es el pequeño y el débil, el
pobre y el que no tiene voz. Esto puede suceder directamente cuando
las personas pobres y comparativamente más indefensas caen bajo el yugo
de la fuerza del poder. O también puede suceder indirectamente cuando el
poder económico viene usado para privar a las personas de lo que
legítimamente les corresponde y para mantenerlas en una sujeción social
y económica que genera malestar y violencia. Los ejemplos son por
desgracia muy numerosos en nuestros días.
A este respecto, el ejemplo más dramático e irrefutable
continúa siendo el espectro de las armas nucleares, que tiene su
origen precisamente en la oposición entre Este y Oeste. Las armas
nucleares poseen una potencia tal en su capacidad destructiva, y las
estrategias nucleares tienen unos planes de tal amplitud, que la
imaginación popular se siente con frecuencia paralizada por el miedo. Es
este un miedo no sin fundamento. El único camino para responder a este
temor justificado sobre las consecuencias de una destrucción nuclear es
el del progreso en las negociaciones para la reducción de las
armas nucleares mediante acuerdos recíprocos acerca de las medidas que
reduzcan la probabilidad de una guerra nuclear. Yo desearía una vez más
pedir a las potencias nucleares que reflexionen sobre sus graves
responsabilidades morales y políticas en este campo. Se trata de una
obligación que algunos han aceptado incluso jurídicamente en acuerdos
internacionales. Para todos ellos es una obligación que dimana de una
básica corresponsabilidad en favor de la paz y del progreso.
Pero la amenaza de las armas nucleares no es la sola causa que hace del conflicto
algo permanente e incluso en aumento. El creciente mercado de las armas
—convencionales pero muy sofisticadas— está produciendo resultados deplorables.
Mientras las mayores potencias han logrado evitar conflictos directos, las
rivalidades existentes entre ellas se han desencadenado con frecuencia en otras
partes del mundo. Problemas locales y diferencias regionales se ven agravados y
perpetuados a través de los armamentos que facilitan países más ricos y
mediante la ideologización de conflictos locales por parte de potencias
que buscan ventajas en una determinada región explotando la condición de
los pobres e indefensos.
El conflicto armado no es la única forma a través de la
cual los pobres soportan una injusta participación en el peso del mundo
contemporáneo. Los Países en vías de desarrollo tienen que afrontar
retos formidables incluso cuando están libres de tales flagelos. En sus
múltiples dimensiones el subdesarrollo continúa siendo una creciente
amenaza para la paz mundial.
En efecto, entre los Países que forman el «bloque Norte»
y los del «bloque Sur» existe un abismo social y económico que separa a
los ricos de los pobres. Las estadísticas de los últimos años muestran
signos de mejora en algunos Países, pero también evidencian un
agrandarse de la brecha en muchos otros. A esto hay que añadir la
imprevisible y fluctuante situación financiera con su impacto directo
sobre los Países con grandes deudas que luchan por llevar a la
práctica un desarrollo positivo.
En esta situación, la paz como valor universal se
encuentra en gran peligro. Aunque non existiera un verdadero conflicto
armado en cuanto tal, donde se dá la injusticia existe de hecho
la causa y el factor potencial del conflicto. En cualquier caso, una
situación de paz en el pleno sentido de su valor no puede coexistir con
la injusticia. La paz no puede reducirse a la mera ausencia de
conflicto; ella es la tranquilidad y la plenitud del orden. La paz se
pierde a causa de la explotación social y económica por parte de
especiales grupos de intereses, los cuales operan a nivel internacional
o como «élites» dentro de los Países en vías de desarrollo. La paz se
pierde a causa de las divisiones sociales que conducen a la
confrontación de ricos contra pobres a nivel de Estados o dentro del
mismo Estado. La paz se pierde cuando el uso de la fuerza produce
los amargos frutos del odio y la división. Se pierde cuando la
explotación económica y las tensiones internas en el tejido social dejan
al pueblo indefenso y desilusionado, convirtiéndolo en fácil presa de
las fuerzas destructivas de la violencia. El valor que representa la paz
se halla continuamente en peligro debido a intereses de fondo, a
interpretaciones divergentes e incluso opuestas, a manipulaciones
inteligentes al servicio de ideologías y sistemas políticos que tienen
como objetivo último la dominación.
3. Superar la situación presente
Hay quienes proclaman que la situación presente es
natural e inevitable. Las relaciones entre los individuos y entre los
Estados, dicen, se caracterizan por el conflicto permanente. Esta visión
doctrinal y política se traduce en un modelo de sociedad y en un sistema
de relaciones internacionales, que están dominados por la competición y
los antagonismos, donde se impone el más fuerte. La paz que nace de tal
visión será solamente un arreglo, un compromiso sugerido por el
principio de la Realpolitik; pero en cuanto «arreglo» mira no
tanto a resolver las tensiones mediante la justicia y la equidad, sino
más bien a arreglar las diferencias y los conflictos con objeto
de mantener una especie de equilibrio que proteja todo aquello que
redunde en interés de la parte dominante. Está claro que la «paz»
construída y mantenida sobre la injusticia social y el conflicto
ideológico nunca podrá convertirse en una paz verdadera para el mundo.
Una «paz» así no puede afrontar las causas de fondo de las tensiones
mundiales o dar al mundo el tipo de visión y valores que pueden
resolver las divisiones representadas por los polos Norte-Sur y
Este-Oeste.
A quienes piensan que los bloques son algo inevitable,
nosotros les respondemos que es posible e incluso necesario crear
nuevos tipos de sociedad y de relaciones internacionales que
aseguren la justicia y la paz sobre fundamentos estables y universales.
En efecto, un sano realismo sugiere que tales tipos no pueden ser
simplemente impuestos desde arriba o desde fuera, o puestos en práctica
sólo mediante métodos y técnicas. Y esto se debe a que las raíces más
profundas de las confrontaciones y tensiones que mutilan la paz y el
desarrollo, han de ser buscadas en el corazón del hombre. Ante todo, son
los corazones y las actitudes de las personas los que tienen que
cambiar, y esto exige una renovación: la conversión de los
individuos.
Si estudiamos la evolución de la sociedad en los últimos
años podremos observar no sólo heridas profundas, sino también signos de
determinación por parte de muchos de nuestros contemporáneos así como de
pueblos orientados a superar los presentes obstáculos con objeto de dar
vida a un nuevo sistema internacional. Este es el camino que la
humanidad tiene que emprender si quiere entrar en una era de paz
universal y de desarrollo integral.
4. El camino de la solidaridad y del diálogo
Cualquier sistema internacional capaz de superar la
lógica de bloques y de fuerzas opuestas tiene que basarse en el
compromiso personal de cada uno por hacer de las necesidades primarias y
básicas de la humanidad el primer imperativo de la política
internacional. Hoy un sinnúmero de seres humanos en todas las partes
del mundo han adquirido un sentido muy vivo de la igualdad fundamental
de todos, de su dignidad humana y de sus derechos inalienables. Al mismo
tiempo, existe una conciencia creciente de que la humanidad tiene una
profunda unidad de intereses, de vocación y de destino, y de que todos
los pueblos, en la variedad y riqueza de sus características nacionales,
están llamados a formar una sola familia. A esto hay que añadir la
conciencia de que los recursos no son ilimitados, mientras que las
necesidades son inmensas. Por tanto, en lugar de desaprovechar los
recursos o emplearlos en mortíferas armas de destrucción, hay que
usarlos ante todo para satisfacer las necesidades primarias y básicas
de la humanidad.
Es igualmente importante resaltar que está ganando
terreno la conciencia del hecho de que la reconciliación, la justicia y
la paz entre los individuos y entre las naciones
—considerando
el estado a que ha llegado la humanidad y las gravísimas amenazas que
penden sobre su futuro—
no son simplemente un noble llamado dirigido a unos cuantos idealistas,
sino una verdadera condición para la supervivencia de la misma vida. En
consecuencia, el establecimiento de un orden basado en la justicia y en
la paz es hoy vitalmente necesario como claro imperativo moral, válido
para todos los pueblos y regímenes más allá de ideologías y sistemas.
Junto y por encima del bien particular de una nación, la necesidad de
considerar el bien común de la familia de las Naciones es
claramente un deber ético y jurídico.
El justo camino para una comunidad mundial, en donde
reine la paz y la justicia sin fronteras entre todos los pueblos y todos
los continentes, es el camino de la solidaridad, del diálogo y de la
fraternidad universal.
Este es el único camino posible. Las relaciones y
sistemas políticos, económicos, sociales y culturales deben estar
imbuídos por los valores de la solidaridad y del diálogo, los cuales, a
su vez, exigen una dimensión institucional en la modalidad de
organismos especiales de la comunidad mundial, que custodien el bien
común de todos los pueblos.
Es claro que para construir de una manera efectiva una
comunidad mundial de este tipo, las mentalidades y visiones políticas
contaminadas por la codicia de poder, por ideologías, por la defensa de
los propios privilegios y bienestar, deben ser abandonadas y
reemplazadas por una apertura a compatir y a colaborar con todos en
un espíritu de mutua confianza.
El llamamiento a reconocer la unidad de la familia
humana tiene unas repercusiones muy reales para nuestra vida y para
nuestro compromiso por la paz. Significa ante todo que nosotros
rechazamos los modos de pensar que llevan a las divisiones y a la
explotación. Significa que nosotros nos comprometemos en favor de una
nueva solidaridad: la solidaridad de la familia humana. Significa
tener en cuenta las tensiones entre el Norte y el Sur y sustituirlas con
un nuevo tipo de relación: la solidaridad social de todos. Esta
solidaridad social se pone con honestidad ante el abismo que existe hoy,
pero no se resigna frente a ningún tipo de determinismo económico.
Reconoce la gran complejidad de un problema que durante demasiado tiempo
se ha escapado de las manos, pero que aún puede ser rectamente
encuadrado por hombres y mujeres que se consideran fraternalmente
solidarios con las demás personas de la tierra. Es verdad que los
cambios en los modelos de crecimiento económico han afectado a todo el
mundo y no solamente a los más pobres. Pero la persona que considera la
paz como valor universal deseará aprovechar esta oportunidad para
reducir las diferencias entre Norte y Sur y para fortalecer las
relaciones que acercarán más aún los unos a los otros. Pienso en los
precios de las materias primas, en la necesidad de competencia
tecnológica, en la preparación profesional, en la productividad
potencial de millones de personas sin empleo, en las deudas que gravan
sobre Naciones pobres, en una mejor y más responsable utilización de los
fondos por parte de los Países en vías de desarrollo. Pienso en los
muchos elementos que individualmente han provocado tensiones y que en su
conjunto han polarizado las relaciones entre el Norte y el Sur. Todo
esto puede y debe ser cambiado.
Si la justicia social es el medio para encaminarse hacia
una paz para todos los pueblos, esto significa que nosotros consideramos
la paz como fruto indivisible de las relaciones justas y honestas a
todos los niveles —social,
económico, cultural y ético—
de la vida humana sobre la tierra. Esta conversión hacia una actitud de
solidaridad social sirve también para poner de relieve las deficiencias
en la presente situación Este-Oeste. En mi mensaje a la II Sesión
especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre el Desarme,
he examinado muchos de los factores que son necesarios para mejorar la
situación entre los dos bloques mayores de poder del Este y del Oeste.
Todas las medidas allí recomendadas y reafirmadas desde entonces se
orientan a consolidar la familia humana que camina unida por el sendero
del diálogo. El diálogo puede abrir muchas puertas cerradas a causa de
las tensiones que han marcado las relaciones entre el Este y el Oeste.
El diálogo es un medio con el que las personas se manifiestan mutuamente
y descubren las esperanzas de bien y las aspiraciones de paz que con
demasiada frecuencia están ocultas en sus corazones. El verdadero
diálogo va más allá de las ideologías y las personas se encuentran unas
con otras en la realidad de su humano vivir. El diálogo rompe los
prejuicios y las barreras artificiales. El diálogo lleva a los seres
humanos a un contacto mutuo como miembros de la única familia humana con
todas las riquezas de su diversidad cultural e histórica. La conversión
del corazón impulsa a las personas a promover la fraternidad universal.
El diálogo ayuda a conseguir este objetivo.
Este diálogo es hoy más necesario que nunca. Armas y
sistemas de armamentos, estrategias y alianzas militares, abandonados a
sí mismos, se convierten en instrumentos de intimidación y de recíproca
incriminación, con el consiguiente terror que tanto afecta en nuestros
días al género humano. Pienso ante todo en los diversos diálogos de
Ginebra que buscan negociar la reducción y limitación de los armamentos.
Pero también existen diálogos que se llevan a cabo en el marco del
proceso multilateral, iniciado con el Acta Final de Helsinki, de la
Conferencia sobre la Seguridad y Cooperación en Europa; este proceso
será revisado una vez más el año próximo en Viena y será ulteriormente
continuado. Con respecto al diálogo y a la cooperación entre Norte y
Sur, puede pensarse en el importante papel confiado a ciertos organismos
como la UNCTAD, y a la Convención de Lomé en la que la Comunidad Europea
está presente. Pienso también en el tipo de diálogo que tiene lugar
cuando las fronteras están abiertas y las personas pueden viajar
libremente. Pienso en el diálogo que tiene lugar cuando una cultura se
enriquece mediante el contacto con otra, cuando los estudiantes gozan de
libertad de comunicación, cuando los trabajadores gozan de libertad para
reunirse, cuando la gente joven aúna sus fuerzas ante el futuro, cuando
los ancianos están cerca de sus seres queridos. El camino del diálogo es
un camino de descubrimientos; cuanto más nos descubrimos unos a otros
tanto más podemos sustituir las tensiones del pasado por los lazos de la
paz.
5. Nuevas relaciones basadas en la solidaridad y el diálogo
En el espíritu de la solidaridad y mediante los instrumentos del diálogo aprendemos a:
- respetar a todo ser humano;
- respetar los auténticos valores y las culturas de los demás;
- respetar la legítima autonomía y la autodeterminación de los demás;
- mirar más allá de nosotros mismos para entender y apoyar lo bueno de los demás;
- contribuir con nuestros propios recursos a la solidaridad social en favor del desarrollo
y crecimiento que se derivan de la equidad y la justicia;
- construir unas estructuras que aseguren la solidaridad social y el diálogo como rasgos
del mundo en que vivimos.
Las tensiones nacidas de los bloques serán felizmente
reemplazadas por unas relaciones más estrechas de solidaridad y diálogo
cuando nos acostumbremos a insistir en la primacía de la persona humana.
La dignidad de la persona y la defensa de sus derechos humanos están en
juego, pues tales valores, de un modo u otro, sufren las consecuencias
de aquellas tensiones y distorsiones de los bloques que estamos
examinando. Esto puede suceder en Países en los que muchas libertades
individuales están garantizadas, pero donde el individualismo y el
consumismo alteran y falsean los valores de la vida. Esto sucede en las
sociedades donde la persona está como sofocada dentro de la
colectividad. Esto puede suceder en Países jóvenes impacientes por tomar
el control de sus propios asuntos, pero que con frecuencia se ven
obligados por los poderosos a poner en práctica determinadas políticas o
se dejan seducir por el señuelo de una ganancia inmediata a costa del
pueblo mismo. En todos estos casos debemos insistir en la primacía de la
persona.
6. Visión cristiana y compromiso
Mis hermanos y hermanas en la fe cristiana encuentran en
Jesucristo, en el mensaje del Evangelio y en la vida de la Iglesia
nobles razones, más aún, motivos de inspiración para realizar
cualquier esfuerzo que pueda dar paz verdadera al mundo de hoy. La
fe cristiana tiene como único punto focal a Jesucristo que con sus
brazos abiertos en la Cruz une a los hijos de Dios que están dispersos
(cf. Jn 11, 52), para abatir así el muro de la división (cf.
Ef 2, 14) y reconciliar a los pueblos en la fraternidad y en la paz.
La Cruz, elevada sobre el mundo, lo abraza simbólicamente y tiene el
poder de reconciliar Norte y Sur, Este y Oeste.
Los cristianos, iluminados por la fe, son conscientes de
que la razón última por la que el mundo, en lugar de ser centro
de auténtica fraternidad, es escenario de divisiones, tensiones,
rivalidades, bloques contrapuestos e injustas desigualdades, está en
el pecado, esto es, en el desorden moral del hombre. Pero los
cristianos saben también que la gracia de Cristo, que puede transformar
la condición humana, es ofrecida continuamente al mundo pues «donde
abundó el pecado sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20). La Iglesia,
que lleva adelante la obra de Cristo y es dispensadora de su gracia
redentora, considera como misión específica suya la reconciliación de
todos los individuos y de todos los pueblos en la unidad, la fraternidad
y la paz. «La promoción de la unidad
—afirma el
Concilio Vaticano II—
concuerda con la misión íntima de la Iglesia, ya que ella es "en Cristo
como sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y
de la unidad de todo el género humano"» (Gaudium et spes, 42). La
Iglesia que es una y universal en la variedad de los pueblos que
congrega, «puede constituir un vínculo estrechísimo entre las diferentes
naciones y comunidades humanas con tal de que éstas tengan confianza en
ella y reconozcan efectivamente su verdadera libertad para cumplir tal
misión» (ibid.).
Esta visión y estas exigencias que surgen desde el
centro mismo de la fe deben, ante todo, inducir a los cristianos a ser
más conscientes de las situaciones que no están en armonía con el
Evangelio, de tal manera que las puedan purificar y rectificar. Al mismo
tiempo, los cristianos deberán reconocer y valorar los signos positivos
que dan testimonio de los esfuerzos que ya se hacen para poner remedio a
tales situaciones; esfuerzos que ellos deben apoyar, sostener y
fortalecer de una manera efectiva.
Los cristianos, animados por una esperanza viva —capaces de esperar contra toda
esperanza (cf. Rom 4, 18)— deben superar las barreras de las ideologías y de
los sistemas, para entrar así en diálogo con todas las personas de buena voluntad,
creando de esta manera nuevas relaciones y nuevas formas de solidaridad. A este
respecto, desearía expresar mi aprecio y reconocimiento a todas aquellas
personas que están comprometidas en la obra del voluntariado
internacional y otras formas de actividad que tienden a crear lazos de
participación y fraternidad por encima de los diversos bloques.
7. Año Internacional de la Paz y llamado final
Queridos amigos, hermanos y hermanas:
Al comienzo del nuevo año deseo renovar mi llamado a
todos vosotros para que dejéis a un lado las hostilidades, para que
rompáis la cadena de tensiones que existe en el mundo. Dirijo mi llamado
a vosotros para que transforméis las tensiones entre el Norte y el Sur,
el Este y el Oeste, en unas relaciones nuevas de solidariedad social y
de diálogo. La Organización de las Naciones Unidas ha proclamado 1986
Año Internacional de la Paz. Este noble esfuerzo merece todo nuestro
aliento y nuestro apoyo. ¡Qué mejor modo puede haber para promover los
objetivos del Año de la Paz que el que las relaciones Norte-Sur,
Este-Oeste se conviertan en las bases para una paz universal!
A vosotros, políticos y hombres de Estado, dirijo mi
llamado: dad directrices que estimulen a las personas a un renovado
esfuerzo en esa dirección.
A vosotros, hombres de negocios y a quienes sois
responsables de las organizaciones financieras y comerciales, dirijo mi
llamado: examinad de nuevo vuestras responsabilidades frente a vuestros
hermanos y hermanas.
A vosotros, estrategas militares, oficiales, científicos
y técnicos, dirijo mi llamado: usad vuestros conocimientos y preparación
de tal modo que promuevan el diálogo y la comprensión mutua.
A vosotros, los que sufrís, los disminuídos físicos y a
cuantos padecéis alguna limitación, dirijo mi llamado: ofreced vuestras
oraciones y vuestras vidas para que sean abatidas las barreras que
dividen al mundo.
A vosotros, que creéis en Dios, os exhorto a vivir con
la conciencia de formar una sola familia bajo la paternidad de Dios.
A todos y a cada uno de vosotros, jóvenes y ancianos,
débiles y poderosos, dirijo mi llamado: abrazad la paz como el más
grande valor unificador de vuestras vidas. En cualquier parte de este
planeta donde os encontréis, yo os exhorto ardientemente a perseverar en
la solidaridad y en el diálogo sincero:
La paz es un valor sin fronteras:
de Norte a Sur, de Este a Oeste,
en todo lugar, un único pueblo unido
en una única Paz.
Vaticano, 8 de diciembre de 1985.
JOANNES PAULUS PP. II