MENSAJE DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
I de enero de 1987
DESARROLLO Y SOLIDARIDAD:
DOS CLAVES PARA LA PAZ
1. Un llamamiento a todos ...
Mi predecesor el Papa Pablo VI, de feliz memoria, hizo un llamamiento a todas
las personas de buena voluntad para celebrar, el día primero de cada año, una
Jornada Mundial de la Paz, como esperanza y deseo de que la paz «domine el
desarrollo de los eventos futuros» (AAS 59, 1967, p. 1098). A veinte años de
distancia, repito este llamamiento que dirijo a todos los miembros de la
familia humana. A todos invito a reflexionar sobre la paz y a celebrar
la paz. Celebrar la paz en medio de las dificultades en que vivimos en
nuestros días es una proclamación de nuestra confianza en la
humanidad.
Impulsado por esta confianza, dirijo
mi llamada a todos y cada uno esperando que juntos podamos aprender a
celebrar la paz como aspiración universal de todos los pueblos del
mundo. Todos cuantos compartimos esta aspiración podremos venir a ser
una sola cosa en nuestros pensamientos y en nuestros deseos por hacer de
la paz una meta a conseguir por parte de todos y en beneficio de todos.
El tema que he elegido para el Mensaje
de este año se inspira en una profunda verdad sobre el hombre: todos
nosotros constituímos una sola familia humana. Por el hecho de venir
a este mundo somos partícipes de la misma heredad y somos miembros de la
estirpe común a todos los seres humanos. Dicha unidad se expresa en la
diversidad y riqueza de la familia humana. Todos estamos llamados a
reconocer esta solidaridad básica de la familia humana como condición
fundamental de nuestra vida sobre la tierra.
En este año 1987 se cumple también el
XX Aniversario de la publicación de la Populorum Progressio. Esta
Encíclica del Papa Pablo VI fue un solemne llamamiento para una acción
concertada en favor del desarrollo integral de los pueblos (cfr.
Populorum Progressio, 5). La frase de Pablo VI «el desarrollo es el
nuevo nombre de la paz» (Ibid. 76, 78) nos indica una de las
claves en nuestra búsqueda de la paz. ¿Puede existir la paz cuando hay
hombres, mujeres y niños que no pueden vivir según las exigencias de la
plena dignidad humana? ¿Puede existir una paz duradera en un mundo donde
imperan relaciones —sociales,
económicas y políticas— que
favorecen a un grupo o país a costa de otro? ¿Puede establecerse una paz
genuina sin el reconocimiento efectivo de la sublime verdad de que todos
somos iguales en dignidad porque todos hemos sido creados a imagen de
Dios, que es nuestro Padre?
2. ... para reflexionar sobre la solidaridad ...
El presente Mensaje para la XX Jornada
Mundial de la Paz está en estrecha relación con el Mensaje que dirijí al
mundo el año pasado sobre el tema «Norte-Sur, Este-Oeste: una sola
paz». En dicho Mensaje decía: «... la unidad de la familia humana
tiene unas repercusiones muy reales para nuestra vida y para nuestro
compromiso por la paz ... Significa que nosotros nos comprometemos en
favor de una nueva solidaridad: la solidaridad de la familia
humana ... un nuevo tipo de relación: la solidaridad social de todos»
(n. 4).
Reconocer la solidaridad social de la
familia humana comporta la responsabilidad de construir sobre aquello
que nos une. Esto significa promover eficazmente y sin excepción alguna
la igual dignidad de todos los seres humanos dotados de determinados
derechos fundamentales e inalienables. Esto afecta a todos los aspectos
de nuestra vida individual así como a nuestra vida en la familia, en la
comunidad en que vivimos y en el mundo. Una vez aceptado el hecho de que
todos somos hermanos y hermanas en el seno de la humanidad,
podremos consiguientemente modelar nuestras actitudes en la vida en la
perspectiva de la solidaridad que a todos nos hace una sola cosa. Esto
es verdad de modo especial en lo que se refiere al proyecto básico y
fundamental de construir la paz.
Durante el transcurso de nuestra vida
ha habido momentos y acontecimientos que nos han aunado haciéndonos
reconocer la unidad de la familia humana. Desde que se hizo posible el
tomar fotografías de nuestro mundo desde el espacio, ha tenido lugar un
cambio imperceptible en la comprensión de nuestro planeta y de su
inmensa belleza y fragilidad. Ayudados por los logros alcanzados en las
exploraciones espaciales, hemos descubierto que la frase «herencia común
del género humano» ha adquirido un significado nuevo desde entonces.
Cuanto más compartimos las riquezas artísticas y culturales de los
demás, más descubrimos nuestra humanidad común. Muchos jóvenes han
profundizado su sentido de unidad participando en competiciones
deportivas regionales o mundiales y en otras actividades similares,
reforzando así sus lazos de hermandad como hombres y mujeres.
3. ... en cuanto puesta en práctica ...
Al mismo tiempo, con cuánta frecuencia
durante los años recientes hemos tenido ocasión de ponernos en contacto,
como hermanos y hermanas, para ayudar a aquellas personas que fueron
afectadas por catástrofes naturales o que se vieron afligidos por la
guerra o el hambre. Asistimos a un creciente deseo colectivo —por encima
de separaciones políticas, geográficas o ideológicas—
de ayudar a los miembros menos favorecidos de la familia humana. El
sufrimiento, tan trágico y prolongado, de nuestros hermanos y hermanas
del África subsahariana está suscitando manifestaciones concretas de
aquella solidaridad entre los seres humanos. Dos razones por las que
quise conferir en 1986 el Premio Internacional de la Paz Juan XXIII a la
Oficina Católica para las ayudas de emergencia y para los refugiados de
Thailandia, fueron, la primera, para llamar la atención del mundo hacia
la difícil situación en que se encuentran las personas que se ven
forzadas a abandonar su tierra; la segunda, para poner de relieve el
espíritu de cooperación y colaboración que tantos grupos, católicos o
no, han mostrado saliendo al paso de las necesidades de aquellas
personas tan duramente probadas por haber tenido que abandonar su hogar.
Sí, el espíritu humano puede y debe responder con gran generosidad a los
sufrimientos del prójimo. En esta respuesta podemos descubrir una
creciente puesta en práctica de la solidaridad social que, de palabra y
de hecho, proclama que todos somos una sola cosa, que debemos
reconocernos como tales y que esto es un elemento esencial para el bien
común de los individuos y de las naciones.
Estos ejemplos muestran que podemos y
que, de hecho, cooperamos de muchas maneras; que podemos y debemos
trabajar juntos para hacer progresar el bien común. Pero tenemos que
hacer aún más. Necesitamos adoptar una actitud de fondo de cara a
la humanidad y con respecto a los lazos que nos conectan con cada
persona y con cada grupo en el mundo. De esta manera podremos comenzar a
ver cómo el compromiso de solidaridad con toda la familia humana es una
clave para la paz. Los proyectos que potencian el bien de la humanidad o
la buena voluntad entre los pueblos constituyen un paso adelante en la
puesta en práctica de dicha solidaridad. Los lazos de simpatía y de
caridad que nos impulsan a ayudar a cuantos sufren nos llevan, por un
camino diverso, a lo anterior. Pero el urgente desafío que se nos
presenta lo constituye la necesidad de adoptar una actitud de
solidaridad social con toda la familia humana y con tal actitud
enfrentarnos a todas las situaciones sociales y políticas.
Y así, por ejemplo, la Organización de
las Naciones Unidas ha designado el 1987 como Año Internacional de la
vivienda para las personas sin hogar; con esto, se quiere llamar la
atención sobre una materia que es motivo de gran preocupación, a la vez
que adoptar una actitud de solidaridad —humana, política y económica—
hacia millones de familias que se ven privadas del entorno esencial para
una vida familiar decorosa.
4. ... y en cuanto obstaculizada
Por desgracia, abundan los ejemplos de
obstáculos a la solidaridad debido a posiciones políticas e ideológicas
que, en la práctica, impiden o limitan que se hagan realidad la
solidaridad. Son éstas, actitudes y políticas que ignoran o niegan la
igualdad fundamental y la dignidad de la persona humana. Entre ellas,
pueden mencionarse en concreto:
— la xenofobia, que hace que determinadas naciones se cierren en sí
mismas o que determinados gobiernos instauren leyes discriminatorias
contra grupos humanos dentro del mismo país;
—el cierre arbitrario e injustificado de fronteras, lo cual
origina que muchas personas se vean privadas, en la práctica, de la
posibilidad de moverse y de mejorar su suerte, o de poder reunirse con
sus seres queridos, o simplemente de poder visitar a sus familiares o
ponerse en contacto con otras personas para ocuparse de ellas;
—las ideologías que predican el odio o la desconfianza, los
sistemas que levantan barreras artificiales. El odio racial, la
intolerancia religiosa y las divisiones de clases se hallan, por
desgracia, muy presentes en muchas sociedades, de modo abierto o
solapado. Cuando los líderes políticos erigen tales divisiones en
sistemas internos o en programas políticos que afectan las relaciones
con las demás naciones, dichos prejuicios hieren a la dignidad humana en
lo más íntimo y vienen a ser una poderosa fuente de reacciones que
ahonda las divisiones, las enemistades, la represión y las luchas. Otro
mal, que durante el año que acaba de terminar ocasionó tantos
sufrimientos a muchas personas y tanta destrucción a la sociedad, es el
terrorismo.
Una solidaridad efectiva
representa un antídoto a todo lo anterior. En efecto, si la cualidad
esencial de la solidaridad es la igualdad radical entre todos los seres
humanos, toda política que esté en contradicción con la dignidad
fundamental y con los derechos humanos de la persona o de un grupo de
personas ha de ser rechazada. Por el contrario, han de ser potenciadas
las políticas y los programas que instauran relaciones abiertas y
honestas entre los pueblos, que forjan alianzas justas, que unen a las
naciones con honorables lazos de cooperación. Tales iniciativas no
ignoran las diferencias reales linguísticas, raciales, religiosas,
sociales y culturales; tampoco ignoran las grandes dificultades que
existen para superar inveteradas divisiones e injusticias. Pero ponen en
primer plano los elementos que unen, por pequeños que puedan parecer.
Este espíritu de solidaridad es un espíritu abierto al diálogo; que
hunde sus raíces en la verdad y que tiene necesidad de la misma para
desarrollarse. Es un espíritu que busca construir y no destruir, unir y no
dividir. Dado que la solidaridad es una aspiración universal, ella puede adoptar
muchas formas. Acuerdos regionales para promover el bien común y alentar
negociaciones bilaterales pueden servir para hacer disminuir las tensiones. El
intercambio de tecnologías y de información para prevenir desastres, o para
mejorar la calidad de vida en un área determinada, contribuirá a la solidaridad
y facilitará medidas a un más amplio nivel.
5. Para que se refleje en el desarrollo ...
Acaso en ningún sector de la actividad
humana exista mayor necesidad de solidaridad social que en el área
del desarrollo. Muchas de las afirmaciones contenidas en la
Encíclica publicada hace veinte años por el Papa Pablo VI, y que estamos
recordando, se pueden aplicar de modo especial a nuestros días. El vio
con gran claridad que la cuestión social había adquirido dimensiones
mundiales (cfr. Populorum Progressio, 3). El se halla entre las
primeras personas que llamaron la atención sobre el hecho de que el
progreso económico en sí mismo es insuficiente y que requiere el
progreso social (cfr. Ibid., 35). Mas, sobre todo, insistió en
que el desarrollo debe ser integral, es decir, desarrollo de cada
persona y de toda la persona (cfr. Ibid., 14-21). En esto
consistía, para él, el humanismo pleno: el desarrollo total de la
persona en todas sus dimensiones y abierta al Absoluto que «da a la vida
humana su verdadero significado » (Ibid., 42). Dicho humanismo es
la meta común que debe ser perseguida por todos. «El desarrollo integral
del hombre —nos decía— no puede darse sin el desarrollo solidario de la
humanidad» (Ibid., 43).
Ahora, a veinte años de distancia,
deseo rendir homenaje a estas enseñanzas del Papa Pablo VI. Su visión
profunda, en lo que se refiere a la importancia del espíritu de
solidaridad para el desarrollo, es aún válida, incluso en las cambiantes
circunstancias de nuestros días, y arrojan una gran luz a los retos del
presente.
6. ... y en sus aplicaciones actuales
Cuando reflexionamos sobre el
compromiso de solidaridad en el campo del desarrollo, la verdad
primordial y básica es que en el desarrollo los protagonistas son las
personas. Las personas son los sujetos del verdadero desarrollo;
ellas son el objetivo del auténtico desarrollo. El desarrollo integral
de las personas es la meta y la medida de todo proyecto de desarrollo.
El hecho de que las personas constituyan el centro del desarrollo es una
consecuencia de la unidad de la familia humana, lo cual es independiente
de cualquier descubrimiento tecnológico o científico que el futuro nos
pueda reservar. Las personas, hombres y mujeres, han de ser el punto de
referencia de todo lo que se hace para mejorar las condiciones de vida.
Las personas deben ser agentes activos, y no sólo receptores pasivos, de
cualquier verdadero proceso de desarrollo.
Otro principio del desarrollo con
relación a la solidaridad es la necesidad de promover valores que
beneficien verdaderamente a los individuos y a la sociedad. No basta
con ponerse en contacto y ayudar a quienes padecen necesidad. Hemos de
ayudarles a descubrir los valores que les permitan construir una nueva
vida y ocupar con dignidad y justicia su puesto en la sociedad. Todos
tienen derecho a aspirar y a lograr lo que es bueno y verdadero. Todos
tienen derecho a elegir aquellos bienes que mejoran la vida; y la vida
en la sociedad no es en modo alguno algo moralmente neutro. Las opciones
sociales implican consecuencias que pueden promover o degradar el
verdadero bien de la persona en la sociedad.
En el campo del desarrollo, y
especialmente en el desarrollo asistencial, se ofrecen programas que
vienen presentados como «sin connotación de valores», pero que en
realidad son contravalores respecto a la vida. Ante programas de
gobiernos o formas de ayuda que virtualmente coaccionan a comunidades o
países a aceptar programas de contracepción o prácticas abortivas como
precio para su crecimiento económico, hay que decir claramente y con
fuerza que tales ofertas violan la solidaridad de la familia humana,
porque niegan los valores de la dignidad y libertad de la persona.
Lo que decimos ser verdad para el
desarrollo del individuo mediante la elección de valores que mejoran la
vida, es verdad también para el desarrollo de la sociedad. Todo lo que
es impedimento para la verdadera libertad va contra el desarrollo de la
sociedad v de las instituciones sociales. Explotación, amenazas,
sumisión forzada, negación de oportunidades por parte de un sector de la
sociedad respecto a otro, son cosas inaceptables que contradicen la
noción misma de solidaridad humana. Tales actividades, ya sea en el seno
de una sociedad o entre naciones, pueden por desgracia parecer, por
algún tiempo, un éxito. Sin embargo, cuanto más se prolonguen dichas
condiciones, tanto más vienen a ser causa de ulteriores represiones y de
creciente violencia. Las semillas de la destrucción han sido sembradas
en la injusticia institucionalizada. Negar los medios para el pleno
desarrollo de un sector de una sociedad o nación determinada, sólo puede
conducir a la inseguridad y a la agitación social; además de que fomenta
el odio, la división y destruye toda esperanza de paz.
La solidaridad que favorece el
desarrollo integral es la que protege y defiende la legítima libertad
de las personas y la justa seguridad de las naciones. Sin esta
libertad y seguridad faltan las condiciones mismas para el desarrollo.
No solamente los individuos, sino también las naciones deben tener la
posibilidad de tomar parte en Ias opciones que les afectan. La libertad
de la que deben poder gozar las naciones para asegurar su propio
crecimiento y su desarrollo como miembros de pleno derecho de la familia
humana, depende de su respeto recíproco. Buscar una superioridad
económica, militar o política a costa de los derechos de otras naciones,
pone en peligro cualquier perspectiva de verdadero desarrollo y de
paz verdadera.
7. Solidaridad y desarrollo: dos claves para la paz
Por las razones anteriormente
expuestas, propongo para este año reflexionar sobre la solidaridad
y el desarrollo como claves para la paz. Cada una de estas
realidades tiene su significado específico. Ambas son necesarias para
conseguir las metas que nos proponemos. La solidaridad, por su misma
naturaleza, es una realidad ética ya que conlleva una afirmación de
valor sobre la humanidad. Por esta razón, sus implicaciones para la
vida humana en nuestro planeta y para las relaciones internacionales son
igualmente éticas; en efecto, nuestros lazos comunes de humanidad nos
exigen vivir en armonía y promover todo aquello que es bueno para unos y
para otros. Estas aplicaciones éticas constituyen la razón por las que
la solidaridad es una clave básica para la paz.
A la luz de esto el desarrollo
adquiere su significación plena. No se trata de mejorar determinadas
situaciones o condiciones económicas. El desarrollo viene a ser, en
última instancia una cuestión de paz por el hecho de que ayuda a
realizar lo que es bueno para los demás y para la comunidad humana en su
totalidad.
En el contexto de una verdadera
solidaridad no existe peligro de explotación o de mal uso de los
programas de desarrollo en beneficio de unos pocos. Por el contrario, el
desarrollo viene a ser, de esta manera, un proceso que compromete a los
diversos miembros de la familia humana, enriqueciéndoles a todos. Dado
que la solidaridad nos da la base ética para actuar adecuadamente, el
desarrollo se convierte en una oferta que el hermano hace al hermano, de
tal manera que ambos puedan vivir más plenamente dentro de aquella
diversidad y complementariedad que son señal de garantía de una
civilización humana. De esta dinámica proviene aquella armoniosa
«tranquilidad del orden» que constituye la verdadera paz. Sí, la
solidaridad y el desarrollo son dos claves para la paz.
8. Algunos problemas modernos ...
Muchos de los problemas con los que el
mundo se enfrenta al comenzar el año 1987 son realmente complejos y
parecen casi insolubles. No obstante, si creemos en la unidad de la
familia humana, si insistimos en que la paz es posible, nuestra
reflexión común sobre la solidaridad y el desarrollo como claves para la
paz puede arrojar mucha luz sobre los temas que nos ocupan.
En efecto, el persistente problema de la deuda externa de muchas
naciones en vías de desarrollo podría ser visto con nuevos ojos si todas
las partes interesadas incluyeran, de modo responsable, estas consideraciones
éticas en la valoración de los hechos y en las propuestas de solución. Muchos
aspectos de este problema —como el proteccionismo, los precios de las materias
primas, las prioridades en las inversiones, el respeto de las obligaciones
contraídas, así como el tener en cuenta la situación interna de las naciones en
deuda— se beneficiarían de la búsqueda solidaria de aquellas soluciones
que promueven un desarrollo estable.
En relación a la ciencia y a la tecnología, surgen nuevas y marcadas
divisiones entre quienes disponen de tecnología y quienes no. Tales desigualdades
no promueven la paz y el desarrollo armónico, sino que hacen perdurar situaciones de
desigualdad ya existentes. Si las personas son el sujeto del desarrollo
y su meta, es un imperativo ético de solidaridad la participación más
amplia de las naciones menos avanzadas en las aplicaciones de la
tecnología, así como el rechazo a hacer de tales países áreas de ensayo
para experimentos dudosos o lugares de depósito de determinados
productos. En este campo, están siendo llevados a cabo grandes esfuerzos
por parte de Organismos Internacionales y de algunos Estados, lo cual
representa una importante contribución para la paz.
Aportaciones recientes sobre las relaciones entre desarme y desarrollo
—dos de los problemas más cruciales con que se enfrenta el mundo de hoy—
apuntan al hecho de que las actuales tensiones entre Este y Oeste, y las
desigualdades entre Norte y Sur, representan serias amenazas para la
paz del mundo. Cada vez resulta más claro que un mundo en paz, en el
que se garantice la seguridad de los pueblos y de los Estados, convoca a
una solidaridad activa en los esfuerzos en favor del desarrollo y del
desarme. A todos los Estados afecta la pobreza de otros Estados. Todos
los Estados sufren las consecuencias de la falta de resultados positivos
en las negociaciones para el desarme. No podemos tampoco olvidar las así
llamadas «guerras locales», que pagan costosos tributos en vidas
humanas. Todos los Estados tienen responsabilidad en la paz del mundo y
esta paz no podrá ser asegurada mientras la seguridad basada en las
armas no sea reemplazada gradualmente por la seguridad basada en
la solidaridad de la familia humana. Una vez más, lanzo un
llamamiento para que se intensifiquen los esfuerzos por reducir las
armas al mínimo necesario para la legítima defensa, y para que se
incrementen las medidas orientadas a ayudar a los países en vías de
desarrollo a valerse por sí mismos. Solamente así la comunidad de los
Estados podrá vivir en verdadera solidaridad.
Existe además otra amenaza para la
paz; una amenaza que, a lo largo y ancho del mundo, mina las raíces
mismas de la sociedad: la quiebra de la familia. La familia es la
célula básica de la sociedad. La familia es el primer sitio donde el
desarrollo tiene lugar o no lo tiene. Si la familia es saludable y
lozana, las posibilidades de un desarrollo integral de la sociedad son
grandes. Sin embargo, con demasiada frecuencia esto no es así.
En muchas sociedades la familia ha
venido a ser un elemento secundario. Se la relativiza mediante
interferencias de diverso género y, con frecuencia, no halla en el
Estado aquella tutela y apoyo que necesita. No pocas veces se la priva
de los justos medios a que tiene derecho, para que pueda crecer y crear
una atmósfera en la que sus miembros puedan florecer. Los fenómenos
actuales de familias divididas, de miembros de familias forzados a
separarse para poder sobrevivir, o imposibilitados incluso para
encontrar un techo bajo el que iniciar una familia o para vivir como
familias ya existentes, son signos de subdesarrollo moral y de una
sociedad que ha trastocado sus valores. Una medida básica de la salud de
un pueblo o de una nación es la importancia que se da a las condiciones
para el desarrollo de las familias. Las condiciones que benefician a la
familia promueven la armonía de la sociedad y de la nación y esto, a su
vez, favorece la paz en los hogares y en el mundo.
En nuestros días asistimos al terrible espectro de niños que son abandonados
o forzados al mercado del trabajo. Vemos niños y jóvenes en barrios miseria o
en grandes ciudades despersonalizadas en donde ellos encuentran escaso apoyo y
poca o ninguna esperanza de futuro. La quiebra de la estructura familiar, la
dispersión de sus miembros —en particular de los más jóvenes— con los consiguientes
males que caen sobre ellos —abuso de drogas, alcoholismo, relaciones sexuales
pasajeras y sin significado, explotación por parte de otros— son signos contrarios
al deseado desarrollo de la persona que la solidaridad social de la
familia humana promueve. Mirar a los ojos a otra persona y ver en ellos
las esperanzas y ansiedades del hermano o de la hermana, es descubrir el
significado de la solidaridad.
9. ... que a todos nos reta
La paz está en juego: la paz civil en
las naciones y la paz mundial entre los Estados (cfr. Populorum
Progressio, 55). El Papa Pablo VI vio esto claramente hace veinte
años. Vio la conexión intrínseca que existe entre las demandas de
justicia en el mundo y las posibilidades de paz para este mundo. No es
mera coincidencia el hecho de que el mismo año en que fue publicada la
Populorum Progressio, fuera también instituída la Jornada Mundial
de la Paz; iniciativa que con gran satisfacción he deseado continuar.
Pablo VI expresó con estas palabras el
punto central de la reflexión de este año sobre la solidaridad y el
desarrollo como claves para la paz: «La paz no se reduce a una ausencia
de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de la fuerza. La paz se
construye cada día en la instauración de un orden querido por Dios, que
com;porta una justicia más perfecta entre los hombres» (Ibid.,
76).
10. El compromiso de los creyentes y, en especial, de los cristianos
Todos cuantos creemos en Dios estamos convencidos de que el orden armonioso
al que todos los pueblos aspiran ardientemente no puede realizarse sólo con
los esfuerzos humanos, si bien sean indispensables. La paz —paz para sí y
paz para los demás— ha de ser buscada, al mismo tiempo, en la meditación y
en la plegaria. Al afirmar esto, tengo ante los ojos y dentro de mi corazón
la profunda experiencia de la Jornada Mundial de Oración por la Paz celebrada
recientemente en Asís. Líderes religiosos y representantes de Iglesias
cristianas, de Comunidades eclesiales y de Religiones del mundo hicieron
patente su solidaridad en la meditación y en la oración por la paz. Fue
aquél un compromiso visible por parte de todos los participantes —y de otras
muchas personas que, en espíritu, se unieron a nosotros— en la búsqueda de
la paz, en ser constructores de paz, en hacer todo lo posible — en profunda
solidaridad de espíritu— en favor de una sociedad en la que florezca la justicia
y abunde la paz (cfr. Sal 72, 27).
El justo Juez que nos describe el
Salmista obra la justicia en favor del pobre y del que sufre. «El se
apiadará del pobre y del indigente, y salvará la vida de los pobres; él
vengará sus vidas de la violencia ...» (Ibid., vv. 13-14). Estas
palabras están hoy en nuestra mente mientras oramos para que el anhelo
de paz que marcó el encuentro en Asís, sea un potente estímulo para
todos los creyentes y, de modo especial, para los cristianos.
En efecto, los cristianos podemos
descubrir en las palabras inspiradas del Salmista la figura de Nuestro
Señor Jesucristo, que trajo la paz al mundo, que curó a los heridos y
consoló a los afligidos «anunciando a los pobres la Buena Nueva, ... la
libertad a los oprimidos» (Lc 2, 14). Jesucristo, a quien
nosotros llamamos «nuestra paz», «derribó el muro de separación, la
enemistad» (Ef 2, 14) para instaurar la paz. Sí, precisamente
este deseo de construir la paz, manifestado en el encuentro de Asís, nos
anima a reflexionar sobre el modo de celebrar en el futuro esta Jornada
Mundial de la Paz.
Nosotros estamos llamados a ser
semejantes a Cristo, esto es, a ser operadores de paz mediante la
reconciliación; a cooperar con él en el esfuerzo por traer la paz a esta
tierra, promoviendo la causa de la justicia en favor de todos los
pueblos y de todas las naciones. No debemos olvidar nunca aquellas
palabras suyas que compendian la expresión perfecta de toda solidaridad
humana: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también
vosotros a ellos» (Mt 7, 12). Cada vez que este mandamiento sea
violado los cristianos deben ser conscientes de que son causa de
división y de que cometen un pecado. Dicho pecado tiene graves
repercusiones en la comunidad de los creyentes y en toda la sociedad.
Con él, se ofende a Dios mismo, que es el creador de la vida y que
mantiene al ser en la existencia.
La gracia y la sabiduría que Jesús
muestra ya desde su vida oculta en Nazaret con María y José (cfr. Lc
2, 51 ss.) son modelo para nuestras relaciones recíprocas en la familia,
en las naciones y en el mundo. El servicio a los demás, de palabra y de
obra, que es el signo distintivo de la vida pública de Jesús, nos
recuerdan que la solidaridad de la familia humana ha adquirido una
profundidad radical y que esta actitud de servicio tiene un fin
transcendente que ennoblece todos los esfuerzos humanos en favor de la
justicia y de la paz. Por último, el acto más definitivo de solidaridad
que el mundo ha conocido, esto es, la muerte de Jesús en la cruz por
todos nosotros, abre a los cristianos la vía que hemos de seguir. Si
queremos que nuestra obra de paz sea plenamente eficaz, es necesario que
participe del poder transformador de Cristo, cuya muerte da la vida a
todo hombre que viene a este mundo, y cuyo triunfo sobre la muerte es la
garantía definitiva de que la justicia —que presupone solidaridad y
desarrollo— nos conducirá a una paz duradera.
Que el reconocimiento de Jesucristo
como Salvador y Señor dirija todos los esfuerzos de los cristianos en
favor de la paz, y que sus oraciones les sostengan en su compromiso por
la causa de la paz mediante el desarrollo de los pueblos en espíritu de
solidaridad social.
11. Llamamiento final
Juntos nos disponemos a iniciar un
nuevo año. Ojalá que el 1987 sea un año en el que la humanidad abandone
las divisiones del pasado y en el que todos busquen la paz de todo
corazón. Abrigo la esperanza de que este Mensaje sea ocasión para que
cada uno profundice en su compromiso por la unidad de la familia humana
en la solidaridad; que sea un acicate que estimule a todos a buscar el
verdadero bien de nuestros hermanos y hermanas en un desarrollo integral
que favorezca todos los valores de la persona humana en la sociedad.
Al comienzo de este Mensaje hice
presente que la causa de la solidaridad me empujaba a dirigirme a todos
los hombres y mujeres del mundo. Repito ahora mi llamado a cada uno,
pero de modo especial deseo hacerlo:
— a todos vosotros, hombres de Estado y a cuantos tenéis responsabilidad
en las Organizaciones Internacionales: si queréis reforzar la paz,
redoblad vuestros esfuerzos en favor del desarrollo de los individuos y
de las naciones;
— a todos cuantos, bien en persona o unidos en el espíritu, habéis
participado en la Jornada Mundial de oración por la Paz, en Asís: os
aliento a dar testimonio de la paz en el mundo;
— a cuantos viajáis o participáis en actividades de intercambio cultural:
sed instrumentos conscientes de una mayor comprensión, respeto y estima;
— a vosotros, hermanos y hermanas más jóvenes, la juventud del mundo: os
exhorto a serviros de aquellos medios que os permitan forjar nuevos
lazos de paz en solidaridad fraterna con todos los jóvenes del mundo.
¿Puedo esperar ser escuchado por
quienes practican la violencia y el terrorismo? Como ya he hecho en el
pasado, de nuevo os pido al menos a los que queráis escuchar mi voz que
abandonéis los medios violentos para lograr vuestras metas, incluso si
tales metas son justas. Os pido que cesen las muertes y los ataques a
inocentes. Os pido que cesen las amenazas a la sociedad. Los caminos de
la violencia no pueden conducir a la verdadera justicia ni para vosotros
ni para los demás. Todavía podéis cambiar si lo queréis. Podéis profesar
vuestros sentimientos de humanidad y reconocer la solidaridad humana.
A todos dirijo mi llamamiento:
dondequiera que os halléis y sea cual fuere vuestra actividad, sabed
descubrir en todo ser humano el rostro de un hermano o de una hermana.
Lo que nos une es mucho más de lo que nos separa; es nuestra humanidad
compartida.
La paz es siempre un don de Dios, pero
ella depende también de nosotros. Y las claves para la paz están en
nuestras manos. Depende de nosotros el saber usarlas y poder abrir con
ellas todas las puertas.
Vaticano, 8 de diciembre de 1986.
JOANNES PAULUS PP. II