MENSAJE DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
PARA LA CELEBRACIÓN DE LA
JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 de enero de 1989
PARA CONSTRUIR LA PAZ,
RESPETA LAS MINORÍAS
Introducción
1. «Desde el siglo XIX se ha
desarrollado y afianzado en todo el mundo una tendencia en el campo
político, por la cual acontece que los hombres de una misma etnia
quieren ser independientes y constituirse en una única nación. Y dado
que esto, por un conjunto de circunstancias, no siempre puede llevarse a
cabo, resulta que las minorías étnicas se encuentran frecuentemente
dentro de los confines nacionales de otra raza, lo cual plantea
problemas de extrema gravedad» (Enc. Pacem in terris, III).
Con estas palabras mi Predecesor Juan
XXIII indicaba, hace veinticinco años, una de las cuestiones más
delicadas de la sociedad contemporánea, que, con el correr del tiempo,
ha venido a ser cada vez más urgente, porque ésta contempla tanto la
organización de la vida social y civil de cada país, como la vida de la
Comunidad internacional.
Es por esto que queriendo elegir un
tema específico para la próxima Jornada Mundial de la Paz, considero
oportuno proponer a la reflexión común el problema de las minorías,
siendo todos muy conscientes de que, como ha afirmado el Concilio
Vaticano II, «la paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce
al solo equilibrio de las fuerzas adversarias» (Gaudium et spes,
78 ), sino que es un proceso dinámico que ha de tener en cuenta todos
los elementos, así como las causas que la favorecen o la perturban.
Es indudable que en este momento de
distensión internacional, debido a acuerdos y mediaciones que permiten
entrever posibles soluciones en favor de los pueblos víctimas de
conflictos sangrientos, la cuestión de las minorías está adquiriendo una
importancia considerable y ha de constituir, por tanto, para todo
dirigente político o responsable de grupos religiosos, y para toda
persona de buena voluntad, objeto de atenta reflexión.
2. En casi todas las sociedades
existen hoy unas minorías, como comunidades que tienen su origen en
tradiciones culturales diversas, en sus raíces raciales o étnicas, en
sus creencias religiosas o también en sus vicisitudes históricas; unas
son antiguas, otras más recientes. Las situaciones en que viven son tan
diferentes que es casi imposible presentar un cuadro completo. Por un
lado, existen grupos incluso muy pequeños capaces de defender y afirmar
la propia identidad, que están muy integrados en las sociedades a las
que pertenecen. En algunos casos estos grupos minoritarios consiguen
imponer incluso su predominio sobre la mayoría en la vida pública. Por
otro lado, se observan unas minorías que no ejercen influencia alguna y
no gozan plenamente de sus derechos, es más, se encuentran en
situaciones de sufrimiento y malestar.
Esto puede llevar a estos grupos a una
resignación apática o a un estado de convulsión, e incluso a la
rebelión. Sin embargo, ni la pasividad ni la violencia son caminos
adecuados para una auténtica paz.
Algunas minorías tienen en común
además otra experiencia: la separación o la marginación. Es cierto que,
a veces, un grupo puede escoger deliberadamente el vivir separado para
proteger su cultura, pero más a menudo es también verdad que las
minorías se encuentran ante barreras que las aíslan del resto de la
sociedad. En este contexto, mientras la minoría tiende a encerrarse en
sí misma, la población mayoritaria puede adoptar una actitud de rechazo
del grupo minoritario en su conjunto, o de cada uno de sus miembros.
Cuando esto se verifica, ellos no son capaces de contribuir activa y
creativamente a una paz basada en la aceptación de las legítimas
diferencias.
Principios fundamentales
3. En una sociedad nacional, compuesta
por diferentes grupos humanos, dos son los principios comunes que no es
posible anular, sino que deben ser el fundamento de toda organización
social.
El primer principio es la inalienable
dignidad de cada persona humana, sin distinciones relativas a su origen
racial, étnico, cultural, nacional o a su creencia religiosa. Ninguna
persona existe por sí sola, sino que halla su plena identidad en su
relación con los demás. Lo mismo se puede afirmar de los grupos humanos.
En efecto, éstos tienen derecho a su
identidad colectiva que ha de ser tutelada conforme a la dignidad de
cada uno de sus miembros. Este derecho permanece inalterado incluso en
los casos en los que el grupo, o alguno de sus miembros, actúe contra el
bien común. En estos casos la presunta acción ilícita ha de ser
examinada por la autoridad competente sin que por ello sea condenado
todo el grupo, pues esto va contra la justicia. A su vez, los miembros
de las minorías tienen la obligación de tratar a los demás con el mismo
respeto y sentido de la dignidad.
El segundo principio se refiere a la
unidad básica del género humano, que tiene su origen en un único Dios
creador, el cual, según la expresión de la Sagrada Escritura, «creó, de
un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda
la faz de la tierra» (Act 17, 26). La unidad del género humano
comporta que la humanidad entera, por encima de sus divisiones étnicas,
nacionales, culturales y religiosas constituya una comunidad, sin
discriminación entre los pueblos, y que tienda a la solidaridad
recíproca. La unidad exige también que la diversidad de los miembros de
la familia humana se ponga al servicio de un afianzamiento de la misma
unidad, en vez de ser motivo de división.
La obligación de aceptar y tutelar la
diversidad no corresponde únicamente al Estado o a los grupos. Cada
persona, como miembro de la única familia humana, debe comprender y
respetar el valor de la diversidad entre los hombres y orientarlo al
bien común. Una inteligencia abierta, deseosa de conocer mejor el
patrimonio cultural de las minorías con las que se relaciona,
contribuirá a eliminar las actitudes fundadas en prejuicios que
obstaculizan unas sanas relaciones sociales. Se trata de un proceso que
se ha de seguir constantemente, ya que semejantes actitudes reaparecen,
con mucha frecuencia, bajo nuevas formas.
La paz de la única familia humana
exige un desarrollo constructivo de lo que nos distingue como individuos
y como pueblos, y de lo que representa nuestra propia identidad. Por
otro lado, la paz exige además una disponibilidad por parte de todos los
grupos sociales —estén o no constituidos como Estado—
para contribuir a la edificación de un mundo pacífico. La
micro-comunidad y la macro-comunidad están unidas por unos derechos y deberes
recíprocos, cuya observancia ayuda a consolidar la paz.
Derechos y deberes de las minorías
4. Una de las finalidades del Estado de derecho es que todos los ciudadanos
puedan gozar de la misma dignidad e igualdad ante la ley. No obstante, la
existencia de minorías como grupos identificables dentro un Estado plantea la
cuestión de sus derechos y deberes específicos.
Muchos de estos derechos y deberes
conciernen precisamente a la relación que se establece entre los grupos
minoritarios y el Estado. En algunos casos, los derechos han sido
codificados y las minorías gozan de una tutela jurídica específica. Pero
a veces, incluso donde el Estado asegura dicha tutela, las minorías
sufren discriminaciones y exclusiones de hecho; en tales casos, el
Estado mismo tiene la obligación de promover y favorecer los derechos de
los grupos minoritarios, pues la paz y seguridad interna podrán ser
garantizadas sólo mediante el respeto de los derechos de aquellos que se
hallan bajo su responsabilidad.
5. El primer derecho de las minorías es el derecho a existir.
Este derecho puede no ser tenido en cuenta de modos diversos, pudiendo
llegar hasta el extremo de ser negado mediante formas evidentes o
indirectas de genocidio. El derecho a la vida, en cuanto tal, es un
derecho inalienable, y un Estado que persiga o tolere actos que ponen en
peligro la vida de sus ciudadanos, pertenecientes a grupos minoritarios,
viola la ley fundamental que regula el orden social.
6. El derecho a existir puede también
sufrir menoscabo mediante formas más sutiles. Algunos pueblos,
particularmente los calificados como autóctonos o aborígenes, han tenido
siempre con su tierra una relación especial, que está unida a su misma
identidad, a sus tradiciones tribales, culturales y religiosas. Cuando
las poblaciones indígenas se ven privadas de su tierra pierden un
elemento vital de su existencia y corren el riesgo de desaparecer como
pueblo.
7. Otro derecho que se debe
salvaguardar es el derecho de las minorías a defender y desarrollar su
propia cultura. No es infrecuente el caso de grupos minoritarios en
peligro de extinción cultural. De hecho, en algunos lugares se ha
adoptado una legislación que no les reconoce el derecho al uso de la
propia lengua. A veces, se han impuesto también cambios patronímicos y
toponímicos. En algunas ocasiones, las minorías ven ignoradas sus
expresiones artísticas y literarias, y no encuentran espacio suficiente
en la vida pública para sus fiestas y otras celebraciones; todo esto
puede llevar a la pérdida de una rica herencia cultural. En íntima
relación con este derecho está el de mantener relaciones con los grupos
que tienen una herencia cultural e histórica común y que viven en
territorios de otros Estados.
8. Aquí haré solamente una breve
mención del derecho a la libertad religiosa, ya que ha sido el tema del
Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz del año pasado. Este es un
derecho que, además de a las personas, compete a todas las Comunidades
religiosas, e incluye la libre manifestación tanto individual como
colectiva de la propia convicción religiosa. De todo ello se sigue que
estas minorías han de poder celebrar comunitariamente su culto según sus
propios ritos. Estas mismas minorías deben contar con la posibilidad de
impartir la educación religiosa mediante una enseñanza adecuada, así
como disponer de los medios necesarios.
Es importante además que el Estado
asegure y promueva eficazmente la tutela de la libertad religiosa,
particularmente cuando, junto a una gran mayoría de creyentes de una
religión determinada, existen uno o más grupos minoritarios
pertenecientes a otra confesión.
Por último, se debe garantizar a las
minorías religiosas una justa libertad de intercambios y de relaciones
con otras comunidades, tanto dentro como fuera del propio ámbito
nacional.
9. Los derechos fundamentales de la
persona han sido sancionados en la actualidad en diversos Documentos
internacionales y nacionales. Por esenciales que sean tales instrumentos
jurídicos, no son suficientes sin embargo para superar unos prejuicios y
desconfianzas profundamente arraigados, ni para eliminar aquellos modos
de pensar que inspiran acciones dirigidas contra miembros de grupos
minoritarios. La asimilación de la ley en el comportamiento humano
constituye un proceso lento y profundo, sobre todo de cara a la
eliminación de semejantes actitudes, pero no por ello este proceso es
una tarea menos urgente. No solamente el Estado, sino también cada
persona tiene la obligación de hacer lo posible por alcanzar esta meta:
el Estado, sin embargo, puede jugar un papel importante favoreciendo la
promoción de iniciativas culturales y de intercambios que faciliten la
comprensión mutua, así como la promoción de programas educativos que
ayuden a formar a los jóvenes en el respeto a los demás y a rechazar
todos los prejuicios, muchos de los cuales son fruto de la ignorancia.
Los padres tienen asimismo una gran responsabilidad, ya que los niños
observando aprenden mucho y están inclinados a adoptar las actitudes de
sus padres respecto a otros pueblos y grupos.
No cabe duda de que el desarrollo de
una cultura basada en el respeto a los demás es esencial en la
construcción de una sociedad pacífica; pero desgraciadamente es evidente
que la práctica efectiva de este respeto encuentra actualmente bastantes
dificultades.
En concreto, el Estado debe vigilar
para que no se den nuevas formas de discriminación, como, por ejemplo,
en la búsqueda de vivienda o de empleo. Las medidas de los poderes
públicos en este terreno a menudo son complementadas de modo encomiable
por generosas iniciativas de asociaciones de voluntarios, de
organizaciones religiosas, de personas de buena voluntad, que tratan de
reducir las tensiones y fomentar una mayor justicia social, ayudando a
tantos hermanos y hermanas a encontrar un empleo y una vivienda digna.
10. Surgen problemas delicados cuando
un grupo minoritario presenta determinadas reivindicaciones que tienen
particulares implicaciones políticas. A veces ocurre que el grupo busca
la independencia o, por lo menos, una mayor autonomía política.
Deseo reiterar que en esas
circunstancias delicadas el diálogo y la negociación son el camino
obligado para alcanzar la paz. La disponibilidad de las partes a
aceptarse y a dialogar es un requisito indispensable para llegar a una
solución justa de los complejos problemas que pueden atentar seriamente
la paz. Por el contrario, el rechazo del diálogo puede abrir la puerta a
la violencia.
En algunas situaciones de conflicto,
grupos terroristas se arrogan de modo indebido el derecho exclusivo de
hablar en nombre de las comunidades minoritarias, privándoles así de la
posibilidad de elegir libre y abiertamente sus propios representantes y
de buscar, sin intimidación alguna, las soluciones adecuadas. Además,
los miembros de esas comunidades sufren con demasiada frecuencia a causa
de los actos de violencia cometidos abusivamente en su nombre.
Presten atención cuantos han optado
por la vía inhumana del terrorismo. Atacar indiscriminadamente, matar a
personas inocentes o llevar a cabo represalias sangrientas no favorece
una justa valoración de las reivindicaciones presentadas por las
minorías en favor de las cuales pretenden actuar (cfr. Enc.
Sollicitudo rei socialis, 24).
11. Todo derecho comporta unos deberes
correlativos. Los miembros de los grupos minoritarios tienen también sus
propios deberes respecto a la sociedad y al Estado donde viven; en
primer lugar, el deber de cooperar, al igual que todos los demás
ciudadanos, al bien común. En efecto, las minorías deben ofrecer su
aportación específica para la construcción de un mundo pacífico que
refleje la rica diversidad de todos sus habitantes.
En segundo lugar, el grupo minoritario
tiene el deber de promover la libertad y la dignidad de cada uno de sus
miembros y de respetar las decisiones de cada individuo, incluso cuando
uno de ellos decidiera pasar a la cultura mayoritaria.
En situaciones de manifiesta
injusticia corresponde a los grupos de las minorías emigrados al
extranjero reclamar el respeto de los legítimos derechos para los
miembros de su grupo, que han quedado oprimidos en el lugar de origen e
impedidos de hacer oír su voz. Sin embargo, en estos casos ha de usarse
una gran prudencia y un claro discernimiento, especialmente cuando no se
poseen informaciones objetivas sobre las condiciones de vida de las
poblaciones afectadas.
Todos los miembros de grupos
minoritarios, estén donde estén, han de saber valorar conscientemente el
fundamento de sus reivindicaciones a la luz de la evolución histórica y
de la realidad actual. El no hacerlo comportaría el riesgo de permanecer
prisioneros del pasado y sin perspectivas para el futuro.
Para construir la paz
12. En las reflexiones precedentes se
va delineando el perfil de una sociedad más justa y pacífica, en cuya
irnplantación todos tenemos la responsabilidad de contribuir con el
mayor esfuerzo posible. Su realización requiere un gran empeño por
eliminar no sólo la discriminación manifiesta, sino también todas
aquellas barreras que dividen a los grupos. La reconciliación según la
justicia, respetuosa de las legítimas aspiraciones de todos los que
forman la comunidad, debe ser la norma. En todo, y por encima de todo,
la paciente tarea para tejer una convivencia pacífica encuentra vigor y
realización en un amor que abarca a todos los pueblos. Este amor puede
expresarse en innumerables modos concretos de servicio a la rica
diversidad del género humano, uno en su origen y destino.
La conciencia creciente que hoy se
advierte a todos los niveles ante la situación de las minorías,
constituye en nuestro tiempo un signo de esperanza para las generaciones
futuras y para las aspiraciones de estos grupos minoritarios. De hecho,
el respeto hacia ellos de alguna manera es considerado como un punto de
referencia para una armoniosa convivencia social y como índice de la
madurez civil alcanzada por un País y por sus instituciones. En una
sociedad realmente democrática, el garantizar la participación de las
minorías en la vida pública es signo de elevado progreso civil, lo cual
honra a aquellas naciones en las que se garantiza a todos sus ciudadanos
esa forma de participación en un clima de verdadera libertad.
13. Finalmente, deseo dirigir una
llamada especial a mis hermanas y hermanos en Cristo. Todos sabemos por
la fe independientemente de nuestro origen étnico y de donde vivamos que
en Cristo «unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo
Espíritu», porque hemos llegado a ser «familiares de Dios» (Ef 2,
18 19). Como miembros de la única familia de Dios, no podemos tolerar
divisiones o discriminaciones entre nosotros.
Cuando el Padre envió a su Hijo a la
tierra le confió la misión de la salvación universal. Jesús vino para
que todos « tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10).
Ninguna persona, ningún grupo está excluido de esta misión de amor
unificador que ahora nos ha sido confiada a nosotros. También nosotros
debemos rezar como hizo Jesús concretamente en la víspera de su muerte,
con aquellas sencillas y sublimes palabras: «Como tú, Padre, en mí y yo
en ti, que ellos también sean uno en nosotros». (Jn 17, 21).
Esta plegaria debe constituir también
nuestro programa de vida, nuestro testimonio, pues, como cristianos
tenemos un Padre común, el cual no hace acepción de personas y «ama al
forastero, a quien da pan y vestido» (Dt 10, 18 ).
14. Cuando la Iglesia habla de discriminación en general, o —como en este
Mensaje— de la discriminación particular que afecta a los grupos
minoritarios, se dirige ante todo a sus propios miembros, cualquiera que
sea su posición o responsabilidad en la sociedad. Puesto que en la Iglesia
no puede haber ningún tipo de discriminación, tampoco ningún cristiano puede
conscientemente alentar o apoyar estructuras y actitudes que dividan a
unas personas de otras, a unos grupos de otros. La misma enseñanza debe
aplicarse a quienes hacen uso de la violencia y la apoyan.
15. Al concluir, quisiera expresar mi
cercanía espiritual a los miembros de los grupos minoritarios que aún
sufren. Conozco sus momentos de dolor y los motivos de legítimo orgullo.
Elevo mi plegaria para que las pruebas a las que se ven sometidos cesen
lo antes posible, y que todos puedan gozar de su propios derechos. Por
mi parte, pido el apoyo de la plegaria para que la paz que buscamos sea
cada vez más la verdadera paz, edificada sobre la «piedra angular» (Ef
2, 20-22 ), que es Cristo.
Que Dios os bendiga a todos con el don de su paz y de su amor.
Vaticano, 8 de diciembre de 1988.
JOANNES PAULUS P.P. II