MENSAJE
DEL SANTO PADRE
PARA LA XXIV JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
1 Enero 1991
Los pueblos que forman la única familia humana buscan
hoy, cada vez con mayor frecuencia, el reconocimiento efectivo y la
tutela jurídica de la libertad de conciencia, la cual es esencial para
la libertad de todo ser humano. Con anterioridad he dedicado a diversos
aspectos de esta libertad -que es fundamental para la paz en el mundo-
dos mensajes con ocasión de la Jornada mundial de la Paz.
En el de 1988 invité a reflexionar sobre la libertad
religiosa, pues la garantía del derecho a expresar públicamente y en
todos los ámbitos de la vida civil las propias convicciones religiosas
constituye un elemento indispensable de la convivencia pacífica entre
los hombres. "La paz -escribí en aquella ocasión- hunde las propias
raíces en la libertad y en la apertura de las conciencias a la verdad"
(1). Al año siguiente continué dicha reflexión proponiendo algunos
pensamientos sobre la necesidad de respetar los derechos de las minorías
civiles y religiosas, "una de las cuestiones más delicadas de la
sociedad contemporánea..., porque afecta tanto a la organización de la
vida social y civil dentro de cada país, como a la vida de la comunidad
internacional" (2). Este año deseo considerar específicamente la
importancia del respeto de la conciencia de cada persona, como
fundamento necesario para la paz en el mundo.
I. Libertad de conciencia y paz
Los acontecimientos del pasado año, en efecto, han dado una nueva
urgencia a la necesidad de emprender pasos concretos con el fin de
asegurar el pleno respeto de la libertad de conciencia, tanto en el
plano jurídico como en el de las relaciones humanas. Tales cambios
rápidos atestiguan de modo muy claro que la persona no puede ser tratada
como si fuera un objeto, que es movido exclusivamente por fuerzas ajenas
a su control. Por el contrario, ésta, a pesar de su fragilidad, es capaz
de buscar y de conocer libremente el bien, de detectar y rechazar el
mal, de escoger la verdad y de oponerse al error. En efecto, Dios,
creando la persona humana, ha inscrito en su corazón una ley que cada
uno puede descubrir (cf. Rm 2, 15), y la conciencia es
precisamente la capacidad de discernir y obrar según esta ley, en cuya
obediencia consiste la dignidad humana (3).
Ninguna autoridad humana tiene el derecho de intervenir en la
conciencia de ningún hombre. Esta es también testigo de la
transcendencia de la persona frente a la sociedad, y, en cuanto tal,
es inviolable. Sin embargo, no es algo absoluto, situado por encima de
la verdad y el error; es más, su naturaleza íntima implica una
relación con la verdad objetiva, universal e igual para todos, la
cual todos pueden y deben buscar. En esta relación con la verdad
objetiva la libertad de conciencia encuentra su justificación, como
condición necesaria para la búsqueda de la verdad digna del hombre y
para la adhesión a la misma, cuando ha sido adecuadamente conocida. Esto
implica, a su vez, que todos deben respetar la conciencia de cada uno y
no tratar de imponer a nadie la propia "verdad", respetando el derecho
de profesarla, y sin despreciar por ello a quien piensa de modo diverso.
La verdad no se impone sino en virtud de sí misma.
Negar a una persona la plena libertad de conciencia y, en particular,
la libertad de buscar la verdad o intentar imponer un modo particular de
comprenderla, va contra el derecho más íntimo. Además, esto provoca un
agravarse de la animosidad y de las tensiones, que corren el riesgo de
desembocar o en relaciones difíciles y hostiles dentro de la sociedad o
incluso en conflicto abierto. Es, finalmente, a nivel de conciencia
como se presenta y puede afrontarse más eficazmente el problema de
asegurar una paz sólida y duradera.
II. La verdad absoluta se encuentra sólo en Dios
La garantía de la existencia de la verdad objetiva está en Dios,
Verdad absoluta, y la búsqueda de la verdad se identifica, en el plano
objetivo, con la búsqueda de Dios. Bastaría esto para demostrar la
estrecha relación existente entre libertad de conciencia y libertad
religiosa. Por otra parte, de este modo se explica por qué la
negación sistemática de Dios y la institución de un régimen del que esta
negación es un elemento constitutivo, son diametralmente contrarias a la
libertad de conciencia, como también a la libertad de religión. Quien,
por el contrario, reconoce la relación entre la verdad última y Dios
mismo, reconocerá también a los no creyentes el derecho -además del
deber-, de la búsqueda de la verdad, que podrá conducirlos al
descubrimiento del misterio divino y a su humilde aceptación.
III. Formación de la conciencia
Todo individuo tiene el grave deber de formar la propia conciencia
a la luz de la verdad objetiva, cuyo conocimiento no es negado a
nadie, ni puede ser impedido por nadie. Reivindicar para sí mismos el
derecho de obrar según la propia conciencia, sin reconocer, al mismo
tiempo, el deber de tratar de conformarla a la verdad y a la ley
inscrita en nuestros corazones por Dios mismo, quiere decir, en
realidad, hacer prevalecer la propia opinión limitada, lo cual está muy
lejos de constituir una contribución válida a la causa de la paz en el
mundo. Por el contrario, la verdad hay que perseguirla apasionadamente y
vivirla al máximo de la propia capacidad. Esta búsqueda sincera de la
verdad lleva no sólo a respetar la búsqueda de los demás, sino también
al deseo de buscarla juntos.
En la importante tarea de la formación de la conciencia, la
familia juega un papel prioritario. Es un grave deber de los padres
ayudar a los propios hijos, desde la más tierna edad, a buscar la verdad
y a vivir en conformidad con la misma, a buscar el bien y a fomentarlo.
Además, es fundamental para la formación de la conciencia la
escuela, en la que el niño y el joven entran en contacto con un
mundo más vasto y, con frecuencia, diverso del ambiente familiar. La
educación, en efecto, nunca es moralmente indiferente, incluso cuando
intenta proclamar su "neutralidad" ética y religiosa. El modo en que los
niños y los jóvenes son formados y educados refleja necesariamente
algunos valores, que influyen sobre el modo con que ellos se inclinan a
comprender a los demás y a la sociedad entera. Por consiguiente, en
sintonía con la naturaleza y la dignidad de la persona humana y con la
ley de Dios, los jóvenes, en su itinerario escolar, deben ser ayudados a
discernir y a buscar la verdad, a aceptar las exigencias y los límites
de la verdadera libertad, y a aceptar el correspondiente derecho de los
demás.
La formación de la conciencia queda comprometida si falta una
profunda educación religiosa. ¿Cómo podrá un joven comprender
plenamente las exigencias de la dignidad humana sin hacer referencia a
la fuente de esta dignidad, a Dios creador? A este respecto, el papel de
la familia, de la Iglesia católica, de las comunidades cristianas y de
las otras instituciones religiosas continúa siendo primordial; y el
Estado, conforme a las normas y declaraciones internacionales (4) debe
asegurar y facilitar sus derechos en este campo. A su vez, la familia y
las comunidades religiosas deben valorar y profundizar cada vez más su
preocupación por la persona humana y sus valores objetivos.
Entre las otras muchas instituciones y organismos que desempeñan un
papel específico en la formación de la conciencia, hay que recordar
también los medios de comunicación social. En un mundo de
comunicaciones rápidas como el actual, estos medios pueden desempeñar un
papel muy importante, y hasta esencial, en el promover la búsqueda de la
verdad, evitando presentar únicamente los intereses limitados de esta o
aquella persona, de este o aquel grupo o ideología. Tales medios
constituyen con frecuencia la única fuente de información para un número
cada vez mayor de personas. Por tanto ¡cómo deben ser usados de modo
responsable al servicio de la verdad!
IV. La intolerancia, una seria amenaza para la paz
Una seria amenaza para la paz la representa la intolerancia, que se
manifiesta en el rechazo de la libertad de conciencia de los demás. Por
las vicisitudes históricas sabemos dolorosamente los excesos a que puede
conducir esta intolerancia.
La intolerancia puede insinuarse en cada aspecto de la vida social,
manifestándose en la marginación u opresión de las personas o minorías,
que tratan de seguir la propia conciencia en lo que se refiere a sus
legítimos modos de vivir. La intolerancia en la vida pública no deja
espacio a la pluralidad de las opciones políticas o sociales, imponiendo
de esta manera a todos una visión uniforme de la organización civil y
cultural.
Por lo que se refiere a la intolerancia religiosa, no se puede negar
que, a pesar de la enseñanza constante de la Iglesia católica, según la
cual nadie debe ser obligado a creer (5), en el curso de los siglos han
surgido no pocas dificultades y conflictos entre los cristianos y los
miembros de otras religiones (6). El Concilio Vaticano II lo ha
reconocido formalmente afirmando que "en la vida del pueblo de Dios,
peregrino a través de los avatares de la historia humana, se ha dado a
veces un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico" (7).
Todavía hoy queda mucho por hacer para superar la intolerancia
religiosa, la cual, en diversas partes del mundo, va estrechamente
ligada a la opresión de las minorías. Por desgracia, hemos asistido a
intentos de imponer una particular convicción religiosa, bien
directamente mediante un proselitismo que recurre a medios de coacción
verdadera y propia, bien indirectamente mediante la negación de ciertos
derechos civiles o políticos. Son bastante delicadas las situaciones en
las que una norma específicamente religiosa viene a ser, o trata de
serlo, ley del Estado, sin que se tenga en debida cuenta la distinción
entre las competencias de la religión y las de la sociedad política.
Identificar la ley religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la
libertad religiosa e incluso limitar o negar otros derechos humanos
inalienables. A este respecto, deseo repetir lo que afirmé en el mensaje
para la Jornada de la Paz de 1988: "Aun en el caso de que un Estado
atribuya una especial posición jurídica a una determinada religión, es
justo que se reconozca legalmente y se respete efectivamente el derecho
de libertad de conciencia de todos los ciudadanos, así como el de los
extranjeros que residen en él, aunque sea temporalmente, por motivos de
trabajo o de otra índole" (8). Esto vale también para los derechos
civiles y políticos de las minorías y para aquellas situaciones en que
un laicismo exasperado, en nombre del respeto de la conciencia, impide
de hecho a los creyentes profesar públicamente la propia fe.
La intolerancia puede ser también fruto de un cierto fundamentalismo,
que constituye una tentación frecuente. Esto puede conducir fácilmente a
graves abusos, como la supresión radical de toda pública manifestación
de diferencia o, incluso, el rechazo de la libertad de expresión en
cuanto tal. El fundamentalismo puede llevar también a la exclusión del
otro en la vida civil; y, en el campo religioso, a medidas coercitivas
de "conversión". Por mucha estima que se tenga a la verdad de
la propia religión, esto no da a ninguna persona o grupo el derecho de
intentar reprimir la libertad de conciencia de quienes tienen otras
convicciones religiosas o de inducirlos a falsear su conciencia ofreciendo
o negando determinados privilegios y derechos sociales si cambian la propia
religión. En otros casos se llega a impedir a las personas, incluso con la
aplicación de severas medidas penales, el poder escoger libremente una
religión diversa de aquella a la que pertenecen. Tales manifestaciones de
intolerancia evidentemente no promueven la paz en el mundo.
Para eliminar los efectos de la intolerancia no basta "proteger" las
minorías étnicas o religiosas, reduciéndolas así a la categoría de
menores civiles o de individuos bajo la tutela del Estado. Esto podría
traducirse en una forma de discriminación que obstaculiza, es más, que
impide el desarrollo de una sociedad armónica y pacífica. Por el
contrario, ha de ser reconocido y garantizado el derecho insoslayable
de seguir la propia conciencia y de profesar y practicar,
solos o comunitariamente, la propia fe, con tal de que no sean
violadas las exigencias del orden público.
Paradójicamente, quienes con anterioridad han sido víctimas de
diversas formas de intolerancia pueden correr el riesgo de crear, a su
vez, nuevas situaciones de intolerancia. El final de largos períodos de
represión en algunas partes del mundo, durante los cuales no ha sido
respetada la conciencia de cada uno y ha sido sofocado lo más precioso
de la persona, no puede ser ocasión para nuevas formas de intolerancia,
por muy difícil que se presente la reconciliación con el antiguo opresor.
La libertad de conciencia, rectamente entendida, por su
misma naturaleza está siempre ordenada a la verdad. Por
consiguiente, ella conduce no a la intolerancia, sino a la tolerancia y
a la reconciliación. Esta tolerancia no es una virtud pasiva, pues tiene
sus raíces en un amor operante y tiende a transformarse y convertirse en
un esfuerzo positivo para asegurar la libertad y la paz a todos.
V. La libertad religiosa, una fuerza para la paz
La importancia de la libertad religiosa me lleva a afirmar de nuevo
que el derecho a la libertad religiosa no es simplemente uno más entre
los derechos humanos; "éste es el más fundamental, porque la dignidad de
cada una de las personas tiene su fuente primera en la relación esencial
con Dios Creador y Padre, a cuya imagen y semejanza fue creada, por lo
que está dotada de inteligencia y de libertad" (9). "La libertad
religiosa, exigencia ineludible de la dignidad de cada hombre, es una
piedra angular del edificio de los derechos humanos" (10), y, por esto,
es la expresión más profunda de la libertad de conciencia.
No se puede negar que el derecho a la libertad religiosa concierne a
la identidad misma de la persona. Uno de los aspectos más
significativos, que caracterizan al mundo actual, es el papel de la
religión en el despertar de los pueblos y en la búsqueda de la libertad.
En muchos casos ha sido la fe religiosa la que ha mantenido intacta e
incluso reforzado la identidad de pueblos enteros. En aquellas naciones
donde la religión ha sido obstaculizada o, incluso, perseguida con el
propósito de relegarla entre los fenómenos superados del pasado, esta
misma fe se ha manifestado nuevamente como potente fuerza liberadora.
La fe religiosa es tan importante para los pueblos y los individuos,
que en muchos casos se está dispuesto a cualquier sacrificio para
salvaguardarla. En efecto, todo intento de reprimir o eliminar lo que
más aprecia una persona, corre el riesgo de terminar en rebelión abierta
o latente.
VI. Necesidad de un orden legal justo
A pesar de las diversas declaraciones en campo nacional e
internacional que proclaman el derecho a la libertad de conciencia y de
religión, se dan todavía numerosos intentos de represión religiosa. Sin
una concomitante garantía jurídica, mediante instrumentos apropiados,
dichas declaraciones, muy a menudo están destinadas a ser letra muerta.
Son dignos de aprecio, por tanto, los renovados esfuerzos que se están
llevando a cabo para dar mayor vigor al régimen legal existente (11)
mediante la creación de instrumentos nuevos y eficaces, idóneos para la
consolidación de la libertad religiosa. Esta plena protección legal debe
excluir de modo efectivo toda forma de coacción religiosa, que es un
serio obstáculo para la paz; pues "esta libertad consiste en que todos
los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de
personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad
humana, y esto de tal manera, que en materia religiosa ni se obligue a
nadie a obrar contra su conciencia ni se le impida que actúe conforme a
ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los
límites debidos" (12).
El momento histórico actual hace urgente el reforzamiento de los
instrumentos jurídicos adecuados para la promoción de la libertad de
conciencia también en el campo político y social. A este respecto, el
desarrollo gradual y constante de un régimen legal reconocido
internacionalmente podrá constituir una de las bases más seguras en
favor de la paz y del justo progreso de la humanidad. Al mismo tiempo,
es esencial que se tomen iniciativas paralelas, a nivel nacional y
regional, con el fin de asegurar que todas las personas, donde sea que
se encuentren, estén protegidas por unas normas legales reconocidas en
el ámbito internacional.
El Estado tiene el deber de reconocer no sólo la libertad fundamental
de conciencia, sino de promoverla, pero siempre a la luz de la ley moral
natural y de las exigencias del bien común, además del pleno respeto de
la dignidad de cada hombre. A este propósito, es útil recordar que la
libertad de conciencia no da derecho a una práctica indiscriminada de la
objeción de conciencia. Cuando una pretendida libertad se transforma en
facultad o pretexto para limitar los derechos de los demás, el Estado
tiene la obligación de proteger, aun legalmente, los derechos
inalienables de sus ciudadanos contra tales abusos.
Quiero dirigir una particular y apremiante llamada a cuantos ocupan
puestos de responsabilidad pública -ya sean jefes de Estado o de
Gobierno, legisladores, magistrados y otros- para que aseguren con los
medios necesarios la auténtica libertad de conciencia de todos
los que residen en el ámbito de su jurisdicción, con particular atención
a los derechos de las minorías. Ello, además de ser un deber de
justicia, es indispensable para promover el desarrollo de una sociedad
pacífica y armónica. Por último, parece casi superfluo volver a afirmar
que los Estados tienen la estricta obligación moral y legal de respetar
los acuerdos internacionales que hayan suscrito.
VII. Una sociedad y un mundo pluralista
La existencia de normas internacionales reconocidas no excluye que
puedan darse ciertos regímenes o sistemas de gobierno relativos a una
específica realidad sociocultural. Estos regímenes, no obstante, deben
asegurar una plena libertad de conciencia a todos los ciudadanos, y de
ninguna manera pueden ser un pretexto para negar o limitar los derechos
reconocidos universalmente.
Esto es tanto más cierto si se considera que en el mundo actual
raramente toda la población de un país pertenece a una misma convicción
religiosa o a un mismo grupo étnico o cultura. Las migraciones masivas y
los movimientos de población están conduciendo en diversas partes del
mundo a una sociedad multicultural y multirreligiosa. En este contexto,
el respeto de la conciencia de todos asume una nueva urgencia y presenta
nuevos desafíos a la sociedad en sus sectores y estructuras, así como a
los legisladores y gobernantes.
¿Cómo habrán de respetarse en un país las diferentes tradiciones,
costumbres y modos de vida, deberes religiosos, manteniendo la
integridad de la propia cultura? ¿Cómo una cultura socialmente dominante
debe aceptar e integrar nuevos elementos sin perder su identidad o
provocar fricciones? La respuesta a estas arduas preguntas se puede
hallar en una educación que preste particular atención al respeto de
la conciencia del otro, mediante el conocimiento de otras culturas y
religiones y la adecuada comprensión de las diversidades existentes.
¿Qué mejor medio de unidad en la diversidad que el esfuerzo de todos en
la búsqueda común de la paz y en la solidaria afirmación de la libertad,
que ilumina y valora la conciencia de cada uno? Es de desear también,
para una ordenada convivencia civil, que las diversas culturas
existentes se respeten y enriquezcan mutuamente. Un verdadero esfuerzo
de inculturación favorece también la comprensión recíproca entre las
religiones.
En el ámbito de esta comprensión entre las religiones se ha
conseguido mucho en los últimos años para promover una colaboración
activa en las tareas que la humanidad debe afrontar conjuntamente sobre
la base de tantos valores que las grandes religiones tienen en común.
Deseo alentar esta colaboración allí donde sea posible, así como los
diálogos formales actualmente en curso entre los representantes de los
mayores grupos religiosos. A este respecto, la Santa Sede cuenta con un
organismo -el Pontificio Consejo para el diálogo interreligioso- cuya
finalidad específica es la de promover el diálogo y la colaboración con
las demás religiones, pero siempre con absoluta fidelidad a la identidad
católica y con pleno respeto a la de los otros.
Tanto la colaboración como el diálogo interreligioso, cuando se dan
en un clima de confianza, de respeto y sinceridad, representan una
contribución para la paz. "El hombre tiene necesidad de desarrollar
su espíritu y su conciencia. Esto es lo que a menudo le falta al
hombre de hoy. El olvido de los valores y la crisis de identidad por la
que atraviesa nuestro mundo nos obligan a una superación y a un renovado
esfuerzo de búsqueda y de interpelación. La luz interior que nacerá así
en nuestra conciencia permitirá dar un sentido al desarrollo, orientarlo
hacia el bien del hombre, de cada hombre y de todos los hombres, según
el plan de Dios" (13). Esta búsqueda común, a la luz de la ley de la
conciencia y de los preceptos de la propia religión, afrontando también
las causas de las actuales injusticias sociales y de las guerras, pondrá
una base sólida para colaborar en la búsqueda de las soluciones
necesarias.
La Iglesia católica se ha esforzado decididamente en alentar toda
forma de colaboración leal para la promoción de la paz. Ella seguirá
prestando sobre todo su ayuda específica a esta colaboración, educando
las conciencias de sus miembros a la apertura hacia los demás, al
respeto hacia el otro, a la tolerancia, que va unida a la búsqueda de la
verdad, así como a la solidaridad (14).
VIII. La conciencia y el cristiano
Al estar obligados a seguir la propia conciencia en la búsqueda de la
verdad, los discípulos de Jesucristo saben que no se debe confiar sólo
en la propia capacidad de discernimiento moral. La revelación ilumina
sus conciencias y les ayuda a conocer el gran don de Dios al hombre: la
libertad (15). Dios no sólo ha inscrito la ley natural en el corazón de
cada uno, "el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que se
siente a solas con Dios" (16), sino que ha revelado su ley en la
Escritura. En ella se halla la invitación o, más bien, el mandato de
amar a Dios y de observar su ley.
El nos ha dado a conocer su voluntad. Nos ha revelado sus
mandamientos, poniéndonos delante "vida y felicidad, muerte y
desgracia", y nos invita a "elegir la vida...amando a Yahveh nuestro
Dios, escuchando su voz, uniéndonos a él; pues en eso está nuestra vida,
así como la prolongación de nuestros días" (17). Él, en la plenitud
de su amor, respeta la libre elección de la persona sobre los
valores supremos que está buscando y de este modo manifiesta su pleno
respeto por el don precioso de la libertad de conciencia. De ello
son testigos sus mismas leyes, expresión completa de su voluntad y de su
total disconformidad con el mal moral, y con la cual quiere orientar
precisamente la búsqueda del fin último, porque tienden a favorecer el
ejercicio de la libertad, no a impedirlo.
Pero no bastó a Dios manifestar su grande amor por la creación y por
el hombre. "Tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el
que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna... El que obra la
verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están
hechas según Dios" (18). El Hijo no dudó en proclamar que era la Verdad
(19), y asegurarnos que esta Verdad nos haría libres (20).
En la búsqueda de la verdad el cristiano se orienta por la revelación
divina, que en Cristo está presente en toda su plenitud. Cristo ha
confiado a la Iglesia la misión de anunciar esta verdad y la Iglesia
tiene el deber de serle fiel. Como sucesor de Pedro, mi quehacer más
grave es precisamente asegurar esta constante fidelidad, confirmando a
mis hermanos y hermanas en su propia fe (21).
El cristiano, más que cualquier otra persona, debe sentirse obligado
a conformar la propia conciencia con la verdad. Ante el esplendor
del don gratuito de la revelación de Dios en Cristo, ¡cuán humilde y
atenta, por su parte, debe ser la escucha de la voz de la conciencia!
¡Cuánto debe desconfiar el cristiano de su limitada luz, cuán dispuesto
debe estar a aprender y qué lento en condenar! Una de las tentaciones
que se repite en cada época -también entre los cristianos- es la de
erigirse en norma de la verdad. En una época caracterizada por el
individualismo, esta tentación puede tener diversas expresiones. La
contraseña de quien está en la verdad es, sin embargo, amar con
humildad. Así lo proclama la palabra divina: La verdad se realiza en la
caridad (22).
Por tanto, por la misma verdad que profesamos, estamos llamados a
promover la unidad y no la división, la reconciliación y no el odio o la
intolerancia. La gratuidad de nuestro acceso a la verdad conlleva la
responsabilidad de proclamar sólo aquella verdad que conduce a la
libertad y a la paz para todos: la Verdad encarnada en Jesucristo.
Al final de este mensaje, invito a todos a reflexionar sobre la
necesidad de respetar la conciencia de cada uno en el propio ambiente y
a la luz de sus responsabilidades específicas. En cada campo de la vida
social, cultural y política el respeto de la libertad de conciencia,
ordenada a la verdad, encuentra variadas, importantes e inmediatas
aplicaciones. Buscando juntos la verdad, en el respeto de la conciencia
de los demás, podremos avanzar por los caminos de la libertad, que
llevan a la paz, según el designio de Dios.
Vaticano, 8 de diciembre de 1990.
NOTAS:
( 1) Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1988. Introducción
( 2) Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1989, 1.
( 3) Cf. Const. past. Gaudium et spes, 16.
( 4) Cf. Declaración de la Organización de las Naciones Unidas del 1981 sobre
la eliminación de toda forma de intolerancia y de discriminación basada
en la religión o en la convicción, art. 1.
( 5) Cf. Decl. Dignitatis humanae, 12.
( 6) Cf. Decl. Nostra aetate, 3.
( 7) Decl. Dignitatis humanae, 12.
( 8) N. 1.
( 9) Discurso a los participantes en el V Coloquio jurídico organizado por la
Pontificia Universidad Lateranense, 10 de marzo de 1984, 5.
(10) Mensaje para la Jornada mundial de la paz, 1988. Introducción.
(11) Cf. Declaración universal de los derechos humanos, art. 18; Acta
final de Helsinki, 1, a) VIII; Convención sobre los derechos del
niño, art. 14.
(12) Decl. Dignitatis humanae, 2.
(13) Discurso a los jóvenes musulmanes, Casablanca, 19 de agosto de
1985, 9: AAS 78 (1986) , págs. 101-102.
(14) Cf. Discurso al Cuerpo diplomático, 11 de enero de 1986, 12.
(15) Cf. Eclo 17, 6.
(16) Const. past. Gaudium et spes, 16.
(17) Cf. Dt 30, 15. 19-20.
(18) Jn 3, 16. 21.
(19) Cf. Jn 14, 6.
(20) Cf. Jn 8, 32.
(21) Cf. Lc 22, 32.
(22) Cf. Ef 4, 15.