MENSAJE
DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
PARA LA XXVIII JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
LA MUJER: EDUCADORA PARA LA PAZ
1 Enero 1995
1. Al comienzo de 1995, con la mirada puesta en el nuevo milenio ya
cercano, dirijo una vez más a todos vosotros, hombres y mujeres de buena
voluntad, mi llamada angustiada por la paz en el mundo.
La violencia que tantas personas y pueblos continúan sufriendo, las
guerras que todavía ensangrentan numerosas partes del mundo, la
injusticia que pesa sobre la vida de continentes enteros no pueden ser
toleradas por más tiempo.
Es hora de pasar de las palabras a los hechos: los ciudadanos y las
familias, los creyentes y las Iglesias, los Estados y los Organismos
Internacionales, ¡todos se sientan llamados a colaborar con renovado
empeño en la promoción de la paz!
Sabemos bien cuán difícil es esta tarea. En efecto, para que sea
eficaz y duradera, no puede limitarse a los aspectos exteriores de la
convivencia, sino que debe incidir sobre todo en los ánimos y fomentar
una nueva conciencia de la dignidad humana. Es necesario reafirmarlo con
fuerza: una verdadera paz no es posible si no se promueve, a todos los
niveles, el reconocimiento de la dignidad de la persona humana,
ofreciendo a cada individuo la posibilidad de vivir de acuerdo con esta
dignidad. "En toda convivencia humana bien ordenada y provechosa hay que
establecer como fundamento el principio de que todo ser humano es
persona, esto es, naturaleza dotada de inteligencia y de libre albedrío,
y que, por tanto, el hombre tiene por sí mismo derechos y deberes, que
dimanan inmediatamente y al mismo tiempo de su propia naturaleza. Estos
derechos y deberes son, por ello, universales e inviolables y no pueden
renunciarse por ningún concepto"(1).
Esta verdad sobre el hombre es la clave para la solución de todos los
problemas que se refieren a la promoción de la paz. Educar en esta
verdad es uno de los caminos más fecundos y duraderos para consolidar el
valor de la paz.
Las mujeres y la educación para la paz
2. Educar para la paz significa abrir las mentes y los corazones para
acoger los valores indicados por el Papa Juan XXIII en la Encíclica
Pacem in terris como básicos para una sociedad pacífica: la verdad, la
justicia, el amor, la libertad(2). Se trata de un proyecto educativo que
abarca toda la vida y dura toda la vida. Hace de la persona un ser
responsable de sí misma y de los demás, capaz de promover, con valentía
e inteligencia, el bien de todo el hombre y de todos los hombres, como
señaló también el Papa Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio(3).
Esta formación para la paz será tanto más eficaz, cuanto más convergente
sea la acción de quienes, por razones diversas, comparten
responsabilidades educativas y sociales. El tiempo dedicado a la
educación es el mejor empleado, porque es decisivo para el futuro de la
persona y, por consiguiente, de la familia y de la sociedad entera.
En este sentido, deseo dirigir mi Mensaje para esta Jornada de la Paz
especialmente a las mujeres, pidiéndoles que sean educadoras para la paz
con todo su ser y en todas sus actuaciones: que sean testigos,
mensajeras, maestras de paz en las relaciones entre las personas y las
generaciones, en la familia, en la vida cultural, social y política de
las naciones, de modo particular en las situaciones de conflicto y de
guerra. ¡Que puedan continuar el camino hacia la paz ya emprendido antes
de ellas por otras muchas mujeres valientes y clarividentes!
En comunión de amor
3. Esta llamada dirigida particularmente a la mujer para que sea
educadora de paz se basa en la consideración de que "Dios le confía de
modo especial el hombre, es decir, el ser humano"(4). Esto, sin embargo,
no ha de entenderse en sentido exclusivo, sino más bien según la lógica
de funciones complementarias en la común vocación al amor, que llama a
los hombres y a las mujeres a aspirar concordemente a la paz y a
construirla juntos. En efecto, desde las primeras páginas de la Biblia
está expresado admirablemente el proyecto de Dios: El ha querido que
entre el hombre y la mujer se estableciera una relación de profunda
comunión, en la perfecta reciprocidad de conocimiento y de don(5). El
hombre encuentra en la mujer una interlocutora con quien dialogar en
total igualdad. Esta aspiración, no satisfecha por ningún otro ser
viviente, explica el grito de admiración que salió espontáneamente de la
boca del hombre cuando la mujer, según el sugestivo simbolismo bíblico,
fue formada de una costilla suya. "Esta vez sí que es hueso de mis
huesos y carne de mi carne" (Gn 2,23). ¡Es la primera exclamación de
amor que resonó sobre la tierra!
Si el hombre y la mujer están hechos el uno para el otro, esto no
quiere decir que Dios los haya creado incompletos. Dios "los ha creado
para una comunión de personas, en la que cada uno puede ser "ayuda" para
el otro porque son a la vez iguales en cuanto personas ("hueso de mis
huesos...") y complementarios en cuanto masculino y femenino"(6).
Reciprocidad y complementariedad son las dos características
fundamentales de la pareja humana.
4. Lamentablemente, una larga historia de pecado ha perturbado y
continúa perturbando el designio original de Dios sobre la pareja, sobre
el "ser-hombre" y el "ser-mujer", impidiéndoles su plena realización. Es
preciso volver a este designio, anunciándolo con fuerza, para que sobre
todo las mujeres, que han sufrido más por esta realización frustrada,
puedan finalmente mostrar en plenitud su feminidad y su dignidad.
Es verdad que las mujeres en nuestro tiempo han dado pasos
importantes en esta dirección, logrando estar presentes en niveles
relevantes de la vida cultural, social, económica, política y,
obviamente, en la vida familiar. Ha sido un camino difícil y complicado
y, alguna vez, no exento de errores, aunque sustancialmente positivo,
incluso estando todavía incompleto por tantos obstáculos que, en varias
partes de mundo, se interponen a que la mujer sea reconocida, respetada
y valorada en su peculiar dignidad(7). En efecto, la construcción de la
paz no puede prescindir del reconocimiento y de la promoción de la
dignidad personal de las mujeres, llamadas a desempeñar una misión
verdaderamente insustituible en la educación para la paz. Por esto
dirijo a todos una apremiante invitación a reflexionar sobre la
importancia decisiva del papel de las mujeres en la familia y en la
sociedad, y a escuchar las aspiraciones de paz que ellas expresan con
palabras y gestos y, en los momentos más dramáticos, con la elocuencia
callada de su dolor.
Mujeres de paz
5. Para educar a la paz, la mujer debe cultivarla ante todo en sí
misma. La paz interior viene del saberse amados por Dios y de la
voluntad de corresponder a su amor. La historia es rica en admirables
ejemplos de mujeres que, conscientes de ello, han sabido afrontar con
éxito difíciles situaciones de explotación, de discriminación, de
violencia y de guerra.
Muchas mujeres, debido especialmente a condicionamientos sociales y
culturales, no alcanzan una plena conciencia de su dignidad. Otras son
víctimas de una mentalidad materialista y hedonista que las considera un
puro instrumento de placer y no duda en organizar su explotación a
través de un infame comercio, incluso a una edad muy temprana. A ellas
se ha de prestar una atención especial sobre todo por parte de aquellas
mujeres que, por educación y sensibilidad, son capaces de ayudarlas a
descubrir la propia riqueza interior. Que las mujeres ayuden a las
mujeres, sirviéndose de la preciosa y eficaz aportación que
asociaciones, movimientos y grupos, muchos de ellos de inspiración
religiosa, han sabido ofrecer para este fin.
6. En la educación de los hijos la madre juega un papel de
primerísimo rango. Por la especial relación que la une al niño sobre
todo en los primeros años de vida, ella le ofrece aquel sentimiento de
seguridad y confianza sin el cual le sería difícil desarrollar
correctamente su propia identidad personal y, posteriormente, establecer
relaciones positivas y fecundas con los demás. Esta relación originaria
entre madre e hijo tiene además un valor educativo muy particular a
nivel religioso, ya que permite orientar hacia Dios la mente y el
corazón del niño mucho antes de que reciba una educación religiosa
formal.
En esta tarea, decisiva y delicada, no se debe dejar sola a ninguna
madre. Los hijos tienen necesidad de la presencia y del cuidado de ambos
padres, quienes realizan su misión educativa principalmente a través del
influjo de su comportamiento. La calidad de la relación que se establece
entre los esposos influye profundamente sobre la psicología del hijo y
condiciona no poco sus relaciones con el ambiente circundante, como
también las que irá estableciendo a lo largo de su existencia.
Esta primera educación es de capital importancia. Si las relaciones
con los padres y con los demás miembros de la familia están marcadas por
un trato afectuoso y positivo, los niños aprenden por experiencia
directa los valores que favorecen la paz: el amor por la verdad y la
justicia, el sentido de una libertad responsable, la estima y respeto
del otro. Al mismo tiempo, creciendo en un ambiente acogedor y cálido,
tienen la posibilidad de percibir, reflejado en sus relaciones
familiares, el amor mismo de Dios y esto les hace madurar en un clima
espiritual capaz de orientarlos a la apertura hacia los demás y al don
de sí mismos al prójimo. La educación para la paz, naturalmente,
continúa en cada período del desarrollo y se debe cultivar
particularmente en la difícil etapa de la adolescencia, en la que el
paso de la infancia a la edad adulta no está exento de riesgos para los
adolescentes, llamados a tomar decisiones definitivas para la vida.
7. Frente al desafío de la educación, la familia se presenta como "la
primera y fundamental escuela de socialidad"(8), la primera y
fundamental escuela de paz. Por tanto, no es difícil intuir las
dramáticas consecuencias que encuentran cuando la familia está marcada
por crisis profundas que minan o incluso destruyen su equilibrio
interno. Con frecuencia, en estas circunstancias, las mujeres son
abandonadas. Es necesario que, justo entonces, sean ayudadas
adecuadamente no sólo por la solidaridad concreta de otras familias,
comunidades de carácter religioso, grupos de voluntariado, sino también
por el Estado y las Organizaciones Internacionales mediante apropiadas
estructuras de apoyo humano, social y económico que les permitan hacer
frente a las necesidades de los hijos, sin ser forzadas a privarlos
excesivamente de su presencia indispensable .
8. Otro serio problema se produce allí donde perdura la intolerable
costumbre de discriminar, desde los primeros años, niños y niñas. Si las
niñas, ya en la más tierna edad, son marginadas o consideradas de menor
valor, sufrirá un grave menoscabo la conciencia de su dignidad y se verá
comprometido inevitablemente su desarrollo armónico. La discriminación
inicial repercutirá en toda su existencia, impidiéndolas su plena
inserción en la vida social.
¿Cómo no reconocer pues y alentar la obra inestimable de tantas
mujeres, como también de tantas Congregaciones religiosas femeninas, que
en los distintos continentes y en cada contexto cultural hacen de la
educación de las niñas y de las mujeres el objetivo principal de su
servicio? ¿Cómo no recordar además con agradecimiento a todas las
mujeres que han trabajado y continúan trabajando en el campo de la
salud, con frecuencia en circunstancias muy precarias, logrando a menudo
asegurar la supervivencia misma de innumerables niñas?
Las mujeres, educadoras de paz social
9. Cuando las mujeres tienen la posibilidad de transmitir plenamente
sus dones a toda la comunidad, cambia positivamente el mismo modo de
comprenderse y organizarse la sociedad, llegando a reflejar mejor la
unidad sustancial de la familia humana. Esta es la premisa más valiosa
para la consolidación de una paz auténtica. Supone, por tanto, un
progreso beneficioso la creciente presencia de las mujeres en la vida
social, económica y política a nivel local, nacional e internacional.
Las mujeres tienen pleno derecho a insertarse activamente en todos los
ámbitos públicos y su derecho debe ser afirmado y protegido incluso por
medio de instrumentos legales donde se considere necesario.
Sin embargo, este reconocimiento del papel público de las mujeres no
debe disminuir su función insustituible dentro de la familia: aquí su
aportación al bien y al progreso social, aunque esté poco considerada,
tiene un valor verdaderamente inestimable. A este respecto, nunca me
cansaré de pedir que se den pasos decisivos hacia adelante de cara al
reconocimiento y a la promoción de tan importante realidad.
10. Asistimos hoy, atónitos y preocupados, al dramático "crecimiento"
de todo tipo de violencia; no sólo individuos aislados, sino grupos
enteros parecen haber perdido toda forma de respeto a la vida humana.
Las mujeres e incluso los niños están, desgraciadamente, entre las
víctimas más frecuentes de esta violencia ciega. Se trata de formas
execrables de barbarie que repugnan profundamente a la conciencia
humana.
A todos se nos pide que hagamos lo posible por alejar de la sociedad
no sólo la tragedia de la guerra, sino también toda violación de los
derechos humanos, a partir del derecho indiscutible a la vida, cuyo
depositario es la persona desde su concepción. En la violación del
derecho a la vida de los seres humanos está contenida también en germen
la extrema violencia de la guerra. Pido por tanto a las mujeres que se
unan todas y siempre en favor de la vida; y al mismo tiempo pido a todos
que ayuden a las mujeres que sufren y, en particular, a los niños,
especialmente a los marcados por el trauma doloroso de experiencias
bélicas desgarradoras: sólo la atención amorosa y solícita podrá lograr
que vuelvan a mirar el futuro con confianza y esperanza.
11. Cuando mi amado predecesor, el Papa Juan XXIII, vio en la
participación de las mujeres en la vida pública uno de los signos de
nuestro tiempo, no dejó de anunciar que ellas, conscientes de su
dignidad, no habrían ya tolerado ser tratadas de un modo
instrumental(9).
Las mujeres tienen el derecho de exigir que se respete su dignidad.
Al mismo tiempo, tienen el deber de trabajar por la promoción de la
dignidad de todas las personas, tanto de los hombres como de las
mujeres.
En este sentido, hago votos para que las numerosas iniciativas
internacionales previstas para el año 1995 -algunas de las cuales se
dedicarán específicamente a la mujer, como la Conferencia Mundial
promovida por las Naciones Unidas en Pekín sobre el tema de la acción
para la igualdad, el desarrollo y la paz- constituyan una ocasión
importante para humanizar las relaciones interpersonales y sociales en
el signo de la paz.
María, modelo de paz
12. María, Reina de la paz, con su maternidad, con el ejemplo de su
disponibilidad a las necesidades de los demás, con el testimonio de su
dolor está cercana a las mujeres de nuestro tiempo. Vivió con profundo
sentido de responsabilidad el proyecto que Dios quería realizar en ella
para la salvación de toda la humanidad. Consciente del prodigio que Dios
había obrado en ella, haciéndola Madre de su Hijo hecho hombre, tuvo
como primer pensamiento el de ir a visitar a su anciana prima Isabel
para prestarle sus servicios. El encuentro le ofreció la ocasión de
manifestar, con el admirable canto del Magnificat (Lc 1,46-55), su
gratitud a Dios que, con ella y a través de ella, había dado comienzo a
una nueva creación, a una historia nueva.
Pido a la Virgen Santísima que proteja a los hombres y mujeres que,
sirviendo a la vida, se esfuerzan por construir la paz. ¡Que con su
ayuda puedan testimoniar a todos, especialmente a quienes viviendo en la
oscuridad y en el sufrimiento tienen hambre y sed de justicia, la
presencia amorosa del Dios de la paz!
Vaticano, 8 de diciembre de 1994.
(1) JUAN XXIII, Encíclica Pacem in terris, (11 abril 1963), I: AAS 55 (1963), 259.
(2) Cf. ibid., 259-264.
(3) Cf. PABLO VI, Encíclica Populorum progressio (26 marzo 1967), n. 14: AAS 59 (1967), 264.
(4) JUAN PABLO II, Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), n. 30: AAS 80 (1988), 1725.
(5) Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 371.
(6) Ibid., n. 372.
(7) Cf. JUAN PABLO II, Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), n. 29: AAS 80 (1988), 1723.
(8) JUAN PABLO II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), n. 37: AAS 74 (1982), 127.
(9) Cf. JUAN XXIII, Encíclica Pacem in terris (11 abril 1963), I: AAS 55 (1963), 267-268.