1. Al final de 1994, Año internacional de la familia, dirigí a los
niños de todo el mundo una carta, pidiéndoles que rezasen para que la
humanidad llegue a ser cada vez más familia de Dios, capaz de
vivir en concordia y paz. Además, no he dejado de expresar mi viva
preocupación por los niños víctimas de los conflictos bélicos y de otras
formas de violencia, llamando la atención de la opinión pública mundial
sobre estas graves situaciones.
Al inicio del nuevo año, mi pensamiento se dirige una vez más a los
niños y a sus legítimas aspiraciones de amor y serenidad. De
entre ellos siento el deber de recordar particularmente a los
marcados por el sufrimiento, quienes a menudo llegan a adultos sin
haber experimentado nunca lo que es la paz. La mirada de los pequeños
debería ser siempre alegre y confiada; sin embargo con frecuencia está
llena de tristeza y miedo: ¡ya han visto y padecido demasiado en los
pocos años de su vida!
¡Demos a los niños un futuro de paz! Ésta es la llamada que
dirijo confiado a los hombres y mujeres de buena voluntad, invitando a
cada uno a ayudar a los niños a crecer en un clima de auténtica paz. Es
un derecho suyo y es un deber nuestro.
Niños víctimas de la guerra
2. Tengo presente la gran cantidad de niños que he podido encontrar a
lo largo de mi pontificado, especialmente en los viajes apostólicos a
cada continente. Niños serenos y llenos de alegría. Pienso en ellos al
inicio del nuevo año. Deseo a todos los niños del mundo que comiencen
con gozo el año 1996 y que puedan transcurrir una niñez serena, ayudados
en ello por el apoyo de adultos responsables.
Quisiera que en todas partes la relación armónica entre adultos y
niños favoreciese un clima de paz y de auténtico bienestar.
Lamentablemente, no son pocos en el mundo los niños víctimas inocentes
de las guerras. En los últimos años han sido heridos y muertos a
millones: una verdadera masacre.
La especial protección establecida para la infancia por las normas
internacionales ha sido ampliamente inobservada y los conflictos
regionales e interétnicos, multiplicados de un modo excesivo, hacen vana
la tutela prevista por las normas humanitarias (cf. Convención de las
Naciones Unidas del 20 de noviembre de 1989 sobre los derechos de los
niños, en particular el art. 38; Convención de Ginebra del 12 de agosto
de 1949 para la protección de las personas civiles en tiempo de guerra,
art. 24; Protocolos I y II del 12 de diciembre de 1977, etc). Los niños
han llegado incluso a ser blanco de los francotiradores, sus escuelas
destruidas premeditadamente y bombardeados los hospitales donde son
curados. Ante semejantes y monstruosas aberraciones, ¿cómo no levantar
la voz para una condena unánime? La muerte deliberada de un niño
constituye una de las manifestaciones más desconcertantes del eclipse
de todo respeto por la vida humana (cf. carta encíclica
Evangelium vitae, n. 3, 25 de marzo de 1995: AAS 87 [1995]
404).
Además de los niños asesinados, quiero también recordar a los
mutilados durante los conflictos bélicos y a consecuencia de los mismos.
Finalmente, mi pensamiento se dirige a los niños sistemáticamente
perseguidos, violentados y eliminados durante las llamadas «limpiezas
étnicas».
3. No hay sólo niños que sufren la violencia de las guerras; no pocos
de ellos son obligados a ser sus protagonistas. En algunos países
del mundo se ha llegado a obligar a chicos y chicas, incluso muy
jóvenes, a prestar servicio en las formaciones militares de las partes
en lucha. Seducidos por la promesa de comida e instrucción escolar, son
conducidos a campamentos aislados, donde padecen hambre y malos tratos,
y donde son instigados a matar incluso a personas de sus propias
poblaciones. A menudo son enviados como avanzada para limpiar los campos
minados. ¡Evidentemente su vida vale muy poco para quien se sirve así de
ellos!
El futuro de estos niños con armas está con frecuencia marcado.
Después de años de servicio militar, algunos son simplemente licenciados
y enviados a casa, y a menudo no logran reintegrarse en la vida civil.
Otros, avergonzándose de haber sobrevivido a sus compañeros, acaban
cayendo en la delincuencia o en la droga. ¡Quién sabe los fantasmas que
continuarán turbando sus ánimos! ¿Podrán alguna vez desaparecer de su
mente tantos recuerdos de violencia y de muerte?
Merecen un vivo reconocimiento aquellas organizaciones humanitarias y
religiosas que se esfuerzan por aliviar sufrimientos tan inhumanos.
También se debe agradecimiento a las personas de buena voluntad y a las
familias que ofrecen acogida amorosa a los pequeños que han quedado
huérfanos, prodigándose por sanar sus traumas y favorecer su reinserción
en sus comunidades de origen.
4. El recuerdo de millones de niños asesinados, los ojos tristes de
tantos de sus coetáneos que sufren cruelmente nos invitan a emplear
todas las vías posibles para salvaguardar o restablecer la paz,
haciendo cesar los conflictos y las guerras.
Con anterioridad a la IV Conferencia mundial sobre la mujer,
celebrada en Pekín el pasado mes de septiembre, invité a las
instituciones caritativas y educativas católicas a adoptar una
estrategia coordinada y prioritaria en relación con las niñas y las
jóvenes, especialmente las más pobres (cf. Mensaje a la
delegación de la Santa Sede para la IV Conferencia mundial sobre la
mujer, 29 de agosto de 1995: L'Osservatore Romano, edición
semanal en lengua española, 1 de septiembre de 1995, p. 2). Deseo ahora
renovar esa llamada, extendiéndola de modo particular a las
instituciones y organizaciones católicas que se dedican a los menores:
ayudad a las niñas que han sufrido a causa de la guerra o de la
violencia; enseñad a los chicos a reconocer y respetar la dignidad de la
mujer; ayudad a la infancia a redescubrir la ternura del amor de Dios,
que se hizo hombre y que, muriendo, dejó al mundo el don de su paz (cf.
Jn 14, 27).
No me cansaré de repetir que, desde las más altas organizaciones
internacionales a las asociaciones locales, desde los jefes de Estado
hasta el ciudadano corriente, todos estamos llamados, tanto diariamente
como en las grandes ocasiones de la vida, a dar nuestra contribución
a la paz y a rechazar cualquier apoyo a la guerra.
Niños víctimas de varias formas de violencia
5. Millones de niños sufren a causa de otras formas de violencia,
presentes tanto en las sociedades afectadas por la miseria como en las
desarrolladas. Son violencias con frecuencia menos manifiestas, pero no
por ello menos terribles.
La Conferencia internacional para el desarrollo social, celebrada
este año en Copenhague, ha señalado la relación entre pobreza y
violencia (cf. Declaración de Copenhague, 16) y en esa ocasión
los Estados se han comprometido a combatir de modo más firme la plaga de
la miseria con iniciativas a nivel nacional a partir de 1996 (cf.
Programa de acción, capítulo II). Éstas fueron también las
orientaciones surgidas de la precedente Conferencia mundial de la ONU,
dedicada a los niños (Nueva York, 1990). En realidad, la miseria está en
el origen de condiciones de existencia y de trabajo inhumanas. En
algunos países hay niños obligados a trabajar desde su infancia,
maltratados, castigados violentamente, remunerados con una paga
irrisoria: al no tener manera de hacerse respetar, son los más fáciles
de chantajear y explotar.
Otras veces son objeto de compraventa (cf. Programa de acción,
39, e), para ser utilizados en la mendicidad o, peor aún, para ser
introducidos en la prostitución, en el ámbito del llamado «turismo
sexual», fenómeno absolutamente despreciable que degrada a quien lo
practica y también a todos los que de algún modo lo favorecen. Existen,
además, personas que no tienen escrúpulos en reclutar niños para
actividades criminales, especialmente para el tráfico de drogas, con el
riesgo, entre otras cosas, de quedar enganchados en el uso de tales
sustancias.
No son pocos los niños que acaban por tener como único lugar de vida
la calle: tras haber escapado de casa, o haber sido abandonados por la
familia, o simplemente privados para siempre de un ambiente familiar,
viven precariamente, en estado de total abandono, considerados por
muchos como desechos de los que hay que desprenderse.
6. La violencia sobre los niños lamentablemente no falta ni siquiera
en familias que viven en condiciones de desahogo y bienestar.
Afortunadamente se trata de episodios poco frecuentes, pero es
importante de todos modos no ignorarlos. Sucede, a veces, que dentro de
las mismas paredes del hogar, y precisamente por obra de las personas en
las que parecería justo poner plena confianza, los pequeños sufren
prevaricaciones y vejaciones con efectos perjudiciales para su
desarrollo.
Además, son muchos los niños que deben soportar los traumas derivados
de las tensiones entre los padres o de la misma ruptura de la familia.
La preocupación por su bien no logra frenar medidas dictadas con
frecuencia por el egoísmo y la hipocresía de los adultos. Detrás de una
apariencia de normalidad y serenidad, más convincente aún por la
abundancia de bienes materiales, los niños se ven a veces obligados a
crecer en una triste soledad, sin una justa y amorosa guía y sin una
adecuada formación moral. Abandonados a sí mismos, encuentran
habitualmente su principal punto de referencia en la televisión, cuyos
programas presentan a menudo modelos de vida irreales o corruptos,
frente a los que su frágil discernimiento no es todavía capaz de
reaccionar.
¿Cómo sorprenderse de que una violencia tan multiforme e insidiosa
acabe por penetrar también en sus corazones jóvenes cambiando su natural
entusiasmo en desencanto o cinismo, su espontánea bondad en indiferencia
y egoísmo? De este modo, persiguiendo falaces ideales, la infancia corre
el riesgo de encontrar amargura y humillación, hostilidad y odio,
absorbiendo la insatisfacción y el vacío de los que está impregnado el
ambiente circundante. Es bien sabido que las experiencias de la infancia
tienen repercusiones profundas y a veces irremediables para el resto de
la vida.
Es difícil esperar que los niños sepan un día construir un mundo
mejor, cuando se ha faltado al deber preciso de su educación para la
paz. Ellos tienen necesidad de «aprender la paz»: es un derecho suyo
que no puede ser desatendido.
Niños y esperanzas de paz
7. He querido poner claramente de relieve las condiciones, con
frecuencia dramáticas, en que viven muchos niños de hoy. Lo considero un
deber: ellos serán los adultos del tercer milenio. Sin embargo, no
pretendo ceder al pesimismo, ni ignorar los elementos que invitan a
la esperanza. ¿Cómo no hablar, por ejemplo, de tantas familias en todo
el mundo donde los niños crecen en un ambiente sereno? ¿cómo no recordar
los esfuerzos que tantas personas y organismos hacen para asegurar a los
niños en dificultad un desarrollo armónico y gozoso? Son iniciativas de
entidades públicas y privadas, de familias y de comunidades encomiables,
cuyo único objetivo es hacer que los niños que se han visto envueltos en
cualquier vicisitud traumática vuelvan a una vida normal. Son, en
particular, propuestas concretas de procesos educativos encaminados a
valorizar completamente cada potencialidad personal, para hacer de los
muchachos y de los jóvenes auténticos artífices de paz.
Tampoco debe olvidarse la mayor conciencia de la comunidad
internacional que en estos últimos años, a pesar de dificultades y
titubeos, se esfuerza por afrontar con decisión y discernimiento los
problemas de la infancia.
Los resultados alcanzados animan a proseguir este empeño tan loable.
Si se les ayuda y ama convenientemente, los niños mismos saben hacerse
protagonistas de paz, constructores de un mundo fraterno y
solidario. Con su entusiasmo y con la naturalidad de su entrega, pueden
llegar a ser «testigos» y «maestros» de esperanza y de paz en beneficio
de los mismos adultos. Para no desperdiciar esta potencialidad, es
preciso ofrecer a los niños, con el debido respeto a su personalidad,
toda oportunidad favorable para una maduración equilibrada y abierta.
Una infancia serena permitirá a los niños mirar con confianza la vida
y el mañana. ¡Ay de los que apagan en ellos el ímpetu gozoso de la
esperanza!
Niños en escuela de paz
8. Los pequeños aprenden muy pronto a conocer la vida. Observan e
imitan el modo de actuar de los adultos. Aprenden rápidamente el amor y
el respeto por los demás, pero asimilan también con prontitud los
venenos de la violencia y del odio. La experiencia que han tenido en la
familia condicionará fuertemente las actitudes que asumirán de adultos.
Por tanto, si la familia es el primer lugar donde se abren al mundo,
la familia debe ser para ellos la primera escuela de paz.
Los padres tienen una posibilidad extraordinaria de dar a conocer a
sus hijos este valor: el testimonio de su amor recíproco. Al
amarse, permiten al hijo, desde el comienzo de su existencia, crecer en
un ambiente de paz, impregnado de aquellos elementos positivos que
constituyen de por sí el verdadero patrimonio familiar: estima y acogida
recíprocas, escucha, participación, gratuidad, perdón. Gracias a la
reciprocidad que promueven, estos valores representan una auténtica
educación para la paz y hacen al niño, desde su más tierna edad,
constructor activo de ella.
Él comparte con sus padres y hermanos la experiencia de la vida y de
la esperanza, viendo cómo se afrontan con humildad y valentía las
inevitables dificultades, y respirando en cada circunstancia un clima de
estima por los demás y de respeto de las opiniones diversas de las
propias.
Es, sobre todo, en casa donde, antes incluso de cualquier palabra,
los pequeños deben experimentar, en el amor que los rodea, el amor de
Dios por ellos, y aprender que él quiere paz y comprensión recíproca
entre todos los seres humanos llamados a formar una única y gran
familia.
9. Pero, además de la educación familiar fundamental, los niños
tienen derecho a una específica formación para la paz en la escuela
y en las demás estructuras educativas, las cuales tienen la misión de
hacerles comprender gradualmente la naturaleza y las exigencias de la
paz dentro de su mundo y de su cultura. Es necesario que los niños
aprendan la historia de la paz y no sólo la de las guerras
ganadas o perdidas.
¡Que se les ofrezca, por tanto, ejemplos de paz y no de violencia!
Afortunadamente, se pueden encontrar numerosos de estos modelos
positivos en cada cultura y en cada período de la historia. Es preciso
crear iniciativas educativas adecuadas, promoviendo con creatividad vías
nuevas, sobre todo donde más acuciante es la miseria cultural y moral.
Todo debe estar dispuesto para que los pequeños lleguen a ser
heraldos de paz.
Los niños no son una carga para la sociedad, ni son instrumentos de
ganancia, ni simplemente personas sin derechos; son miembros valiosos de
la familia humana, cuyas esperanzas, expectativas y potencialidades
encarnan.
Jesús, camino para la paz
10. La paz es don de Dios; pero depende de los hombres acogerlo para
construir un mundo de paz. Ellos podrán hacerlo sólo si tienen la
sencillez de corazón de los niños. Éste es uno de los aspectos más
profundos y paradójicos del anuncio cristiano: hacerse pequeño, antes
que ser una exigencia moral, es una dimensión del misterio de la
Encarnación.
En efecto, el Hijo de Dios no vino en potencia y gloria, como
sucederá al final de los tiempos, sino como niño necesitado y de
condición pobre. Compartiendo enteramente nuestra condición humana,
excepto en el pecado (cf. Hb 4, 15), asumió también la
fragilidad y las expectativas de futuro propias de la infancia.
Desde aquel momento decisivo para la historia de la humanidad,
despreciar la infancia es al mismo tiempo despreciar a Aquel que ha
querido manifestar la grandeza de un amor dispuesto a rebajarse y a
renunciar a toda gloria para salvar al hombre.
Jesús se identificó con los pequeños, y cuando los Apóstoles
discutían sobre quién era el más grande, «tomó a un niño, lo puso a su
lado, y les dijo: "El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me
recibe; y el que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado"» (Lc
9, 47-48). El Señor nos puso muy en guardia contra el riesgo de
escandalizar a los niños: «Al que escandalice a uno de estos pequeños
que creen en mí, más vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras
de molino que mueven los asnos, y le hundan en lo profundo del mar» (Mt
18, 6).
Pidió a los discípulos que volvieran a ser «niños» y, cuando ellos
intentaron alejar a los pequeños que le rodeaban, se enfadó: «Dejad que
los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como
éstos es el reino de Dios. Yo os aseguro: el que no reciba el reino de
Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10, 14-15). De este
modo, Jesús invertía el modo común de pensar. Los adultos deben
aprender de los niños los caminos de Dios: de su capacidad de
confianza y de abandono pueden aprender a invocar con justa familiaridad
«Abbá, Padre».
11. Hacerse pequeños como los niños -confiados totalmente al Padre,
revestidos de mansedumbre evangélica-, más que un imperativo ético,
es un motivo de esperanza. Incluso allí donde fuesen tales las
dificultades que desanimasen y tan poderosas las fuerzas del mal como
para atemorizar, la persona que sabe encontrar la sencillez del niño
puede volver a esperar: lo puede ante todo el creyente, consciente de
que cuenta con un Dios que quiere la concordia de todos los hombres en
la comunión pacífica de su Reino; pero lo puede también quien, aun sin
participar del don de la fe, cree en los valores del perdón y de la
solidaridad, y en ellos entrevé -no sin la acción secreta del Espíritu-
la posibilidad de dar un rostro nuevo a la tierra.
Me dirijo, pues, con confianza a los hombres y mujeres de buena
voluntad. ¡Unámonos todos para combatir cualquier forma de violencia y
derrotar la guerra! ¡Creemos las condiciones para que los pequeños
puedan recibir como herencia de nuestra generación un mundo más unido y
solidario!
¡Demos a los niños un futuro de paz!
Vaticano, 8 de diciembre de 1995