MENSAJE
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
PARA LA
XXX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ
OFRECE EL PERDÓN, RECIBE LA PAZ
1 ENERO 1997
1. Sólo faltan tres años para la aurora de un nuevo milenio, y la
espera nos invita a la reflexión, sugiriendo como un balance del camino
recorrido por la humanidad bajo la mirada de Dios, Señor de la historia.
Si se considera el milenio transcurrido, y especialmente el último
siglo, se debe reconocer que se han encendido muchas luces en el camino
de los hombres desde el punto de vista socio-cultural, económico,
científico y tecnológico. Lamentablemente, estas luces contrastan con
graves sombras, particularmente en lo que se refiere a la moralidad y la
solidaridad. Además, la violencia es un verdadero escándalo que, bajo
formas antiguas o nuevas, afecta todavía a muchas vidas humanas y hiere
a familias y comunidades.
Es hora de decidirse a emprender juntos y con ánimo resuelto una
verdadera peregrinación de paz, cada uno desde su propia
situación. Las dificultades son a veces muy grandes: el origen étnico,
la lengua, la cultura y el credo religioso son con frecuencia
obstáculos. Caminar juntos, cuando se arrastran experiencias traumáticas
o incluso divisiones seculares, no es fácil. Surge entonces la pregunta:
¿qué camino seguir, cómo orientarse?
Ciertamente son muchos los factores que pueden favorecer el
restablecimiento de la paz, salvaguardando las exigencias de la justicia
y de la dignidad humana. Pero no podrá emprenderse nunca un proceso de
paz si no madura en los hombres una actitud de perdón sincero. Sin este
perdón las heridas continuarán sangrando, alimentando en las
generaciones futuras un hastío sin fin, que es fuente de venganza y
causa de nuevas ruinas. El perdón ofrecido y aceptado es premisa
indispensable para caminar hacia una paz auténtica y estable.
Quiero, pues, dirigir con profunda convicción una llamada a todos,
para que se busque la paz por los caminos del perdón. Soy
plenamente consciente de que el perdón puede parecer contrario a la
lógica humana, que obedece con frecuencia a la dinámica de la
contestación y de la revancha. Sin embargo, el perdón se inspira en la
lógica del amor, de aquel amor que Dios tiene a cada hombre y mujer, a
cada pueblo y nación, así como a toda la familia humana. Pero si la
Iglesia se atreve a proclamar lo que, humanamente hablando, puede
parecer una locura, es debido precisamente a su firme confianza en el
amor infinito de Dios. Como testimonia la Escritura, Dios es rico en
misericordia y perdona siempre a cuantos vuelven a Él (cf. Ez 18,
23; Sal 32 [31], 5; 103 [102], 3.8-14; Ef 2, 4-5; 2 Co
1, 3). El perdón de Dios se convierte también en nuestros corazones
en fuente inagotable de perdón en las relaciones entre nosotros,
ayudándonos a vivirlas bajo el signo de una verdadera fraternidad.
El mundo herido anhela la curación
2. Como indicaba antes, el mundo moderno, a pesar de las numerosas
metas alcanzadas, continúa estando marcado por no pocas contradicciones.
El progreso en el campo de la industria y de la agricultura ha
comportado para millones de personas un mejor nivel de vida y ofrece
buenas perspectivas para otras muchas; la tecnología permite ya superar
las distancias; la información ya es instantánea y ha ampliado la
posibilidad del conocimiento humano; el respeto del medio ambiente va
creciendo y tiende a hacerse un estilo de vida. Una multitud de
voluntarios, con una generosidad que a menudo es desconocida, actúa
incansablemente en todas las partes del mundo al servicio de la
humanidad, prodigándose sobre todo para aliviar las necesidades de los
pobres y de los que sufren.
¿Cómo no reconocer con satisfacción estos elementos positivos de
nuestro tiempo? Por desgracia la realidad de este mundo contemporáneo
presenta también no pocos fenómenos de signo contrario. Estos
son, por ejemplo, el materialismo y el creciente desprecio de la vida
humana, que están asumiendo dimensiones preocupantes. Son muchos los que
se plantean su vida siguiendo como únicas leyes el provecho, el
prestigio y el poder.
El resultado es que numerosas personas se encuentran encerradas en su
soledad interior; otras siguen siendo discriminadas intencionadamente
por su raza, nacionalidad o sexo, mientras la pobreza arrastra a masas
enormes al margen de la sociedad o, incluso, hacia el aniquilamiento.
Para muchos, además, la guerra se ha convertido en la dura realidad de
la vida cotidiana. Una sociedad que busca sólo bienes materiales o
efímeros tiende a marginar a quien no sirve para tal objetivo. Ante
estas situaciones, que a veces son auténticas tragedias humanas, algunos
prefieren cerrar simplemente los ojos, escudándose en su indiferencia.
Se repite en ellos la actitud de Caín: «¿Soy yo acaso el guarda de mi
hermano?» (Gn 4, 9). Es deber de la Iglesia recordar a cada uno
las severas palabras de Dios: «¿Qué has hecho? Se oye la sangre de tu
hermano clamar a mí desde el suelo» (Gn 4, 10).
¡El sufrimiento de tantos hermanos y hermanas no nos puede dejar
indiferentes! Su pena clama a nuestra conciencia, santuario
interior en el que nos encontramos cara a cara con nosotros mismos y con
Dios. Y, ¿cómo no reconocer que, de diversas maneras, todos estamos
implicados en esta revisión de vida a la que Dios nos llama? Todos
tenemos necesidad del perdón de Dios y del prójimo. Por tanto, todos
debemos estar dispuestos a perdonar y a pedir perdón.
El peso de la historia
3. La dificultad del perdón no depende sólo de las vicisitudes del
presente. La historia lleva consigo una pesada carga de violencias y de
conflictos, de los cuales no es fácil desentenderse. Abusos, opresiones
y guerras han hecho sufrir a innumerables seres humanos y, aunque las
causas de aquellos fenómenos dolorosos se remontan a tiempos remotos,
sus efectos permanecen vivos e hirientes, alimentando miedos, sospechas,
odios y rupturas entre familias, grupos étnicos y poblaciones enteras.
Son datos de hecho que ponen en duda la buena voluntad de quien quisiera
escapar de su condicionamiento. Sin embargo es verdad que no se puede
permanecer prisioneros del pasado: es necesaria, para cada uno y
para los pueblos, una especie de « purificación de la memoria », a fin
de que los males del pasado no vuelvan a producirse más. No se trata de
olvidar todo lo que ha sucedido, sino de releerlo con sentimientos
nuevos, aprendiendo, precisamente de las experiencias sufridas, que sólo
el amor construye, mientras el odio produce destrucción y ruina. La
novedad liberadora del perdón debe sustituir a la insistencia
inquietante de la venganza.
Para ello es indispensable aprender a leer la historia de los otros
pueblos evitando juicios sumarios y parciales, y haciendo un esfuerzo
para comprender el punto de vista de quienes pertenecen a aquellos
pueblos. Este es un verdadero desafío, incluso de orden pedagógico y
cultural. ¡Un desafío de comportamiento civilizado! Si se acepta
emprender este camino se descubrirá que los errores nunca están sólo en
una parte; se verá cómo la presentación de la historia a veces ha sido
deformada e incluso manipulada con trágicas consecuencias.
Un revisión correcta de la historia favorecerá la aceptación y el
aprecio de las diferencias —sociales, culturales y religiosas—
existentes entre personas, grupos y pueblos. Este es el primer paso
hacia la reconciliación, porque el respeto de las diversidades es una
condición necesaria y una dimensión cualificadora de auténticas
relaciones entre los individuos y entre las colectividades. La represión
de las diversidades puede dar origen a una paz aparente, pero engendra
una situación precaria que de hecho precede a nuevas explosiones de
violencia.
Modos concretos de reconciliación
4. Las guerras, incluso cuando « resuelven » los problemas que las
han originado, lo hacen siempre dejando a su paso víctimas y
destrucción, que pesan sobre las sucesivas negociaciones de paz. Esta
idea debe mover a los pueblos, las naciones y los Estados a superar
decididamente la « cultura de la guerra », no sólo en su expresión más
detestable del poderío bélico como instrumento de opresión, sino también
en la menos odiosa, pero no menos dañina, del recurso a las armas como
medio rápido para afrontar los problemas. Especialmente en un tiempo
como el nuestro, que conoce las más sofisticadas tecnologías
destructivas, es urgente desarrollar una sólida « cultura de la paz »,
que prevenga y evite el desencadenamiento imparable de la violencia
armada, estableciendo incluso intervenciones con miras a impedir el
crecimiento de la industria y del comercio de armas.
Pero aún antes, es preciso que el deseo sincero de paz se traduzca en
la firme decisión de superar cualquier obstáculo que se interponga en su
consecución. En este esfuerzo las diversas Religiones pueden
ofrecer una aportación importante, en la línea de cuanto han hecho con
frecuencia, levantando su propia voz contra la guerra y afrontando con
valor los riesgos consiguientes. Sin embargo, ¿no estamos quizá todos
llamados a hacer aún más, siguiendo el genuino patrimonio de nuestras
tradiciones religiosas?
En todo caso, es esencial en esta materia la tarea de los
gobiernos y de la comunidad internacional, a los que
corresponde contribuir en la construcción de la paz mediante la creación
de estructuras sólidas capaces de resistir los vaivenes de la política,
de modo que puedan garantizar la libertad y la seguridad de todos en
cada circunstancia. Algunas de estas estructuras existen ya, pero
necesitan ser reforzadas. La Organización de las Naciones Unidas,
por ejemplo, siguiendo el objetivo para el que fue fundada, ha asumido
recientemente una responsabilidad cada vez mayor en el mantenimiento o
restablecimiento de la paz. Precisamente en esta perspectiva, a los
cincuenta años de su creación, es de desear una conveniente adaptación
de los medios a su disposición, para que pueda afrontar con eficacia los
nuevos desafíos de nuestro tiempo.
Otros organismos a nivel continental o regional tienen también
gran importancia como instrumentos de promoción de la paz. Es motivo de
esperanza verlos comprometidos en el desarrollo de mecanismos concretos
de reconciliación, ayudando activamente a poblaciones divididas por la
guerra para que vuelvan a encontrar los motivos de una convivencia
pacífica y solidaria. Son formas de mediación que dan esperanza a
pueblos que se hallan aparentemente sin salida. Tampoco se debe
infravalorar la acción de los organismos locales que, insertos en
los ambientes donde se siembran los gérmenes del conflicto, pueden
llegar de manera directa a los individuos, mediando entre las facciones
opuestas y promoviendo la confianza recíproca.
Sin embargo, la paz duradera no es sólo una cuestión de estructuras y
procedimientos. Se apoya ante todo en la adopción de un estilo de
convivencia humana inspirada en la acogida recíproca y capaz de un
perdón cordial. Todos tenemos necesidad de ser perdonados por nuestros
hermanos y, por tanto, todos debemos estar dispuestos a perdonar.
Pedir y ofrecer perdón es una vía profundamente digna del hombre y,
a veces, la única para salir de situaciones marcadas por odios antiguos
y violentos.
El perdón, ciertamente, no surge del hombre de manera espontánea y
natural. Perdonar sinceramente en ocasiones puede resultar incluso
heroico. El dolor por la pérdida de un hijo, de un hermano, de los
propios padres o de la familia entera por causa de la guerra, del
terrorismo o de acciones criminales, puede llevar a la cerrazón total
hacia el otro. Aquéllos que se han quedado sin nada porque han sido
despojados de la tierra y de la casa, los prófugos y cuantos han
soportado el ultraje de la violencia, no pueden dejar de sentir la
tentación del odio y de la venganza. Sólo el calor de las relaciones
humanas caracterizadas por el respeto, comprensión y acogida, pueden
ayudarles a superar tales sentimientos. La experiencia liberadora del
perdón, aunque llena de dificultades, puede ser vivida también por un
corazón herido, gracias al poder curativo del amor, que tiene su primer
origen en Dios-Amor.
Verdad y justicia, presupuestos del perdón
5. El perdón, en su forma más alta y verdadera, es un acto de amor
gratuito. Pero, precisamente como acto de amor, tiene también sus
propias exigencias: la primera es el respeto de la verdad. Sólo
Dios es la verdad absoluta. Él, sin embargo, ha abierto el corazón
humano al deseo de la verdad, que después ha revelado plenamente en su
Hijo encarnado. Todos, pues, están llamados a vivir la verdad.
Donde se siembra la mentira y la falsedad, florecen la sospecha y las
divisiones. También la corrupción y la manipulación política o
ideológica son esencialmente contrarias a la verdad, atacan los
fundamentos mismos de la convivencia civil y socavan las posibilidades
de relaciones sociales pacíficas.
El perdón, lejos de excluir la búsqueda de la verdad, la exige.
El mal hecho debe ser reconocido y, en lo posible, reparado.
Precisamente esta exigencia ha llevado a establecer en varias partes del
mundo, ante los abusos entre grupos étnicos o naciones, procedimientos
oportunos de búsqueda de la verdad, como primer paso hacia la
reconciliación. No es necesario subrayar la gran cautela a la que, en
este proceso ciertamente necesario, todos deben atenerse para no
aumentar los antagonismos, haciendo la reconciliación más difícil aún.
No es raro, además, el caso de Países cuyos gobernantes, ante el bien
primordial de la pacificación, han tomado el acuerdo de conceder una
amnistía a quienes han reconocido públicamente los delitos cometidos
durante un período de inestabilidad. Esta iniciativa puede considerarse
positiva, por ser un esfuerzo encaminado a promover el establecimiento
de buenas relaciones entre grupos anteriormente contrapuestos.
Otro presupuesto esencial del perdón y de la reconciliación es la
justicia, que tiene su fundamento último en la ley de Dios y en su
designio de amor y de misericordia sobre la humanidad.1 Entendida así,
la justicia no se limita a establecer lo que es recto entre las partes
en conflicto, sino que tiende sobre todo a restablecer las relaciones
auténticas con Dios, consigo mismo y con los demás. Por tanto, no hay
contradicción alguna entre perdón y justicia. En efecto, el perdón no
elimina ni disminuye la exigencia de la reparación, que es propia de
la justicia, sino que trata de reintegrar tanto a las personas y los
grupos en la sociedad, como a los Estados en la comunidad de las
Naciones. Ningún castigo debe ofender la dignidad inalienable de quien
ha obrado el mal. La puerta hacia el arrepentimiento y la rehabilitación
debe quedar siempre abierta.
Jesucristo, nuestra reconciliación
6. ¡Cuántas situaciones necesitan hoy de reconciliación! Ante este
desafío, del cual depende en buena parte la paz, dirijo mi llamada a
todos los creyentes y, de modo particular, a los miembros de la Iglesia
católica, para que se dediquen activa y concretamente a la obra de la
reconciliación.
El creyente sabe que la reconciliación proviene de Dios, el
cual está dispuesto siempre a perdonar a cuantos acuden a Él, y a cargar
sobre las espaldas todos sus pecados (cf. Is 38, 17). La
inmensidad del amor de Dios va mucho más allá de la comprensión humana,
como recuerda la Sagrada Escritura: « ¿Acaso olvida una mujer a su niño
de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas
llegasen a olvidar, yo no te olvido » (Is 49, 15).
El amor divino es el fundamento de la reconciliación, a la que
estamos llamados. « Él, que todas tus culpas perdona, que cura todas tus
dolencias, rescata tu vida de la fosa, te corona de amor y de ternura
[...] No nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a
nuestras culpas » (Sal 103 [102], 3-4.10).
Dios, en su amorosa disposición al perdón, ha llegado a darse a sí
mismo al mundo en la Persona de su Hijo, el cual vino a traer la
redención a cada individuo y a la humanidad entera. Ante las ofensas de
los hombres, que culminan en su condena a la muerte de cruz, Jesús
ruega: « Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen » (Lc
23, 34).
El perdón de Dios es expresión de su ternura como Padre. En la
parábola evangélica del « hijo pródigo » (cf. Lc 15, 11-32), el
padre sale corriendo al encuentro de su hijo apenas lo ve que vuelve a
casa. No le deja siquiera presentar sus disculpas: todo está perdonado
(cf. Lc 15, 20-22). La inmensa alegría del perdón, ofrecido y
acogido, sana heridas incurables, restablece nuevamente las relaciones y
tiene sus raíces en el inagotable amor de Dios.
Jesús proclamó durante toda su vida el perdón de Dios, pero, al mismo
tiempo, añadió la exigencia del perdón recíproco como condición
para obtenerlo. En el « Padrenuestro » nos invita a orar así «
perdónanos nuestras deudas, así como nosotros hemos perdonado a nuestros
deudores » (Mt 6, 12). Con este « como », pone en nuestras
manos la medida con que seremos juzgados por Dios. La parábola del
siervo sin entrañas, castigado por su dureza de corazón para con su
semejante (cf. Mt 18, 23-35), nos enseña que, quienes no están
dispuestos a perdonar, por eso mismo se excluyen del perdón divino: «
Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial, si no perdonáis de
corazón cada uno a vuestro hermano » (Mt 18, 35).
Ni siquiera nuestra oración podrá ser agradable a Dios si no ha sido
precedida, y en cierto sentido « garantizada » en su autenticidad, por
la iniciativa sincera de la reconciliación con el hermano que tiene «
algo contra nosotros »: solamente entonces nos será posible presentar
una ofrenda agradable a Dios (cf. Mt 5, 23-24).
Al servicio de la reconciliación
7. Jesús no sólo enseñó a sus discípulos el deber del perdón, sino
que quiso que su Iglesia fuera signo e instrumento de su designio de
reconciliación, haciéndola sacramento « de la unión íntima con Dios y de
la unidad de todo el género humano ».2 En virtud de esta misión, Pablo
consideraba el ministerio apostólico como « ministerio de la
reconciliación » (cf. 2 Co 5, 18-20). Pero en cierto sentido todo
bautizado debe sentirse « ministro de la reconciliación », ya que,
reconciliado con Dios y con los hermanos, está llamado a construir la
paz con la fuerza de la verdad y de la justicia.
Como he tenido oportunidad de recordar en la Carta apostólica
Tertio millennio adveniente, los cristianos, mientras se preparan a
cruzar el umbral de un nuevo milenio, están invitados a renovar el
arrepentimiento por « todas las circunstancias en las que, a lo largo de
la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su Evangelio,
ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los
valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran
verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo ».3
Entre éstas tienen particular importancia las divisiones que
hieren la unidad de los cristianos. Preparándonos a celebrar el Gran
Jubileo del 2000, debemos buscar juntos el perdón de Cristo, implorando
del Espíritu Santo la gracia de la plena unidad. « La unidad, en
definitiva, es un don del Espíritu Santo. A nosotros se nos pide
secundar este don sin caer en ligerezas y reticencias al testimoniar la
verdad ».4 Poniendo la mirada en Jesucristo, nuestra reconciliación,
este primer año de preparación al Jubileo, hagamos todo lo posible,
mediante la oración, el testimonio y la acción, para progresar en el
camino hacia una mayor unidad. Todo ello ejercerá ciertamente un influjo
positivo incluso sobre los procesos de pacificación en curso en diversas
partes del mundo.
En junio de 1997, las Iglesias de Europa tendrán en Graz su segunda
Asamblea Ecuménica Europea sobre el tema « Reconciliación, don de
Dios y fuente de vida nueva ». Como preparación a este encuentro,
los Presidentes de la Conferencia de las Iglesias de Europa y del
Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas, han lanzado un mensaje
común, pidiendo un renovado compromiso por la reconciliación, « don de
Dios para nosotros y para la creación entera ». Ellos han indicado
algunas de las múltiples tareas que atañen a las Comunidades eclesiales:
la búsqueda de una unidad más visible y el compromiso por la
reconciliación de los pueblos. Que la oración de todos los cristianos
apoye la preparación de este encuentro en las Iglesias locales y
promueva gestos concretos de reconciliación en todo el continente
europeo, abriendo además el camino a esfuerzos análogos en otros
continentes.
En la citada Carta apostólica he expresado el vivo deseo de que, en
este itinerario hacia el 2000, los cristianos tengan como guía y punto
de referencia la Sagrada Escritura.5 Un tema muy actual para guiar esta
peregrinación podría ser el del perdón y la reconciliación, que se ha de
meditar y vivir en las situaciones concretas de cada persona y de cada
comunidad.
Un llamamiento a cada persona de buena voluntad
8. Quisiera concluir este Mensaje, que envío a los creyentes y a
todas las personas de buena voluntad con ocasión de la próxima Jornada
Mundial de la Paz, con un llamamiento a cada uno para que se haga
instrumento de paz y reconciliación.
Me dirijo en primer lugar a vosotros, mis hermanos Obispos y
sacerdotes: sed espejo del amor misericordioso de Dios, no solamente
en la comunidad eclesial, sino también en el ámbito de la sociedad
civil, especialmente allí donde arrecian luchas nacionalistas o étnicas.
A pesar de los eventuales sufrimientos que habéis de soportar, no dejéis
penetrar el odio en vuestros corazones, sino anunciad con alegría el
Evangelio de Cristo, dispensando el perdón de Dios mediante el
sacramento de la Reconciliación.
A vosotros, padres y madres, primeros educadores de la fe de
vuestros hijos, os pido que les ayudéis a considerar a todos como
hermanos y hermanas, saliendo al encuentro del prójimo sin prejuicios,
con sentimientos de confianza y de acogida. Sed para vuestros hijos
reflejo del amor y del perdón de Dios, haciendo todos los esfuerzos por
construir una familia unida y solidaria.
Y vosotros, educadores, llamados a enseñar a los jóvenes los
auténticos valores de la vida acercándoles a la complejidad de la
historia y de la cultura humana, ayudadles a vivir a todos los niveles
la virtud de la tolerancia, de la comprensión y del respeto,
presentándoles como modelo a quienes han sido artífices de paz y de
reconciliación.
Vosotros, jóvenes, que alimentáis en el corazón grandes
aspiraciones, aprended a vivir juntos unos con otros en paz, sin
interponer barreras que os impidan compartir las riquezas de otras
culturas y de otras tradiciones. Responded a la violencia con acciones
de paz, para construir un mundo reconciliado y rico en humanidad.
Vosotros, políticos, llamados a servir el bien común, no
excluyáis a nadie de vuestras preocupaciones, cuidando particularmente
los sectores más débiles de la sociedad. No pongáis en primer lugar el
interés personal, cediendo a la seducción de la corrupción y, sobre
todo, afrontad también las situaciones más difíciles con las armas de la
paz y de la reconciliación.
A vosotros, que trabajáis en el campo de los medios de
comunicación social, os pido que consideréis las grandes
responsabilidades que vuestra profesión comporta, y no ofrezcáis jamás
mensajes inspirados en el odio, la violencia y la mentira. Tened siempre
como objetivo la verdad y el bien de la persona, a cuyo servicio han de
ponerse los poderosos medios de comunicación.
A todos vosotros, en fin, creyentes en Cristo, os invito a
caminar fielmente por la senda del perdón y de la reconciliación,
uniéndoos a Él en la oración al Padre para que todos sean una sola cosa
(cf. Jn 17, 21). Os exhorto también a acompañar esta incesante
invocación de paz con gestos de fraternidad y de acogida recíproca.
A cada persona de buena voluntad, deseosa de trabajar incansablemente
para la edificación de la nueva civilización del amor, repito:
¡ofrece el perdón, recibe la paz!
Vaticano, 8 de diciembre de 1996.
(1) Cf. Enc. Dives in misericordia (30 noviembre 1980), 14: AAS 72 (1980), 1223.
(2) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
(3) N. 33: AAS 87 (1995), 25.
(4) Ibíd., 34, l.c., 26.
(5) Cf. n. 40, l.c., 31.