A fines del primer lustro del siglo XXI, el término postmodernidad nos plantea con más claridad
que otros, tales como “globalización” por ejemplo, la necesidad de continuar reflexionando acerca del
cambio de época que vivimos.
Esta memoria de la postmodernidad intenta replantear dos cuestiones. Una, ya pasada de moda pero vigente
en los años 80 y que surgió de la pregunta: ¿hasta qué punto podemos hablar de postmodernidad en Latinoamérica?
La otra indaga sobre el sentido que hoy seguimos asignando a la postmodernidad.
A comienzos de los ’80 la pregunta era: ¿en qué sentido la postmodernidad ha llegado hasta nosotros?,
¿se trata de un tema a pensar?
Cuando hoy propongo que reflexionemos a partir de la pregunta: ¿en qué sentido podemos seguir hablando
de “postmodernidad”? no apunto al antes sino al después. La dirección de esta pregunta surge de comprobar
que de la postmodernidad ya podemos hablar en pasado, reconocer una “memoria de la postmodernidad”.
Desde una mirada amplia, y sólo con el propósito de organizar el tema, propongo distinguir tres momentos
o etapas de esta memoria que, por cierto, más allá de distinguirlos se cruzan entre sí.
El primero es el momento del planteo de la cuestión que remite a la llegada e instalación de la postmodernidad
como tema a pensar y a debatir. Sin detenernos a considerar antecedentes lejanos, tales como los orígenes
del postmodernismo en la arquitectura de los años 50, o el uso indefinido del término postmodernidad en los
pensadores antimodernos del siglo XIX y principios del XX, la postmodernidad comienza a establecerse entre
nosotros hacia principios de los ’80 1. Durante estos años cunde y se instala como tema de discusión.
El primer tema a tratar –y que a través de diferentes planteos prevalece hasta hoy– es el que apunta a saber
hasta dónde o en qué sentido la postmodernidad constituye una ruptura o una continuación de la modernidad.
Al respecto, se especifican diversas cuestiones generales como las objeciones al ambivalente y siempre dependiente
uso del “post”, o a continuar pensado la historia en épocas, un rasgo típico de la modernidad.
En esta línea se inscriben los primeros textos: entre ellos la compilación de artículos realizada por Hal
Foster (1983) 2, editada en castellano en 1985. En ella encontramos uno de los escritos en torno de
los cuales se llevó a cabo ese debate inicial: “La modernidad, un proyecto incompleto” (1981) de Jürgen Habermas.
En dicho artículo Habermas defiende el proyecto moderno que se centra en la idea del desarrollo progresivo
del ejercicio emancipatorio de la razón a partir de la independencia de las distintas esferas: científica,
moral, estética. Esta defensa del proyecto de la modernidad condujo a Habermas a concebir la postmodernidad
como un producto pura y exclusivamente reaccionario.
Jean F. Lyotard se opuso a este planteo: en La condición postmoderna 3 (1984) muestra que la
postmodernidad es producida por el agotamiento y la inercia de la modernidad. Para él “la postmodernidad es
cosa moderna”, y por ello no es el producto de jóvenes reaccionarios, sino la consecuencia, cuando no también
el desvelamiento, de los móviles ocultos de la modernidad. La disolución de los sujetos contestatarios –los
jóvenes universitarios, los pueblos del tercer mundo– que se oponían a la primacía de un único sistema de vida,
para Lyotard es vencida y disuelta ya a fines de los años 60. A partir de ahí el sistema social se desprende de
su condición conflictiva y comienza a generar sus propios mecanismos de control y autorregulación. En este
aspecto se encuentra el paso decisivo, el proceso de emancipación libera al hombre de la carga de decidir.
Nacen los “expertos decisores”, que lejos de ser seres humanos formados por la cultura ilustrada, son expertos
en la sistematización de datos provenientes de la lógica operativa de autómatas. La lógica de los sistemas
procesadores de información desplaza a la racionalidad moderna del centro de las argumentaciones 4.
Junto a estos textos comienzan a resonar otros autores, como Jean Baudrillard, Fredric Jameson y podríamos
incluir también a Michel Foucault, a quienes de manera más o menos imprecisa se los fue catalogando de postmodernos.
Por entonces, entre nosotros, la revista Punto de vista publicaba la “Guía del posmodernismo” escrita
por Andreas Huyssen que permitía abordar el tema con mucha más claridad que la resultante de las lecturas
de Habermas y Lyotard. La postmodernidad deja de ser vista como una mera reacción conservadora, tal como la
consideraba Habermas, para convertirse en una gama de diversos enfoques que muy poco tenían que ver entre
sí. Con la postmodernidad ocurre lo mismo que con otros tantos fenómenos, lo que escapa al poder de definición
caerá en las grillas homogéneas de la clasificación. Es así como surgen las primeras clasificaciones en
las que se distinguía una “postmodernidad de reacción” de una “postmodernidad de resistencia” (Hal Foster),
o como posteriormente diferenciará Habermas en El discurso filosófico de la modernidad 5
(1985) entre una “postmodernidad conservadora” y una “postmodernidad anarquista”.
Cabe destacar que por estas tierras, esos años coinciden con “el retorno a la democracia”. El problema que
se planteaba no era menor. La cuestión se centraba en saber ¿cómo concebir la vida democrática en tanto
quedaban borroneados o cuestionados el horizonte utópico, el posicionamiento ideológico y la identidad histórica?
Al respecto cabe mencionar el aporte de Norbert Lechner quien en Cultura política y democratización
(1987) supo plantear las dificultades que en este sentido enfrentaban y enfrentan las democracias en Latinoamérica.
De este artículo destaco especialmente que puso de manifiesto el cambio que la llamada “cultura postmoderna”
introducía en la dinámica temporal. El desencanto de las utopías acarrea el cuestionamiento del futuro como
horizonte de proyección de expectativas y motor del presente, lo que incide en la dinámica de la vida social
y conduce a vivenciar el tiempo como una especie de “presente continuo”. Con todo esto queda seriamente afectada
la posibilidad de concebir la cultura democrática inscripta en un proyecto histórico de largo plazo.
Un segundo momento se corresponde con la concepción de la postmodernidad a partir del fin de la metafísica.
A la lectura socio-política se le agrega la reflexión ontológica. Gianni Vattimo es quien mayor incidencia
ha tenido en la profundización y difusión de dicho planteo. Las aventuras de la diferencia 6
(1980), El fin de la modernidad 7 (1985) condujeron a comprender a la postmodernidad como la
época en la que se abría la chance de superación de la metafísica; esto en su conjunto quiere decir: la
superación de todo dogmatismo que centre su poder en la convicción y defensa de principio excluidos de toda
discusión. Todo discurso fuerte que pretenda convertirse en único, y de manera especial la racionalidad
moderna, se expone en la postmodernidad a su descalificación y disolución. La alternativa que se vislumbraba
entonces era la de un pensar que, nutrido por la hermenéutica, disolviese los grumos de identidades
fundamentalistas y abriese de este modo el camino de la puesta en juego de las diferencias. En este sentido
es que Vattimo califica la postmodernidad como un período de “convalecencia”.
Este segundo momento halla su acontecimiento histórico culminante en la caída del Muro de Berlín, el cual
fue celebrado por Francis Fukuyama con la enfática idea del “fin de la historia”. Esta primavera de la
postmodernidad duró lo que tardó la reacción de los vencedores y sobrevivientes. Los embates de la
modernización capitalista-neoliberal, por un lado, y el resurgimiento de la violencia étnica, por el otro,
no contribuyeron a la realización de la idea de una época en la cual las diferencias ganaran el centro de
la escena.
Y, finalmente, cabe distinguir un tercer momento que en cierto modo coincide con el presente actual.
A este momento lo describiría como el de la postmodernidad retirada del centro de la escena que supo ocupar
en los ‘80. Debemos comprender que, por un lado, la postmodernidad se ha corrido de motu proprio y,
por otro, ha sido desplazada. De motu proprio, porque una vez más en la historia los pensamientos
fragmentarios, dulces o débiles, parecen estar destinados a la fugacidad. Por otro lado, porque la globalización,
el “pensamiento único” o “pensamiento cero” como señala Emmanuel Todd, han provocado el ascenso de un mundo
que luego del atentado del 11 de septiembre se debate nuevamente entre la violencia y los fundamentalismos.
Con lo cual, y apuntando a una mínima conclusión, me pregunto: ¿es la postmodernidad una experiencia perdida?
Pienso que no. Fuera del centro de la escena, el saber producido a partir y en torno a la postmodernidad
sigue decantando y abriendo perspectivas, alternativas y debates. En este sentido la postmodernidad se
parece más al Renacimiento que a la Modernidad, al período en el que una época se incuba (nunca exento de
nuevas inquisiciones), más que al de una época que se reconoce a sí misma.
¿Qué es posible hacer con la postmodernidad? Sólo me animo a formular dos ideas cuya viabilidad abre una
nueva discusión. En este letargo de la postmodernidad cabe la chance de:
Procurar que las diferencias decanten alteridad.
Identidad, diferencia, alteridad. Son términos en torno a los cuales se ha ido constelando el pensamiento
del siglo XX. Sin duda fue Emmanuel Levinas quien desarrolló el planteo más radical en torno a la alteridad,
obra que sirvió a muchos pensadores latinoamericanos para dar una nueva base a su empresa de concebir la
singularidad cultural de los pueblos de América. Por otro lado, el gran riesgo de la postmodernidad es que
su insistencia en la liberación de las diferencias conduzca a la disolución de toda identidad en un contexto
estancado en la indiferencia nihilista. La chance se centra en concebir la identidad –y esto corresponde
incluirlo especialmente en el modo de constituir, gestar y transformar instituciones– desde una apertura
a la alteridad en la que el respeto por el otro sitúe al otro más allá de cualquier relación de identidad.
Cumplir de este modo la fórmula propuesta por Levinas: “el otro es otro más allá y antes de toda relación”.
Gestar un saber que parta de la experiencia de la no autosuficiencia.
Como ya he expresado en otros trabajos, me parece que la experiencia sapiencial del hombre contemporáneo
se traduce en la conciencia de la “no autosuficiencia”; que evoca la experiencia de un saber que excede
nuestras mejores intenciones y procura por ello mismo hacerse cargo del horizonte de sus expectativas.
¿De qué razón y de qué lenguaje es capaz este hombre? La pregunta se orienta hacia el surgimiento de un
saber centrado en el respeto al otro en cuanto tal y en el cultivo del valor de la palabra. Si bien no
describe una tendencia predominante en el mundo actual, ya ha comenzado en algunos grupos de pensamiento
y de acción a conformar el concepto de una nueva sensatez. Una sensatez que no trata de imponer su voluntad,
sino de reconocer, gestar y defender aquellos espacios donde la vida, la justicia y la libertad, siguen
haciendo posible el cumplimiento de los dos mandamientos que sintetizan la Ley.
Notas
1. Si se rastrea el tema se verá, como ocurre tantas veces, que el debate iniciado en los
Estados Unidos y Europa en los ‘70 llega a nosotros con unos años de atraso. 2. Foster, Hal: La posmodernidad, Kairós. Barcelona, 1985. Entre paréntesis en el texto
figura el año de las primeras ediciones. 3. Lyotard, Jean F.: La condición postmoderna. Cátedra, Madrid,
1984. 4. Para quien quiera ir más allá de la mirada esquemática que propongo en este texto,
recomiendo leer el libro de Félix Duque: Postmodernidad y Apocalipsis, Baudino Ediciones, Buenos
Aires, 1999. 5. Habermas, J.: El discurso filosófico de la modernidad. Taurus, Madrid, 1989. 6. Vattimo, G.: Las aventuras de la diferencia. Península, Barcelona, 1986. 7. Vattimo, G.: El fin de la modernidad. Gedisa, Barcelona, 1986.