EL PRIMER MISIONERO

SAN PABLO

Era el año 36 de nuestra era. Habían transcurrido ya seis desde aquel día de abril en que, sobre una colina desierta, a las puertas de Jerusalén, todos cuantos pasaban habían podido contemplar, clavado en la cruz de la infamia y agonizante entre dos bandidos, a un supuesto profeta que se llamaba a sí mismo "Hijo de Dios". Sin embargo, el flagrante fracaso de su propaganda en modo alguno había desalentado a los celosos defensores del nombrado Jesús. Su movimiento no sólo se mantenía vivo en la Ciudad Santa, sino que crecía, echaba raíces en muchos cantones de Palestina y ganaba cada vez mayor número de adeptos. ¿No contaban esas gentes que su Maestro -¡pobre Maestro!- había vencido a la muerte, había resucitado, y que durante cuarenta días se había aparecido a muchos de sus fieles y aun que, luego de su ascensión a los cielos -¡ved qué presunción!-, había enviado a los suyos al Espíritu Santo en persona para que los guiara y fortificara?

Eso bastaba... Los dirigentes del pueblo judío y los príncipes de los sacerdotes habían decidido dar un gran golpe. Y por eso aquella mañana, en uno de los baldíos que rodeaban los muros de la ciudad, se veía un tropel de gente que, vociferando, arrastraba al suplicio a un joven de aspecto grave, de frente despejada, que oraba mientras se dejaba empujar. Resonaba el nombre de la víctima mezclado con los gritos hostiles. "¡Muerte a Esteban!

¡Muerte al blasfemo!" Porque, ¿no había tenido la audacia de afirmar, frente a todo el Sanedrín, que aquel Jesús, el crucificado del Calvario, era auténticamente el Mesías, y que todos ellos, sacerdotes, doctores y ancianos, llevarían sobre sí hasta el Juicio, el peso del deicidio? Palabras tan sacrílegas sólo podían castigarse con la lapidación. Y volaban los cascotes, y las pesadas piedras agobiaban a la joven víctima que, jadeante y ensangrentada, imploraba al Señor perdón para sus verdugos.

A cierta distancia, un muchacho, pelirrojo, de ojos como brasas, apretadas las mandíbulas, contemplaba esta escena. Por su vestimenta oscura, sus largas trenzas y las numerosas cadenitas que pendían de su cuello (cada una de las cuales contenía algún versículo de la Sagrada Biblia escrito sobre una tira de pergamino), se reconocía en él aun alumno de ciencias religiosas, al discípulo de algún rabí, a un futuro doctor de la Ley. Los verdugos, para estar más cómodos, se habían quitado las túnicas. "Dádmelas, yo las guardaré", había dicho el fanático asistente. Como hombre de Dios, no hubiera querido mancharse las manos con la sangre de Esteban, pero como judío piadoso, compartía de todo corazón los sentimientos de la turba desenfrenada, el odio al Galileo y sus secuaces. A su modo, ayudaba a la ejecución.

Se llamaba Saulo; era el hijo de un acomodado comerciante de Tarso, Cilicia. Habitaban toda esa región cercana a Siria muchos judíos de origen que, establecidos en todas las ciudades, acaparaban más o menos el comercio. No era muy guapo este Saulo: de estatura mediana, rechoncho, de piernas torcidas, cabeza ya calva y cejas demasiado espesas. Sin embargo, quien observase su rostro expresivo, con sus arrugas prematuras y ojos hundidos, no podía dejar de notar que este muchacho era inteligente y estaba destinado a algo grande. Con sólo verlo, se adivinaba en él la pasión de las ideas, la violencia de los sentimientos, y una devoradora sed de absoluto. Sus padres fariseos, es decir, fervientes defensores y observadores estrictos de la Ley, ¿no le habían enseñado que no había en la tierra nada más importante que vivir según la Palabra divina y que el Señor estaba sobre todas las cosas? Siendo así, ¿cómo no iba a detestar al profeta de Galilea y a sus seguidores? Además, al llegar a Jerusalén poco después del desenlace de la causa de Jesús, sus maestros le habían asegurado que se justificaba ampliamente la condenación del falso Mesías por sus blasfemias, su rebeldía contra los preceptos de la Ley, su pretensión de declararse Hijo del Padre. Esteban era discípulo del Cristo. ¡Que muriese!

Sin embargo, no se borraba de su memoria la escena horrible del suplicio. Por la noche, solo, Saulo volvió a ver la cara de la víctima -de su víctima- tan apacible bajo los golpes mortales. No pudo evitar pensar cuán magnífica era esa serenidad, y en el fondo de su corazón oyó resonar como una lección y un reproche las últimas palabras de Esteban, que imploraba a Dios la absolución para aquellos mismos que lo torturaban. Estaba pasando por una crisis espiritual de la cual no lograba salir. Las palabras de Jesús, que se hacía repetir, le causaban una inquietud insuperable. El profeta de Galilea, ¿no había condenado a los violentos, los orgullosos, los pagados de la inteligencia, los duros de corazón? y él, Saulo, se preguntaba si él no era todo eso. ¡No!... ¡No! ¡Basta! Había que librarse de esos escrúpulos enfermizos. La Ley es la Ley: el que la viola, debe perecer; el que la observa, está con Dios. Odiar a Jesús, perseguir a las gentes de su secta, he ahí un verdadero deber. En Jerusalén había corrido el rumor de que los fieles del supuesto Mesías acababan de constituir un grupo fuerte en Damasco, en Siria. "¡Iré allí!", propuso Saulo a los jefes de los sacerdotes. Y, partió, debidamente encargado de la misión, dispuesto a luchar con toda su fuerza.

Hacía ocho días que caminaba sobre la ruta arenosa, poseído de una furia extraña, como si al ir a castigar a los discípulos de Cristo quisiera probarse a sí mismo que tenía razón. A su izquierda, el Hermón, "primogénito de los dioses", erguía bajo el cielo puro su cima siempre nevada. Se iba acercando el oasis, sus plátanos y palmas. Era un hermoso día de agosto, mediodía casi. De pronto, una luz salida del cielo envolvió al viajero. Rodó por tierra y oyó una voz que decía: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" Y él tartamudeó: "¿Quién eres tú; Señor?" La voz respondió: "Soy Jesús, Aquel a quien tú persigues." Y el hombre, aterrorizado y tembloroso, murmuró: "Señor, ¿qué quieres que, haga?" Y llegó la respuesta: "¡Levántate y entra en la ciudad; allí se te dirá lo que has de hacer!" Saulo se incorporó, en efecto, pero tambaleando. Una oscuridad total había reemplazado la luz del sol: tenía los ojos abiertos, pero no veía nada. Y sus compañeros de viaje lo miraban, mudos de sorpresa. Lo habían visto caer, habían oído un ruido confuso de voces, sin distinguir las palabras. ¿Qué significaba este incidente incomprensible?

Saulo, sí, había comprendido para siempre. Ahora sabía que Aquel a quien perseguía con su odio era verdaderamente el Mesías, el Hijo de Dios. Jadeante sobre la arena del camino, se había sentido preso de la Fuerza a la cual no se resiste nadie. En el instante en que la noche prodigiosa había descendido sobre él, había reconocido como en un relámpago a Aquel que, sin saber, esperaba su alma inquieta. En adelante, no le bastarían los días de su vida para dar testimonio de su amor a Aquel que lo había elegido entre todos los hombres para enviado suyo, a ese Jesús que lo había amado tanto como para tocarle el corazón.

*

Así designado por el mismo Jesús para servirle, ¿a qué papel de primer plano no estaba llamado Saulo? Era evidente que Cristo mismo había decidido responder a las desconfianzas más justas, a las legítimas presunciones, demostrando, mediante un milagro, que había convertido en servidor ferviente a ese adversario despiadado. El viajero ciego había retornado su camino; y, obediente a la orden, había entrado en la ciudad. Se había instalado en casa de un tendero judío llamado Judá, o más bien, se había hundido, consternado, silencioso, rehusando comida y bebida. Durante muchos días había permanecido así postrado, meditando su falta y su justo castigo.

Después, de pronto, había resonado en sus oídos una voz amiga. A su lado se hallaba un discípulo del Galileo, y le hablaba con caridad. Era Ananías, uno de los miembros de la comunidad cristiana de Damasco, un hombre sabio y bueno. Cristo se le había aparecido y le había dicho: "Levántate, ve a la casa de Judá y encontrarás a un hombre llamado Saulo. Le impondrás las manos para que recobre la vista." Pasmado ante tal orden, Ananías había osado responder: "¡Pero, Señor, es un enemigo! ¡Ha hecho tanto mal a los fieles en Jerusalén!" A lo cual el Señor había contestado: "¡Ve! Ese hombre es el instrumento que yo he elegido."

Instrumento de Cristo: Saulo sería sólo eso durante toda su vida. En adelante no buscaría más fin que servir a su gloria, difundir su mensaje, hacer conocer sus obras y su ejemplo. Vuelto a la luz por la intervención de Ananías, no deseó más que una cosa: prepararse para la nueva tarea que le aguardaba. En primer lugar, se retiró durante meses a pleno desierto, como el mismo Jesús había hecho antes de empezar a predicar, para meditar sobre sí mismo, reunir fuerzas, profundizar la doctrina de Aquel que en adelante sería su único maestro.

Luego retornó a Damasco. Porque, ¿no era allí donde primero había que manifestarse como seguidor de Cristo puesto que había querido ir a esa ciudad como enemigo suyo? Y comenzó a pregonar su nueva fe en la plaza pública, y en las sinagogas de los judíos. El estupor de todos era enorme. Y decían:"¿No es éste el mismo Saulo que perseguía aaquellos que invocaban el nombre de Jesús?" Y con sólo relatar su experiencia personal, el converso ganaba almas para Cristo. Tanto, que los judíos del lugar, inquietos y furiosos, urdieron una emboscada contra el desertor a fin de hacerla callar para siempre: Saulo tuvo que escapar furtivamente de Damasco escondido en una de esas enormes canastas para transportar pescado, la cual sus amigos descolgaron por el muro de la ciudad. Esto era admitir que los adversarios de Cristo empezaban a temerle.

Llegado a Jerusalén desde Damasco, Saulo pensó ofrecer a los Apóstoles toda su joven energía, su valor, su abnegación. Lo recibieron con desconfianza. En la Ciudad Santa, los fieles de Cristo recordaban demasiado bien al estudiante violento y fanático para quien hasta el nombre de Jesús era objeto de odio. La historia del milagro hecho a Saulo encontró muchos escépticos. Afortunadamente, uno de los hombres más respetados entre los dirigentes de la joven Iglesia, Bernabé, que gozaba de gran autoridad, dijo que él tenía confianza en el nuevo discípulo y lo recibía consigo.

Así fue como Saulo completó su aprendizaje al lado de este prudente anciano. En Antioquía, adonde Bernabé lo llevó consigo, trabajó dos años enseñando la doctrina de Jesús, evocando la existencia terrestre del Señor, su muerte y su resurrección. Al mismo tiempo, continuaba ahondando su vida interior haciendo mucha oración, ayunando y multiplicando los renunciamientos. Y Jesús, que por cierto había abandonado al hombre elegido por él mismo, no cesaba de tener relaciones místicas con él. Sin duda fue en Antioquía donde Saulo tuvo esas apariciones misteriosas de las cuales más tarde hablaría a sus amigos de Corinto y durante las cuales, arrebatado al cielo, descubrió algo de los secretos del Señor.

Ya había llegado a la madurez. Y comprendía perfectamente el papel que Cristo le asignaba. Antes de subir a los cielos para sentarse a la diestra del Padre, ¿no había dicho Jesús a sus fieles: "¡Id y enseñad a todas las naciones! ¡Bautizadlas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! ¡Enseñadles a observar todas las cosas que yo os líe mandado!"? Él, Saulo, obedecería esta orden suprema del Señor. Iría por este vasto mundo a cuantas partes pudiera, a todos los lugares donde hubiera almas que ganar para Cristo. Vocación de misionero, semejante a ésa que, hoy como hace dos mil años, empuja a las almas fervientes a sacrificar toda dicha a la tarea ingrata y admirable de enseñar el catecismo a alguna tribu negra o llevar a. los leprosos el consuelo de Cristo.

Tal intención, que hoy nos parece tan natural dentro de la línea del cristianismo, era todavía dudosa en el momento en que Saulo la proclamó como suya. Los primeros fieles de Jesús eran de raza y religión israelita. Eran servidores piadosos de la Sagrada Ley, de aquélla que enseñaron a los hombres Abraham, Moisés y los Profetas; y se preguntaban si las intenciones precisas de Cristo eran realmente que todos los pueblos pudiesen recibir la revelación de sus doctrinas, todos los pueblos, aun los paganos, o si debería reservarse a los mejores entre los hijos de Israel. Dicho con otras palabras, ¿serían los cristianos una comunidad de judíos que reconocían a Jesús como el Mesías esperado, o constituirían un pueblo' nuevo, integrado por todos aquellos que, paganos o israelitas, hubieran recibido el bautismo de penitencia, creyeran en Jesús, Dios hecho hombre, y vivieran según los preceptos del amor?

Para cualquiera que reflexionara seriamente sobre las enseñanzas de Cristo, la respuesta no dejaba, lugar a dudas. ¿Acaso Él no había mandado amar a sus enemigos? ¿No había propuesto como ejemplo a herejes despreciables tales como los samaritanos? ¿No había aceptado frecuentar y hasta socorrer con milagros a tales y cuales paganos? Más aún, después de su muerte y su gloriosa ascensión, ¿no había manifestado claramente su voluntad? Pedro, el príncipe de los Apóstoles, judío fiel y observante estricto de la Ley de Moisés, había recibido del Divino Maestro, en una visión, la orden formal de ir a bautizar a un pagano, un centurión llamado Cornelio, y, aunque sorprendido, había obedecido. Para Saulo, el designi9 del Señor era claro. El Evangelio no debería reservarse al núcleo mínimo del Pueblo Elegido y no había que esperar que Israel se convirtiera. Había que difundida Palabra en el mundo, en la humanidad entera, entre paganos tanto como entre hebreos, entre pobres y ricos. Una nueva raza de hombres iba a nacer donde no habría "ni griegos, ni judíos, ni esclavos, ni hombres libres"; donde habría ¡sólo hermanos en Cristo!

Saulo consiguió comunicar a los jefes de la Iglesia esta convicción ardiente, aunque no sin discusiones bastante ásperas: fue necesario nada menos que la reunión de un Concilio en Jerusalén para que éstas cesaran. El sobrenombre que llevaría por todos los siglos el convertido de Damasco recordaría esta convicción: ante los ojos de la cristiandad toda, es el que afirma más altamente la universalidad de la revelación, el primer misionero, el Apóstol de los Gentiles.

*

Veamos pues a este doliente misionero, lanzado en lo sucesivo, durante veintidós años, a esa su existencia errante hasta su muerte. Sus días están plenos de una actividad increíble. Se traslada de un punto a otro sin cesar, predica, discute, convence. Brotan sobre sus pasos nuevas iglesias: apenas una cobra existencia, va más lejos a sembrar la buena semilla. Pero siempre se dará tiempo para escribir, o más bien dictar, para sus hijas espirituales, las nuevas comunidades cristianas, cartas admirables, sus célebres Epístolas, donde les habla de todo aquello que puede sedes útil, prodigándoles los consejos prácticos más oportunos, y enseñándoles al mismo tiempo los datos más sublimes de la nueva religión. ¡Cuántos éxitos en veinte años, cuán pocos fracasos!

¿De qué dispone para cumplir tan gigantesca tarea? En apariencia, de bien poco. No es más que un humilde judío que vive del trabajo de sus manos. Su salud es mediocre, y expuesta a crisis que él mismo confiesa dolorosas. Pero es un hombre de una intrepidez sin límites, que no se. detiene ante nada cuando se trata de servir a Cristo: ni ante la prisión, ni ante los golpes, ni ante las amenazas de muerte. "¡He estado afligido, pero jamás aplastado; privado de todo, pero jamás desesperado; he sido golpeado, pero jamás vencido!", exclama con sereno orgullo; y es la pura verdad. Su fe era en verdad aquella de la que Cristo ha dicho que puede mover montañas: y Saulo conmovió muchas montañas, montañas de pereza, de violencia, de incomprensión.

De ordinario se distinguen tres grandes viajes misioneros del Apóstol de los Gentiles, pero esta división es arbitraria porque las interrupciones entre viaje y viaje fueron muy breves y nada diferencia estas correrías gigantescas, que alcanzan un total aproximado de veinte mil kilómetros recorridos en trece años, llevadas a cabo para servir al maestro. La primera misión va del año 45 al 49: recorre Chipre, luego el Asia Menor, las altas mesetas de Panfilia, de Pisidia, de Licaonia, Derbe, Antioquía de Pisidia, Iconia, Lystra y regresa a Antioquía. Hacia fines del año 49 vuelve a Jerusalén, donde se celebra una importante reunión de la Iglesia, el primer "concilio". En seguida parte otra vez rumbo al Asia Menor, visita las comunidades ya creadas, y se interna en Galacia, entre los pueblos célticos, parientes cercanos de los galos, a quienes la antigua migración aria ha arrojado sobre esas tierras lejanas. Luego, guiado por el Espíritu, atraviesa el mar. y llega a Europa: Filipos de Macedonia, Tesalónica, Atenas; y Corinto, desde donde se embarca de vuelta rumbo a Éfeso y Antioquía a fines de otoño del año 52. Por último -tercer viaje- seis meses más tarde, retornando su camino, va a Efeso para continuar la obra comenzada vuelve a Grecia para ver a sus amigos de Corinto, llega hasta los bordes del Adriático y luego, a través de las islas de Asia, Mitilene, Quíos, Samos, Rodas y los puertos de Siria y Palestina, retorna a Jerusalén, donde le aguarda su destino, hacia Pentecostés del año 58.

Sería imposible seguir aquí paso a paso esta carrera de trece años. Hay que leer los episodios en los Hechos de los Apóstoles, episodios unas veces pinorescos y otras emocionantes, evocados por el redactor San Lucas, compañero del Apóstol, con serena fuerza y verdad admirable. No faltan los episodios cómicos para que este relato aguijonee la atención, como aquel de Lystra, del primer viaje, en que Saulo, habiendo curado a un cojo, fue aclamado por la multitud pagana que tomándolo por el Dios Hermes, lo arrastró a la fuerza  hasta un altar para adorarlo, y le costó mucho librarse de ello, mientras que el excelente Bernabé a duras penas trataba de persuadir a esas buenas gentes de que él no era ¡Zeus en persona! Pero los hechos sublimes son mucho más numerosos, y ocupael primer lugar aquel que le ocurrirá más tarde en la misma ciudad de Lystra. Saulo había sido gravemente herido por las gentes enfurecidas; entonces se le apareció Cristo, y sus llagas, misteriosamente, marcaron en su carne los estigmas de la Pasión del Crucificado, los agujeros de las manos, de los pies y del costado, que conservó toda su vida.

¡Cuántos episodios de estas grandes aventuras. misioneras merecerían ser citados por su significación, por las enseñanzas que de ellos se desprenden! Ved a Saulo en la isla de Chipre, la isla en donde se adoraba a Afrodita, la diosa del amor. Mediante el poder de sus palabras, el Apóstol hará nacer allí una comunidad cristiana admirablemente vigorosa, tanto que el procónsul romano Sergio Paulo querrá conocer al heraldo de la nueva doctrina. Se trata de un hombre inteligente y culto, a quien apasionan las cuestiones religiosas; una de esas almas como indudablemente habría muchas en el paganismo de aquel tiempo que, insatisfechas con la antigua religión formalista y la mitología inadmisible, buscaban a tientas la verdad. Saulo conoció a ese hombre; le habló de Cristo, lo convenció de la verdad del Evangelio y se hicieron tan entrañablemente amigos que el misionero, abandonando su nombre judío de Saulo, tomó en adelante el de su protector romano Paulo, Pablo, nombre al cual daría gloria imperecedera.

Y ahora he ahí a Pablo en el extremo del Asia Menor, no lejos de esa ciudad de Troya donde se venera todavía el recuerdo de los héroes de Homero. Se halla enfermo, agotado por un recorrido de meses pródigo en dificultades. Quizás piense tomar un descanso. Pero en su alma infatigable de misionero se debate una idea, algo como un remordimiento: Allí acaba la antigua tierra de Asia; al otro lado del estrecho brazo de mar se extiende Europa, la Europa todavía pagana, la Europa que, también ella, desea conocer a Cristo y su doctrina. Llega la noche y continúa pensando... De pronto tiene una visión. Se le aparece un hombre vestido a la manera de Macedonia, con la clámide y el tocado alto de los de su raza. ¡Y este hombre lo llama a él, a Pablo! ¡Y le suplica que lleve la luz a Europa! Entonces el Apóstol comprende y se entrega. ¿Qué importa la fatiga? Partirá.

En Europa le esperan nuevas dificultades, diferentes de las que ha encontrado hasta entonces. En las ciudades de Asia sus enemigos habían sido, o bien los paganos cuyos dioses combatía, o bien los judíos fanáticos que odiaban en él al seguidor del crucificado. En Atenas, capital de la inteligencia, chocará con otra adversario: el escepticismo, la ironía. La juventud brillante que sigue allí sus estudios tiene por costumbre gustar de todas las doctrinas sin creer en ninguna. Le agrada gozar de todo y es poco probable que, la seduzcan los grandes preceptos del renunciamiento cristiano. De modo qué cuando Pablo se pone a hablar en la plaza pública, de inmediato surgen los chistes, las pullas. y' cuando afirma que Cristo ha resucitado, estallan las carcajadas. "¡Te esperamos allá arriba otro día!", le gritan burlándose. ¿Desalentará al Apóstol este fracaso? ¿Se dirá que no hay nada que hacer con estas gentes?

No. Lo característico de un gran misionero es precisamente no desanimarse jamás, volver sin cesar al ataque si no ha podido vencer la primera vez, ser infinitamente tenaz y paciente. Ya que Atenas se le escapa, irá a Corinto, el gran puerto vecino. ¡Esa ciudad sí que no es una capital de la inteligencia! Allí se comercia con todo, no siempre en forma muy honesta, y están lejos de observar la moral más elemental. ¡Qué importa! Cristo ha hablado con mucha dulzura a la pecadora y ha perdonado al buen ladrón. Y Pablo consigue sembrar la buena semilla en el ambiente bajo del puerto, entre los hombres de los muelles, los esportilleros y maleantes: nace una comunidad cristiana vigorosa, ardiente, a la cual el Apóstol concederá siempre un lugar elegido en su corazón, aquella a la cual escribirá sus dos cartas más admirables, las famosas Epístolas a los Corintios.

Y he aquí ahora la última etapa, al finalizar el tercer viaje. Pablo emprende la vuelta a Palestina., Ha cumplido, parece, una tarea inmensa, pero él, en lo profundo de su alma, pensando en la inmensa masa humana que aun ignora a Cristo, se hace reproches: ¡todavía no ha trabajado bastante! Inquieto, angustiado, se detiene en Milu entre sus fieles. Éstos le suplican que se quede con ellos. Corre el rumor de que en Jerusalén le acechan sus enemigos. Su vida está en peligro. Pero justamente, ¿no es ése el testimonio supremo que debe dar al, Señor? ¿Sacrificar su vida, "completar en su carne la Pasión de Cristo"? Va a partir, y mientras sus amigos arrodillados sobre la playa le piden la última bendición, se embarca conociendo bien la muerte trágica que le espera, pero sabiendo también que la verdad, para vencer, necesita de la sangre.

Y se cumplió lo que Pablo esperaba. Apenas llegado a Jerusalén, los judíos fanáticos se levantan contra él. "¡He ahí al blasfemo! ¡He ahí al rebelde, al profanador del Templo!" En cuanto el Apóstol intenta hablar, estalla la gritería, hasta que el tribuna romano Lisias, que manda en el lugar, ordena el arresto del misionero. ¿Un agitador? Unos buenos azotes lo harán entrar en razón. Pero entonces Pablo se subleva: lleva por herencia paterna' el título de "ciudadano romano" y como' tal no se lo puede azotar. El funcionario, confundido, decide que el Apóstol permanezca simplemente en Jerusalén, y luego, ante las malas intenciones de los. judíos, lo envía a Cesárea, el puerto donde reside el procurador imperial. Pablo permanece encarcelado durante muchos meses, hasta que un día, cansado de ver que ni lo dejan en libertad ni lo juzgan, decide poner fin a la situación. Le pesa esa inacción. ¡Tantos países esperan todavía la palabra de Cristo, y él ahí, inútil! Existe un medio para hacerse enviar a Roma: usar de su derecho de ciudadano y apelar ante el Emperador.

Es un medio terriblemente peligroso, porque entonces el Emperador es nada menos que Nerón. ¿Qué locura cruel no cometerá ese desorbitado? Ya ha habido cristianos a quienes las autoridades romanas han molestado por causa de su fe. ¿Qué importa? Si su ida a Roma puede ser útil a la causa de Cristo, ¿vacilará Pablo? Declara entonces que, como ciudadano romano, apela al juicio del Emperador y exige se le traslade a la capital. Ocurre entonces, desde septiembre del año 60 hasta la primavera del 61, un viaje pintoresco, fabuloso, tan lleno de peripecias que su relato del libro de los Hechos de los Apóstoles constituye una verdadera novela de aventuras. Embarcado en uno de los barcos de la línea de Oriente que sin prisa alguna alcanzaban Italia pasando por Siria, los puertos del Asia Menor, luego Creta y Malta, Pablo se aprovecha de las circunstancias para sembrar a manos llenas la semilla del Evangelio. En. todas partes donde hace escala se fundan comunidades. Su prestigio es inmenso, tanto que un día de tempestad, cuando la tripulación está a punto de abandonar la nave, él toma el mando de la misma y vuelve a reinar el orden a bordo. ¿No está con ese hombre el mismo Dios? En Malta, lo prueba un incidente extraordinario: Una víbora, oculta en un haz de leña, salta en el preciso momento en que Pablo tiende las manos a las llamas para calentarse, y se prende a los dedos del Apóstol. Pero éste, con mucha calma, la aparta con un pequeño movimiento, y todos pueden comprobar que el santo no ha sido picado.

Italia, la bahía de Nápoles, el puerto de Pozzuoli, luego la Vía Appia, por etapas, en dirección a Roma. La noticia. de su llegada lo ha precedido, y los grupos de cristianos acuden a su encuentro para saludar a quien conocen como el más ilustre misionero de Cristo. La comunidad cristiana ya es importante en la Ciudad Eterna. Y no sólo se encuentran. numerosos fieles de la nueva religión en los barrios de la ribera del Tíber, habitados por artesanos y plebeyos, sino que existen adeptos a Cristo dentro de las clases más altas, aun entre la gente que rodea al Emperador. Y el jefe de esta comunidad es un anciano admirable, magnífico, sabio, visiblemente aureolado de santidad: es Pedro, Pedro en persona, el Príncipe de los Apóstoles, que habiendo debido huir de Jerusalén, luego de una breve estadía en Antioquía ha ido a instalarse en la capital imperial, en adelante, por su presencia, capital del mundo cristiano.

Este desarrollo de la Iglesia de Cristo no ha pasado inadvertido a. los paganos. El vulgo empieza a interesarse por las obras y proezas de los bautizados, y demasiado, porque se cuentan acerca de ellos fábulas absurdas y aborrecibles. Como se ha oído decir que las palabras de la comunión son: "Comed, éste es mi cuerpo; bebed, ésta es mi sangre", hay tontos que afirman que los cristianos una especie de antropófagos. También se murmura que las autoridades se disponen a castigarlos.

Los cristianos no se cuidan de estos rumores ridículos, ni de esas amenazas. Continúan viviendo fraternalmente, socorriéndose los unos a los otros, celebrando fervorosamente sus hermosas ceremonias. Pablo, apenas llegado, aunque sometido a vigilancia, trabaja con todas sus fuerzas al lado de Pedro para convertir nuevas almas. Pronto se extiende su fama, y numerosos paganos que simpatizan con la nueva doctrina van a visitarlo. Entretanto, aprovecha su descanso forzoso para escribir a sus antiguas "hijas", las iglesias que ha fundado, epístolas ricas en enseñanzas. Libertado, sin duda en el año 62, vuelve a partir en seguida rumbo a Grecia y al Asia Menor para ver otra vez a sus amigos, sus hijos, y darles sus últimas instrucciones, porque -¡no se hace ilusiones!- eso no es más que una demora, y su muerte es segura. En el fondo de su alma, ¿acaso no desea el martirio?

Arrestado nuevamente, llevado a Roma, sabe la suerte que le espera. "Yo ya estoy a punto de ser inmolado, y se acerca el tiempo de mi muerte. He combatido con valor, he concluído la carrera, he defendido la fe. Nada me resta sino aguardar la corona que me está reservada y que me dará el Señor en aquel día como justo juez", escribe a su amigo Timoteo. Y no se equivoca.

En Roma, la situación se hacía dramática para los cristianos. Crecía contra ellos el odio popular, sustentado por la estupidez y la malignidad. Bastaría un azar para que estallara, y se produjo. En la noche del 18 al 19 de junio del año 64 se incendiaron muchos puntos de la ciudad, y el fuego, impulsado por el viento, se extendió rápidamente por barrios enteros. Bien pronto se produjo un espectáculo de terror que se prolongó no menos de ciento cincuenta horas. Dominado por fin el siniestro, las dos terceras partes de la capital eran sólo ruinas humeantes. Y entre el pueblo desolado empezó a circular un rumor: el incendio se había producido adrede: el Emperador mismo lo había ordenado para gozar de un espectáculo extraordinario o para reconstruir la ciudad según su fantasía. Bramaban enfurecidos. Y Nerón tuvo miedo. Había que encontrar en seguida un culpable para señalárselo a las multitudes. ¡Los cristianos! ¿Acaso no eran enemigos del género humano? ¿Y no anunciaban en sus libros la cólera de su Dios y un cataclismo en que perecería el mundo? Ellos eran los culpables...

Así estalló la primera persecución, atroz y, salvaje. En los jardines públicos ardieron como antorchas los cristianos estacados, untados con pez y resina. Otros, cosidos a pieles de animales, fueron librados a los perros feroces. En el circo, al pie de la colina vaticana, se torturaron, decapitaron y crucificaron centenares de fieles ante una multitud que aullaba. Así murió Pedro, el viejo Apóstol, crucificado, a, pedido suyo, cabeza abajo, porque no se consideraba digno de sufrir el mismo suplicio que su Maestro.

Pablo, ciudadano romano, gozó del privilegio último de no ser torturado ni sometido a muerte ignominiosa. El único suplicio que pudo infligírsele fue la decapitación. Lo condujeron a través de la Vía que llevaba al mar, fuera de la ciudad, y un guardia le cortó la cabeza con un golpe de cuchilla. Así dio testimonio aquel que desde el momento en que, sobre el camino arenoso, un mediodía de agosto, Jesús lo había llamado por su nombre, había obedecido tan bien el mandato de su Maestro, había sembrado tan maravillosamente en la tierra el grano de la Buena Nueva, el primero de los misioneros, el Apóstol de los Gentiles.