SAN BERNARDO
ÍNDICE
I. UNA MUERTE EN DIOS
II. EL ALMA DE UN ADOLESCENTE
III. EL CONVENTO DE LOS "CISTELS" DEL SAONA
IV. AL SERVICIO DEL IDEAL MONÁSTICO
V. CLAIRVAUX, EN EL VALLE DE ABSINTHE
VI. IRRADIACIÓN DE BERNARDO Y CLAIRVAUX
VII. BERNARDO, SUPERIOR DE LA ORDEN
VIII. EL HOMBRE ENTERO
IX. LA VIDA EN DIOS
X. LA OBRA ESCRITA
XI. EL HOMBRE "COMPROMETIDO"
XII. LOS "ASUNTOS DE DIOS"
XIII. EL DEFENSOR DE LA FE
XIV. BERNARDO FRENTE A ABELARDO
XV. HOMBRE DE ESTADO
XVI. EL CISMA DE ANACLETO
XVII. LA SEGUNDA CRUZADA
XVIII. UN CRISTIANISMO DE CABALLERÍA
XIX. SAN BERNARDO Y EL ARTE DE SU ÉPOCA
XX. LAS BODAS CON EL ESPOSO
XXI. CUANDO LA O.N.U. SE LLAMABA CRISTIANDAD
PARA CONOCER A SAN BERNARDO
I. LOS TESTIMONIOS
II. OBRAS PRINCIPALES
Hace ocho siglos, el 20 de agosto de 1153, alrededor de las nueve de la mañana,
en el convento de Clairvaux, escondido en una hondonada de la meseta que une la
Champaña con la Alta Borgoña, moría en la más completa humildad un monje a quien
nada en apariencia distinguía de sus hermanos. Su celda estaba tan desnuda como
sus dormitorios. Su traje blanco estaba hecho de sayal tan tosco como el de sus
hábitos. Su rostro, sobre el cual el Ángel de la muerte extendió en seguida su
majestad, decía suficientemente, tanto por su delgadez como por los surcos que
lo labraban, que, de los ayunos y penitencias que eran de regla en su Orden, el
asceta que acababa de morir había asumido más de lo debido. Su fin estaba, en
verdad, dentro de la línea de su vida: era la renuncia total del verdadero
cristiano.
Sin embargo, el rumor de aquella muerte transmitido en seguida a los cuatro
puntos de la tierra cristiana, produjo una sensación de inmenso dolor y de
inquietud. Porque había desaparecido aquel hombre, le pareció al más humilde de
los bautizados que en adelante le iba a faltar alguna cosa en la tierra. Por
todos los caminos que conducían hacia este rincón perdido de
bosques y páramos, se vio subir a verdaderas muchedumbres. En la puerta del
monasterio, hombres y mujeres, familias enteras e incluso niños se apelotonaban.
No pudiendo volver a ver al hombre que habían amado, los humildes suplicaban a
los monjes, sus hermanos, que les enseñaran por lo menos la mascarilla de yeso
que habían moldeado sobre su cara, y permanecían allí, mirando aquel rostro
enjuto de mejillas tensas, de arrugas profundas, sobre el cual aún parecía-
aflorar el alma eterna, el alma que la muerte no podía vencer. Pedían a los
testigos que explicaran sus últimos momentos y cómo, en el instante supremo,
habían visto aparecer en su cabecera la más preciada, la más consoladora de las
presencias: la de la muy misericordiosa Virgen María, Madre del Salvador, bajada
del cielo para recoger el último suspiro de aquél que tanto la había amado.
Y luego, muy pronto -uno de sus más próximos biógrafos lo asegura-, se
multiplicaron los milagros sobre su cuerpo, cosa tanto más extraña cuanto que en
su vida había hecho muy pocos. Un epiléptico se acercó suplicando y, al momento,
se vio librado de su mal. El día anterior al entierro una joven madre logró
poner cerca de él a su hijo, cuyos brazos estaban paralizados, y en seguida
viole agitarlos, curado. Estos prodigios continuaron aún, cuando ya la tierra
hubo cubierto sus despojos, y pronto tan numerosas muchedumbres se dirigieron a
la Claire Vallée, que el nuevo Padre Abad, temiendo ver comprometida la amada
soledad de su comunidad, no tuvo otro remedio que trasladarse personalmente
junto a la tumba y en nombre de la Santa Obediencia prohibir al alma del santo
el continuar obrando milagros. Orden terminante a la que, ni que decir tiene, el
humilde monje se sometió.
No era sólo en Clairvaux y en los alrededores, ni aún en las provincias de
Borgoña y de Champaña, que la gloria de aquel hombre resplandecía. Su elogio
salía de los labios más autorizados. El papa Inocencio n había hablado de él
como «del muro inexpugnable de la Iglesia». Su sucesor Eugenio In se había
proclamado discípulo suyo, su hijo espiritual. Al saber su muerte, Anastasio IV
lloró. Al punto, en varios conventos, algunos sabios que le habían conocido se
pusieron al trabajo, para transmitir a las futuras generaciones el relato de
aquella vida tan ejemplar. La voz unánime del pueblo fiel decía que aquel hombre
era un santo.
y la Iglesia muy pronto debía escuchar esta voz. El 18 de enero de 1174, poco
más de veinte años después de su muerte, el papa Alejandro In proclamaba el
nuevo santo, en unas cartas apostólicas donde transluce un verdadero fervor por
su memoria. Y, componiendo la misa que se diría en adelante en su honor, decidió
que se leería el Evangelio: «Vosotros sois la sal de la tierra», que está
generalmente reservada a los hombres que mejor han servido a Dios con el
pensamiento y la palabra, los doctores de la Iglesia. Poco tiempo después, en
1201, Inocencio nI escribía una colecta en la cual llamaba a este hombre «Doctor
egregius».
¿Quién era aquél? ¿Quién era aquél cuya figura se alzaba ante su tumba, se
imponía inmediatamente al mundo, tan luminosa, tan admirable, tan extrañamente
presente? Era un francés de Borgoña, un monje de la observancia cirterciense.
Ante Dios y ante los hombres, se llamaba Bernardo.
Al norte de Dijon, «ciudad de bellos campanarios», el cerro de Fontaines es sólo
un espolón de aquel Mont-Afrique donde César hizo acampar sus legiones. Su
altura es modesta, pero su cuesta bastante inclinada, y desde la cima de esta
otra «colina inspirada» se descubre el panorama ocre de las llanuras del Saona,
las cumbres del Jura y, en el remoto horizonte, el destello de los Alpes, de
azules reflejos. No muy lejos, hacia el sudoeste, empieza la vertiente
borgoñona, de títulos fastuosos, los viñedos de Richebourg, del Pommard, del
Corton, los Clos-Vougeot, los Volnay y los Chambertin. Pero el adolescente que,
hacia finales del año 1111, pasaba largas horas meditando en las terrazas del
castillo tenía pocas miradas para estas perspectivas grandiosas y el armonioso
equilibrio de masas y planos; él dirigía su mirada más allá de los esplendores
de este mundo.
Tenía tan sólo veintiún años, pues había nacido en 1090, de Tescelin, castellano
de Fontaines y de su esposa Aleth, tercero de sus siete hijos. Uno y otro tronco
pertenecían a la buena nobleza borgoñona; Aleth, emparentada con los condes de
Tonnerre, tenía en sus venas incluso un poco de sangre ducal. Este origen, del
cual su modestia nunca se envanecerá, explicaba sin embargo algunos de los
rasgos sobresalientes de su carácter: su altivez instintiva, su generosidad y
desinterés, su valor al hacer frente a los peligros, también una cierta
violencia, hay que decirlo, pero por encima de todo, su exigente sentido del
honor, que hará siempre de su conducta la de un caballero.
Esta nobleza de alma se leía en los rasgos de aquel joven, cuya belleza física
incontestable era el visible reflejo de su esplendor espiritual. Alto, delgado,
seco y pálido, los ojos azules, tenía al mismo tiempo la autoridad de un jefe y
el encanto de un ser en el cual el corazón resplandece de caridad. Sus
hermanos, sus compañeros, más tarde sus innumerables testigos, habían de
decirlo: emanaba de él un prestigio singular, hecho de fuerza y dulzura a la
vez, al que era imposible no ser sensible. Una aparente timidez o, acaso, una
reserva extremada añadían a su personalidad un toque de discreción y de pudor.
Suave y modesto, al mismo tiempo que altivo e imperioso, sabía hacerse amar
tanto como se imponía.
Su aspecto estaba tan formado como su carácter. Su madre, Aleth, que quizá tenía
para él una secreta preferencia -¿no explicaba que había tenido por su causa,
antes de su nacimiento, un sueño profético anunciándole su excepcional destino?-, había empezado, desde su tierna infancia, a educarle con esmero. Cuando llegó
el momento de empezar sus estudios, fue a establecerse con sus seis hijos
varones en Chatillon-sur-Seine para que tuviera el beneficio de la excelente
enseñanza que allí daba una escuela capitular notable, la de la iglesia
de Saint-Vorles, que dependía del obispado de Langres. Los canónigos regulares
que enseñaban en ella, pedagogos escogidos, distinguieron pronto en el pequeño
Bernardo la persona excepcional y lo habían preparado cuidadosamente. El «trivium»
terminado -gramática, retórica, dialéctica-, en donde había leído y explicado
a Horacio, Virgilio, Ovidio, Cicerón, Lucano, Estacio y Boecio, sin olvidar a los
Padres de la Iglesia, sobre todo san Agustín, se había acercado al «quadrivium»,
pero sólo había tenido de él nociones elementales, por ser llamado bien pronto
a muy distinto camino que el de la cultura y de los trabajos del espíritu.
Hacia los dieciocho o diecinueve años, en el alma de aquel adolescente colmado
de dones, se desarrollaba una crisis. ¿Era sólo la que podía provocar, en el
corazón de tan tentador muchacho, el mundo con sus prestigios? Sin duda los
biógrafos han novelado un poco, cuando, para hacer sentir la gravedad de los
peligros que tuvo que sobrellevar su héroe, han relatado la historia de cierta
mesonera que se habría introducido en el lecho de Bernardo, o también la
tentación que la imagen embriagador a de una bella mujer habría puesto en su
corazón, tan violenta que, para escapar a ella, se habría arrojado, enteramente
vestido, a un estanque helado. La verdad, siendo menos novelesca, debió ser un
drama más íntimo.
La crisis que atravesó el muchacho de Fontaines fue sin duda la que en la hora
de las almas obscuras conocen, generación tras generación, todos los que tienen
alguna nobleza y el deseo de vivir de muy otra manera que según los apetitos e
intereses. Apenas salido de los jardines encantados de la infancia, el ser joven
choca con el mundo de los hombres, con sus perfidias, sus bajezas y lo que le
trastorna y le desespera aún más que el espectáculo de las tristezas que le
rodean es comprobar que todo ello, todo lo que le inquieta y le desazona,
encuentra no sé qué eco dentro de si mismo, en el fondo de su cómplice corazón.
Hay almas adolescentes a las cuales este descubrimiento de la vida hiere para
siempre y que nunca toman parte en este compromiso; hay otras también,
infinitamente más numerosas: por desgracia, que se acomodan a ello demasiado
aprisa y demasiado bien; pero ocurre que, para las naturalezas de calidad más
preciosa, este período de tanteamientos trágicos es también el de heroicas
decisiones. ,.
Bossuet, en una página célebre del Panegírico que consagra a san Bernardo, una
de las más bellas de su obra oratoria, evoca magníficamente a aquel adolescente
devorado por el fuego interno. «¿Os diré aquí lo que es un joven de veintidós
años? ¡Qué ardor, qué impaciencia, qué impetuosidad en los deseos! Esta fuerza,
este vigor, esta sangre caliente e hirviente, parecida a un vino espirituoso, no
le permite nada sentado m moderado». Todas estas potencias estremecidas de la
juventud, que algunos utilizan para muy otros designios, Bernardo iba a
dedicarlas a una causa única, la sola que en verdad merece que se dedique a ella
una vida, y la sola locura de la cual su alma aceptaría estar llena sería la
locura de la Cruz.
Todo se abría ante él; todo le era posible. Su padre, muy influyente en la corte
del duque Eudes, sólo tenía que decir una palabra para que le fuera reservado al
más dotado de sus hijos un sitio de elección. Hubiera podido ser también
militar, como uno de sus hermanos,
o ir a estudiar a las mejores escuelas de Italia, de Francia o del Imperio. Si
tenía verdadero empeño en ser hombre de Iglesia, nada hubiera sido más sencillo
que obtener que se le diera una abadía, o incluso un obispado. Pero no. Todo
ello hubiera sido aún: participar del mundo, entrar en el sistema de mutuas
complicidades, de connivencias, que le causaba horror. En su fondo, no era la
voz de las ambiciones temporales la que hablaba, sino aquella otra voz,
infinitamente secreta e inefable, que, por lo menos una vez en la vida, llama a
cada uno por su nombre.
Por otra parte, un ejemplo, el más conmovedor, estaba ante sus ojos y no se
alejaba de su memoria: había visto morir en Dios al ser que más había amado.
Aleth había sido durante toda su vida un modelo de esposa y de madre, un ama de
casa tan abnegada que se la había visto a veces, tan gran dama como era, meterse
en la cocina o lavar los platos para ayudar a las sirvientes. Su papel de
educadora había sido tal como se ha visto. Su fin había sido el de una santa.
Sintiéndose atacada sin remedio, había querido morir en la discreción más
extremada, en la más total humildad. Había prohibido que se modificaran las
ceremonias de la fiesta parroquial, que tenía lugar aquellos días; había
exigido, incluso, según era costumbre, que el clero fuese mientras ella moría,
a banquetear en el castillo. En su habitación había recibido la unción suprema y
la comunión y había dado con voz declinante las respuestas a los clérigos
agrupados alrededor de su cama, salmodiando las letanías de los santos. Éstas
son imágenes que un niño no olvida, y Bernardo, de corazón sensible, menos aún
que nadie. Hasta su muerte le gustará evocar la imagen de aquella madre ejemplar que la Iglesia proclamaría
bienaventurada. La voz que tomó el Señor para llamarlo a su servicio fue
indudablemente la de Aleth.
Y es por esto que aquel hermoso joven que meditaba en la terraza de Fontaines no
miraba el bello paisaje extendido a sus pies ni soñaba con amores humanos ni con
glorias terrenales.
No prestaba atención sino a una mancha obscura, desplegada en la llanura del
Saona, donde el espesor de un bosque ocultaba el más modesto de los conventos.
III
EL CONVENTO DE LOS «CISTELS» DEL SAONA
EL domingo de Ramos del año 1098, festividad del santo patriarca Benito -de ello
hacía ya catorce años-, un grupo de novicios benedictinos habían salido de su
abadía de Molesmes en Borgoña para ir a fundar una nueva casa en un lugar
solitario entre los «cistels» -juncos- del Saona. Este monasterio había tomado
el nombre, que había de hacerse ilustre, de Citeaux. ¿Por qué aquella partida?
¿Por qué aquella fundación? Para comprenderlo, es necesario colocarse de nuevo
en el clima de la época, en aquella extraordinaria animación espiritual que
trabajaba el alma cristiana desde hacía casi cien años. La Iglesia, durante los
tiempos bárbaros, en aquella época trágica que se extiende desde después de las
invasiones hasta los alrededores del año mil, había sido el guía y la salvación
de la sociedad en peligro. Luchando obstinadamente, en el seno de las tinieblas
ensangrentadas, contra el poder mortal de la barbarie, había trabajado tanto en
restablecer un orden temporal como en despertar en el alma de los bautizados las
fidelidades adormecidas; en mantener unos elementos de cultura como en
salvaguardar unos rudimentos de arte. Pero aquel papel asumido por tantos papas,
obispos, santos, monjes, con un heroísmo sublime, no había carecido de peligro
para aquella sociedad escogida que se había asignado como tarea la de salvar el
espíritu.
Precisamente porque había jugado y ganado tal partida, la Iglesia se había
encontrado, queriéndolo o no, asociada a unas estructuras temporales. El
feudalismo, que tanto había ayudado a nacer, a fin de oponer una barrera de
acero a los desencadenamientos de la fuerza bruta, amenazaba con atarla a ella
misma a su sistema de servicios guerreros y de posesión de bienes. El peligro
del éxito ha sido siempre uno de los más insidiosos que pueden amenazar el alma
cristiana: en el siglo XI, sin duda, aquel peligro no era ilusorio. Prelados,
obispos, incluso papas, se inclinaban a pactar con las potencias de la tierra, a
cambio de bienes perecederos pero substanciales. Instituciones cuyas razones de
existir eran puramente espirituales, se convertían en una especie de coaliciones
de intereses. Los poderes laicos intervenían constantemente, indirectamente, y
muy a menudo de la manera más perjudicial, en los nombramientos eclesiásticos y
en los asuntos de la cristiandad. Todo ello era por demás evidente.
Por otra parte, la vieja ley que sin cesar hace bajar la masa cristiana y hace
insípida la sal de la tierra no había dejado de actuar en un tiempo en que
testimoniar las virtudes que enseña el Evangelio era cómodo. ¿Cómo no habían de
producirse caídas? Incluso consagrados, los clérigos permanecían hombres, que
llevaban consigo la misma herida que el resto del rebaño. Las invasiones, los
desórdenes que siguieron, habían provocado una verdadera barbarización de la
sociedad, de la cual la Iglesia no había podido protegerse totalmente. La
violencia, la inmoralidad, que eran usuales en aquellos tiempos, habían
penetrado en su seno. y cuando san Bernardo evocará, más tarde, «estos curas
dominados por la avaricia, gobernados por el orgullo que despliegan sus
abominaciones, incluso dentro del santo lugar», no exagerará nada ni cederá en
manera alguna a aquel gusto del énfasis en la vituperación que es a menudo el
pecadillo de los predicadores.
Ahora bien, contra las fuerzas de degradación que amenazaban atraerla hacia el
abismo, la Iglesia había reaccionado. También es una ley profunda en su
historia: siempre que se hace necesaria, una nueva levadura aparece en la masa
cristiana, dispuesta a hacerla levantar de nuevo. El espíritu de reforma se
había manifestado varias veces durante los tiempos bárbaros: se había encarnado
en un san Benito, un san Colombano, un san Benito de Aniano, más tarde en los
grandes monjes de Cluny como un san Romualdo o un san Pedro Damián. Pasado el
año mil, el movimiento de reforma lanzado por unas selecciones monásticas había
sido recogido y desarrollado por algunos papas, en primer lugar el que se había
entregado tan apasionadamente a aquel esfuerzo que el conjunto mismo de esta
operación ha permanecido en la historia, célebre por su nombre: la reforma
gregoriana. Elevado a la silla de san Pedro en el año 1073, el antiguo
benedictino de Cluny, Hildebrando, luego Gregorio VII, durante once años y a
pesar de las más difíciles circunstancias, había trabajado obstinadamente en
tallar, enmendar, corregir y reformar la Iglesia. Esto no había sido sin
determinar resistencias, pero sin suscitar también 'admirables impulsos.
La salida de los monjes de Molesmes y su instalación en las marismas del Saona
estaban entre las señales de aquel gran impulso que levantaba el alma cristiana
hacia un ideal mayor de pureza, de tradición mejor seguida, de más imperiosa
fidelidad. Su finalidad no era la lucha contra la simonía y la fornicación
clericales, plagas que los grandes papas combatían con el mayor empeño, sino
que, más profundamente, buscaban volver a las fuentes del agua viva, lo que
sería suficiente para eliminar los abusos.
Pertenecían a la observancia de Cluny, la gran Cluny de Borgoña, que había
estado un siglo antes a la cabeza del combate por la reforma, y de cuyas filas
había salido Hildebrando. Pero su mismo éxito extraordinario constituía para
ella un grave peligro. Cluny se había hecho riquísima. Cluny estaba satisfecha
de la inmensidad de sus edificios, los más grandes de Europa, de su iglesia
abacial gigante, sobre la cual iban a levantarse siete campanarios. Cluny estaba
orgullosa de la ciencia de sus escritores, de sus arquitectos, que construían
tantas iglesias en la tierra cristiana; Cluny se admiraba a sí misma en la
majestad de sus oficios... En todo ello nada reprensible, sin duda, pero, sin
embargo, ¡qué alejamiento del estricto ideal monástico de renuncia, tal como
san Benito lo había enseñado a sus hijos! El abad Pedro el Venerable, a
principios del siglo XII, ¿no exageraba cuando decía de las abadías
cluniacienses confiadas a sus cuidados, que «aparte de un pequeño número de
novicios, el resto era sólo sinagoga de Satanás»? Era, sin embargo, sintomático
que un santo de su talla pudiese pronunciar tales palabras.
Había sido, pues, para reaccionar contra este estado de cosas, contra estas
rutinas, contra estas observancias adventicias, contra una cierta inclinación a
la connivencia con lo temporal, que aquel pequeño grupo de novicios heroicos
había decidido abandonar Molesmes, hija de Cluny. Bajo la dirección del pío
Alberico, unos veinte querían lanzarse a aquella aventura. El mismo abad Roberto
les había acompañado algún tiempo. Luego, después de Alberico, Esteban Harding
había asumido la pesada labor de dirigir aquella audaz fundación. Roberto,
Alberico, Esteban Harding: tres santos.
¡Ah!, en su nueva casa los monjes de Citeaux no corrían el peligro de caer en
las tentaciones de la riqueza y el bienestar. Limpiar las malezas, secar los
pantanos, construir el monasterio, luchar contra el hambre y el frío, llevando
al mismo tiempo una vida de oración continua, era para descorazonar no pocas
voluntades. De esta forma la nueva fundación, durante sus primeros catorce años,
no había progresado. Su reclutamiento se había revelado muy flojo, irrisorio en
un tiempo en que las vocaciones pululaban. Sin embargo, debe hacerse constar que
la finalidad que se proponían aquellos reformadores no era la de imponerse e
imponer inhumanos ascetismos. Rechazaban sólo lo que, en las costumbres de
Cluny, les parecía haber sido añadido inútilmente a las estrictas observancias
benedictinas. Querían sólo volver de nuevo a la aplicación pura y sencilla de la
Regla original, que es rígida, pero no supone severidades excesivas. Empero, las
condiciones mismas de los difíciles principios acrecentaban considerablemente el
peso de aquellas ascesis. Y el hábito blanco adoptado por los «cistercienses»,
si bien era sólo en su espíritu la señal de un retorno simple y humilde a la
tradición, a los ojos de los que les veían vivir parecía el símbolo concreto de
las más extremadas austeridades.
Todo aquello, Bernardo lo sabía. Conocía la fama de austeridad que tenía el
nuevo monasterio, y esto era precisamente lo que le atraía. Una vez decidido a
ofrecerse al Señor, ¿por qué no entregarse por entero, sin escapatoria, sin
reservas, sin posibilidad de rescate? La decisión se elaboró dentro de él. La
tomó durante el invierno de 1111 a 1112. La vida abríase ante él; todo le era
posible. Pero no habría de ser ni sabio, ni obispo, ni militar. Habría de ser
monje, y monje de Citeaux.
Evidentemente, al conocer tan extraña determinación, su padre se opuso
resueltamente. Aquel convento en donde se vivía como un campesino, removiendo la
tierra como un siervo en el trabajo, no le parecía al noble Tescelin que
correspondiera a lo que legítimamente creía poder esperar como porvenir para el
mejor dotado de sus hijos.
Pero entonces apareció, por vez primera, aquel misterioso poder de persuasión y
convicción que, durante toda su vida, irradiará de la personalidad de Bernardo.
Alrededor del joven prosélito se formó una santa conjuración. Su tío, Gaudry, de
alma generosa, le escuchó, le dio su apoyo y finalmente decidió acompañarle. Uno
a uno, todos sus hermanos fueron conquistados y arrastrados en pos de aquella
imperiosa estela. Varios de ellos, sin embargo, eran hombres de guerra e incluso
uno de ellos estaba casado. Nada frenó el ímpetu del juvenil apóstol. Predijo a
todos que Dios, un día u otro, sabría hacerles suyos. Y Gerardo, herido en un
combate, considerando la sangre que vertía, exclamó como si fuera bautizado por
segunda vez: «¡De ahora en adelante seré monje de Citeaux!» Y Guido, joven
esposo, abandonando a su mujer, que, por su lado, iba a entrar en el claustro
con sus dos hijitas, se añadió a la tropa fraternal, En el momento de la
partida, sólo uno de ellos quedaba: Nivard, al que querían dejar por demasiado
joven. «¡Mira qué rico serás!», le decían para consolarle. Pero él contestaba:
«Pues, ¿qué? ¡tomáis el cielo y me dejáis la tierra! ¡Un reparto que yo no
acepto!» La herencia del padre le parecía menos real, de menor precio que la
esperanza de la salvación.
¿Qué hubiera podido hacer Tescelin ante aquel torrente de fervor? Se rindió a
aquella violencia sagrada. «Sed moderados», se limitó a decir a sus hijos. «Os
conozco; ¡nada podrá mitigar vuestro ardor!» Más tarde, él mismo, bajo la
cogulla blanca, debía reunirse con los que había entregado al Señor.
Y así es como en el mes de abril de 1112 un tropel de jóvenes nobles -unos
treinta, ya que varios amigos habían querido seguir el ejemplo de los jóvenes de
Fontaines-, tomando el camino húmedo de los bosques, había llegado al portal de
Citeaux.
«¿Qué pedís?», preguntó el abad Esteban Harding, según la fórmula ritual.
Y Bernardo, cayendo de rodillas, en nombre de todos respondió: «La misericordia
de Dios y la vuestra...»
IV
AL SERVICIO DEL IDEAL MONÁSTICO
Al entrar en Citeaux, Bernardo conoció el gozo, casi inefable -de tanto que
llega a las profundidades del ser-, de estar ajustado a su verdadera vocación.
La ruda ascesis de la nueva observancia le gustó en seguida. Según la Regla,
pasó un año de noviciado: ¿ le era necesario? Sin dificultad había penetrado en
aquella vida austera de mortificaciones, a las cuales empezaba a añadir otras.
Así, previendo la Regla dos comidas en el verano y una sola durante la mala
estación, limitó las suyas a algunas colaciones de pan y legumbres, lo estricto
para no morir de hambre.
Más que un tiempo de pruebas corporales, aquel año fue para él un aprendizaje
del alma. Terminó de agudizar aquel apetito espiritual que sólo se mitigará con
la muerte. Fue el monje que se veía rezar sin cesar, leyendo apasionadamente las
Escrituras y los Padres. Fue el que dedicaba parte del tiempo del corto sueño de
la comunidad para meditar de nuevo sobre las cosas eternas. Fue aquel ser
absorto en Dios del cual un biógrafo explica que rezaba con tanto recogimiento
en la capilla, que al preguntársele el número de ventanas que tenía el edificio
hubo de confesar que no lo sabía. Para mejorar el silencio dentro de él, se ponía estopa en las orejas, y durante las
horas obligatorias de trabajo manual sus compañeros veían, por la luz que
inundaba su cara, que mientras cavaba o segaba proseguía su diálogo con Dios.
«Entonces recogía - dirá más tarde - y colocaba en mi corazón un haz hecho de
las angustias del Maestro, de todas sus penas, de todas sus amarguras».
He aquí el hecho más importante. Fundamentalmente, Bernardo es un monje. En
medio de sus viajes, de sus negociaciones políticas, de sus debates de ideas,
entre las potencias y las glorias de la tierra, es un monje y monje será. Los
títulos, los honores -incluso la tiara-, podrán serIe propuestos: los
rechazará, prefiriendo a todo la humilde condición de monje de Citeaux. «No
sabríamos insistir demasiado sobre este punto: no es un escritor encerrado en su
individualidad; es un monje que vive en una comunidad de monjes, que reza con
ellos, que actúa como ellos, que no se aleja en nada del espíritu de la Regla y
de la práctica cotidiana de la misma».
He aquí, pues, a Bernardo, a los veintidós años, monje, y para siempre. Se ha
revestido de la sencilla túnica de sarga que baja hasta media pierna, de la
cogulla de lana blanca, cuya capucha protege contra el sol o la intemperie el
cráneo desnudo. Nada, en apariencia, le diferencia ni le diferenciará nunca de
sus hermanos, los otros monjes de su orden. Si la «reforma cisterciense» ha
tenido alguna vez un testigo capaz de hacerla comprender bien, fue seguramente
aquel que, al hacerse el más célebre de los hijos de Citeaux que ha conocido la
historia, supo también conservarse el más fiel, el más ejemplar.
Viendo vivir a san Bernardo es como se entiende hasta qué punto el ideal de
aquellos reformadores monásticos era a la vez grande y sencillo y correspondía a
una exigencia: volver de nuevo al cristianismo auténtico, continuar
obstinadamente en el esfuerzo de arrancar al hombre de sus inclinaciones,
restituirlo a sus verdaderas fidelidades. Su propósito nunca fue otro, pero toda
la grandeza de la a ventura cristiana se expresa en estas pocas frases que
formulan principios de existencia.
Lo que quiere san Bernardo para él y para los demás no es otra cosa que poner al
hombre en las mejores condiciones para alcanzar la santidad. El claustro no será
para él sino la escuela de salvación, el único lugar donde las débiles fuerzas
que nos da la naturaleza no se extinguen, donde el peligro de muerte espiritual
puede ser apartado. La Regla monástica es, pues, el bastión que protege contra
las amenazas, el antídoto contra los venenos del mundo. El que lo abandona está
en peligro; someterse a él es colocarse dentro de una probabilidad excepcional
de andar con paso seguro hacia el paraíso.
Según estos principios vivirá toda su vida. Y no desistirá nunca de ellos. Le
reprocharon ser excesivo, aspirar con pretensión a una santidad imposible en la
tierra, rechazar por condenables usos que, habiendo ya echado raíces en la
Iglesia, parecían formar parte de la más válida tradición. Así, una viva
polémica le enfrentó a su amigo, muy apreciado, sin embargo, el abad de Cluny,
el gran Pedro el Venerable, que, no sin un poco de fariseísmo, se ha de
confesar, criticaba las «severidades» cistercienses, que consideraba excesivas,
e incluso el color blanco de las cogullas de la nueva observancia, con el fin de
defender las antiguas costumbres. Bernardo, que, tratándose de aquellas cosas,
no tenía el carácter fácil, le contestó con su mejor estilo y los cluniacienses
pudieron leer, enumerado con santa violencia, todo lo que se les podía reprochar
en cuanto al bienestar en la mesa, en el vestido, en la habitación, sin olvidar
el gusto del esplendor en materia de liturgia y de arte sagrado. Esta disensión
con Pedro el Venerable ha hecho tachar a Bernardo de estrechez de espíritu, de
rigorismo absurdo, de fanatismo: se ha de ver sólo en ello la expresión de un
ideal de disciplina que tenía el derecho de imponer a los demás, ya que se lo
imponía a sí mismo.
Es suficiente leer las Instituciones que el Capítulo de Citeaux adoptará en el
año 1134 para ver definida y formulada aquella regla de vida. El monje que entre
en la orden sabe que ha de renunciar a sí mismo, y renunciar a todo. ¿No dijo
Jesús al joven rico que tenía que abandonar todas sus riquezas y que el Hijo del
Hombre no tendría donde descansar su cabeza? ¿No ha enseñado que se debe dejar
padre y madre para seguirle? Por ello, Bernardo escribirá a un aspirante al
claustro:
«Tendiérase vuestro padre en el umbral de vuestra casa, vuestra madre, la
cabellera deshecha y los vestidos desgarrados, os mostrase los pechos que os
criaron, vuestro sobrino pequeño colgárase de vuestro cuello, ¡pasad por encima
del cuerpo del padre, por encima del cuerpo de vuestra madre y andad! Los ojos
secos, ¡volad hacia la bandera de la cruz! En este caso, el más alto grado de
piedad filial es ser cruel por Cristo».
Ya entrado en el convento, el ideal que encontrará el monje será todavía y
siempre el del sacrificio. Se ha
de «escoger entre Cristo e Hipócrates». El consumo de carne, leche y huevos está
prohibido. El traje se compone de vestidos groseros que se remiendan a menudo.
El monje duerme vestido sobre un delgado jergón. Si se le sorprende «en
flagrante delito de propiedad», se le condena a ayunar a pan y agua todos los
viernes del año entero y a recibir la disciplina en el capítulo cuarenta días
seguidos.
Un duro trabajo físico se exige de todos. En las «granjas», es decir, las
tierras que permitían vivir a los monasterios, residían conversos, seglares que
habían hecho voto de castidad y obediencia, que vestían un traje parecido al de
los padres, pero que, generalmente legos, sólo participaban en los oficios por
la misa del domingo y el rezo del «Pater» y «Gloria». Pero los monjes debían ir
a ayudar a aquellos inferiores: su larga estancia en el coro no les dispensaba
de emplear la azada, el hacha, la hoz, de cocinar por turno, de coser los
vestidos. El mismo abad tuvo que cumplir alguna de estas humildes labores.
La renuncia no es menos extremada en cuanto a la inteligencia. Se ha de
mortificar tanto el espíritu como la carne. La ciencia, según el mundo, ¿qué es
sino vanagloria? «¿Qué os quedará de esto después de la muerte? ¿El sencillo
recuerdo que dejaréis? Si éste es el fin de vuestros afanes, dejad que os lo
diga, ¿qué habréis hecho más que un animal de carga? También de vuestro
palafrén, cuando haya muerto, se dirá: «¡Fue un buen caballo!» La desnudez de
las iglesias y edificios, que luego veremos a qué estética de Bernardo responde,
demuestra una intención parecida: renunciar a vanas ilusiones.
Y, más que nada, más que el cuerpo, más que el espíritu, lo que se ha de someter
es el carácter. Se debe extirpar del ser la voluntad propia, que es puramente la
nuestra, que no está de acuerdo ni con la de Dios ni con la de los hombres»,
aquella «horrible lepra» que roe la santa caridad. Obediencia total a la Regla,
a las prescripciones del abad, sumisión, sumisión...
En definitiva, ¿no es esto inhumano? Bernardo mismo ha confesado que tal
esfuerzo está «por encima de las fuerzas humanas, en contra de las costumbres,
en contra de la naturaleza». Pero, ¿no es la culminación de la libertad humana
el excederse? Habrá almas débiles a las que estos rigores descorazonarán; bien,
no intentarán retenerlas. Las otras tendrán tal temple que Dios mismo forjará en
ellas sus armas. La verdadera dificultad no se halla donde el vulgo la coloca.
No es sin duda el llevar la naturaleza humana a lo extremo, el levantarla lo más
difícil; sino ver el punto exacto donde empieza el exceso y el rigor acaba por
privar al ser de su realización. ¿Traspasaba Bernardo dicho límite?
En los principios es posible que así fuera. Los primeros tiempos de Clairvaux,
en la exaltación de los principios de renuncia y, además, en una estrechez
material que rayaba en la miseria, debieron ser muy duros. San Francisco de
Sales, que habla de ello con su perfecta circunspección, asegura que Bernardo
«exhortaba de tal manera a aquellos pobres aprendices a la perfección que, de
tanto empujarles a ella, les apartaba, ya que perdían ánimo y aliento al verse
con tanta premura instados a una subida tan recta y empinada». Al volver a tomar
el mando de Clairvaux, después de la enfermedad que de allí le había apartado,
Bernardo se dio cuenta de que cierto malestar se había apoderado de la
comunidad. Por un momento maldijo la naturaleza humana que se rebelaba contra el
ideal de renuncia. Luego se interrogó a sí mismo, se examinó, pidió consejo a su
viejo maestro Guillermo de Champeaux y con mucha humildad reconoció que tendía a
ir demasiado lejos. A partir de aquel momento -asegurará el buen obispo de Anecy- Dios le corrigió y le hizo «tierno, suave, amable, serio y
condescendiente, con respecto a todos, para conquistar a todos». Sin duda en
cuanto a los demás, aunque aquella mansedumbre e indulgencia de Bernardo
parecerían seguramente sobremanera pesadas y temibles a la mayoría de nuestros
contemporáneos, ya que, en cuanto a él, no se notó nada. Pues, toda la vida, a
pesar de las circunstancias, en las condiciones más agotadoras, más difíciles,
nunca tenía que aceptar alejarse, por poco que fuera, del ideal al cual se había
consagrado en el umbral de su juventud y que aún servirá en el momento de su
agonía.
CLAIRVAUX, EN EL VALLE DE ABSINTHE
Bernardo fue, pues, un monje, un simple monje, en el principio, y nunca
aceptaría trocar este título, que le parecía el más bello del mundo, ni que
fuera por todas las glorias de la tierra. Muy pronto, sin embargo, no le fue
permitido permanecer, como deseaba su humildad, el último, el más sumiso del
rebaño.
Su llegada y la de sus amigos pareció atraer sobre Citeaux las miradas de la
Providencia. Aquella casa, que hasta aquel momento vegetaba, empezó a crecer de
una manera prodigiosa. Un año más tarde contaba ya con bastantes monjes para
poder fundar La Ferté (Saona-y-Loira); un año más y surge de la tierra Pontigny
(Yonne); finalmente, en el año 1115, habiendo el conde de Troyes solicitado el
honor de una fundación cisterciense en sus tierras, un nuevo grupo se prepara
para partir hacia las altas planicies donde nace el Aube. El jefe de esta
cohorte es de nuevo Bernardo.
Esto es sorprendente. ¿Aquel muchacho de veinticinco años, conductor de hombres,
fundador de un convento? Nada mejor que esta elección del prudente Esteban
Harding demuestra el éxito total de Bernardo en el ambiente donde había
penetrado. Se había encontrado fácilmente a gusto dentro de la Regla, feliz en
medio de las dificultades; su prestigio había crecido más aún.
Un día, a finales de junio de 1115, aquellos doce llegaron a las tierras de Hugo
de Troyes, un ancho claro lleno de luz, en medio del cinturón espeso de un
bosque. Se llamaba el lugar «valle de Absinthe»; iba a hacerse ilustre con el
nombre de Clairvaux. Trazaron los límites de un cementerio; levantaron un altar;
unas cabañas sirvieron como edificios conventuales para empezar. El erudito
Guillermo de Champeaux, en aquel entonces obispo de Chalons-sur-Marne, aprobó la
fundación con gran amistad, y sin duda ordenó sacerdote a Bernardo: había nacido
Clairvaux. y muy pronto por mano de los monjes se alzaron los edificios
conventuales. Las paredes estaban desnudas, incluso las de la iglesia; ninguna
lámpara alegraba la nave. El refectorio no estaba enlosado y por unas estrechas
ventanas penetraba una luz escasa. El dormitorio parecía una alineación de
féretros, ya que las camas eran unas sencillas cajas hechas con cuatro tablones.
En cuanto a la celda abacial, era un desván bajo la escalera, iluminado por una
lumbrera avara; un hueco en el muro servía de asiento.
Al principio, las privaciones fueron duras: los habitantes de Clairvaux no
comían otra cosa que pan de cebada, de mijo, de arveja, raíces, hojas y frutos
de haya; la sal y el aceite constituían su único condimento. Con aquel régimen,
la salud de Bernardo ya débil, se arruinó definitivamente. Por intervención de
Guillermo de Champeaux, el Capítulo de Citeaux tuvo que descargar al joven del
gobierno de la abadía durante un año; se retiró al extremo de los dominios, a
una pequeña cabaña, y fue confiado a los cuidados de un médico; era éste sólo un
charlatán, y sus infames remedios fueron causa imprevista para Bernardo de
penitencia suplementaria. Su organismo terminó de estropearse y ya nunca más se
restableció su salud. Un detalle realista da idea de su perpetuo estado
enfermizo: al lado de la silla abacial, cuando Bernardo volvió a ocuparla, se
hubo de cavar un hueco en el suelo donde pudiese aliviar las incoercibles
náuseas que le encogían el estómago.
El hombre conserva siempre un cariño particular para las obras de su juventud,
para aquellas que ha realizado con heroísmo y dificultad. Así le sucederá a
Bernardo. Manifestará toda su vida una cariñosa preferencia para Clairvaux, su
primera fundación. El, que podría recibir, por poco que demostrase desearlo, los
más bellos obispados de la cristiandad, que podría vivir en París o en Roma, en
un castillo, no tendrá nada más querido que aquella celda incómoda escondida en
la hondonada de la Claire Vallée, donde su juventud se le presentará eternamente
viva en las piedras del monasterio.
Hay en la solicitud particular de Bernardo para con la comunidad claravaliense
un rasgo de su naturaleza que merece ser subrayado. Tendremos ocasión de
repetirlo: este hombre que han presentado a menudo inhumano, excesivo en la
severidad de la ascesis, aparece en incontables ocasiones como el más
delicadamente sensible. Muchas de estas ocasiones le fueron dadas por los monjes
de Clairvaux. Para con sus monjes, sus «pequeños», tiene cuidados más maternos
aún que paternos. Le son «más queridos que sus propias entrañas». Lanzado por
los caminos de occidente; llamado lejos por las inquietudes de la cristiandad,
se queja de haber «dejado a sus hijos antes de tiempo». Lo escribe al papa
Inocencio II, que le necesita en Roma, y le da prisa: ¿Podrá dejar a sus
pequeños sin sus cuidados? No pueden leerse sin emoción las cartas que, desde
lejos, dirige a la comunidad entera: «Si mi ausencia os parece dura, la vuestra
lo es mucho más para mí. No puede dudarse ya que nuestras partes no son iguales.
No soportamos la misma pena: estáis privados sólo de mí, pero yo, en cambio,
¡echo de menos a toda la comunidad!» ¿No está dicho con exquisitez? ¡Y qué bien
sabe hablar del monje perfecto, el que quiere ver como modelo en Clairvaux, el
que está «aplicado al deber, humilde, reservado, atento a la lectura, vigilante
en sus oraciones y caritativo», cómo ama a aquel santo anónimo del cual sabe que
Claire Vallé e guarda el plantel! En verdad, para Bernardo, aquella primera
fundación tan lograda, aquella unión fraternal, fue siempre una especie de
prefiguración del cielo.
VI
IRRADIACIÓN DE BERNARDO Y DE CLAIRVAUX
Puede verse aquí uno de los
rasgos más admirables de la vida espiritual de aquella Edad Media tan
calumniada. Por aquel ideal de renuncia y de santidad, propuesto por él, la
exigencia del cual ya hemos visto, la nueva orden logra aquel éxito
sorprendente. Mientras el hombre moderno tiende cada vez más a seguir la ley de
sus apetitos, a rodearse de comodidades que le hunden y minimizan, el hombre de
la Edad Media, antes que Nietzsche, sabe que «el hombre es algo que debe ser
superado». Citeaux, de ahora en adelante revelado al mundo cristiano, crecerá
con asombrosa velocidad.
Sin duda, debe tenerse en cuenta la personalidad de Bernardo, sus brillantes
dotes, su poder de persuasión. ¿ Acaso no fue capaz, a los veinte años; de
arrastrar hacia Citeaux a una tropa entera? Clairvaux, terminada de fundar,
ejerce ya una inmensa atracción. En el año 1116 la escuela de Chalons-sur-Marne
queda medio vacía a causa de los que marchan al convento de Bernardo; incluso un
benedictino de la Chaise-Dieux, y también los canónigos regulares de Honicourt.
La Claire Vállée se convierte en una santa emboscada, donde, subyugados por
Bernardo, caen mezclados un ladrón de caminos y unos caballeros que se dirigían
a un torneo. De la misma familia del santo, quedaba en el mundo la única hija de
Aleth, Humbelina. Pero habiendo ido a visitar a su hermano, en un magnífico
carruaje, emocionada por la pobreza de los edificios conventuales y asqueada de
repente de su lujo irrisorio, exclama: «Sólo soy una pecadora, pero Jesús ha
muerto por los pecadores. ¡Bernardo puede despreciar mi cuerpo, pero no mi alma!
Que venga, que mande, obedeceré...»
Cuando sale Bernardo de Clairvaux, la santa caza de almas toma una importancia
aún más asombrosa. Llega, habla, y, como a la llamada de aquella mágica flauta
de que habla la fábula alemana, millares de almas quedan hechizadas. Wibald,
abad de Stavelot, nos lo mostró predicando, «la cara demacrada por el cansancio
y el ayuno, pálido, con un aspecto espiritual y tan impresionante de esta
manera, que sólo al verIe se persuaden sus oyentes aún antes de que él haya
abierto la boca». Describe además «su profunda emoción, su arte incomparable,
fruto de un largo ejercicio, su clara dicción, su gesto siempre apropiado».
«Se convirtió -asegura uno de sus biógrafos- en el terror de las madres y
esposas. Los amigos temían verIe acercarse a sus amigos». ¿Predica en San
Quintín? Treinta oyentes se levantan y le suplican les tome con él. ¿Visita a
los estudiantes de París? Veintiuno de ellos, de golpe, dejan la montaña de
Santa Genoveva y parten hacia el valle de Absinthe, donde les llama la campana
de Clairvaux.
No hay un solo desplazamiento del cual n traiga reclutas: de orillas del Rin,
incluso de Italia. La fama de la vida cisterciense llega a Inglaterra y unos
isleños se trasladan al valle del Aube. Se encuentran ilustres personalidades
entre aquella muchedumbre: Enrique, hermano del rey de Francia, que había ido a
pedir consejo a Bernardo para algún problema temporal y que, abandonando
bruscamente su carruaje ostentoso, se adentra en el severo convento; Felipe,
arcediano de Lieja; Alejandro, canónigo de Colonia, que llegaría a ser abad de
Citeaux hacia el año 1167...
Aquellos movimientos de almas, sencillos y violentos, son los que explican,
alrededor de aquellas brillantes personalidades, las grandes corrientes de
fervor de las cuales son ejemplo en aquellos siglos de ardiente fe, la fundación
de órdenes y la empresa sobrehumana de las Cruzadas. La población del
monasterio, cuando muera el santo, contará en total ¡unos setecientos
religiosos!
Aquel éxito espiritual de Bernardo ocasionó, como era de suponer, muchos
problemas materiales. No fue siempre fácil dirigir una comunidad tan numerosa.
Aunque ayudado por el «prior», que le substituye eventualmente, por el
«cillerero», que dirige los asuntos financieros, por el «portero», que recibe
los viajeros, los acoge y los instala en la hospedería, el padre abad lleva una
pesada carga. Toda su vida, en medio de las preocupaciones de la cristiandad
entera, Bernardo deberá ocuparse en cuestiones de arriendo, de cercados, de
ventas de ganado o de restituciones de préstamos. Y para aumentar este peso está
aquella inmensa labor de caridad que en aquellos tiempos incumbía únicamente a
las potencias de la Iglesia, abadías y obispados y que Bernardo no toma a la
ligera: mantiene a más de mil pobres. Durante una época de escasez en Borgoña,
vaciará todas sus abadías para salvar a los hambrientos. «Lo espiritual es,
también, carnal...» Bernardo hubiera podido decirlo antes que Péguy; es una
lección excelente para un hombre afrontar la realidad.
Cuando se hubo desarrollado Clairvaux, se vio pronto que no podía desplegarse en
el fondo de aquel estrecho valle donde, en 1115, Bernardo y sus doce compañeros
habían construido las primeras cabañas. En el año 1135, al parecer, fue escogido
un nuevo solar, más cerca del Aube. Monjes conversos y trabajadores del lugar
edificaron los nuevos edificios con rapidez asombrosa. La iglesia tuvo cien
metros de longitud y veinticinco de ancho; ningún adorno arquitectónico atenuaba
su austeridad. Al sur, se alzaba el claustro, de treinta metros de lado. Le
rodeaban las viviendas conventuales. Huertos y viñas escalaban las laderas de
los collados. Un brazo de río, desviado, animaba el molino, el taller de los
bataneros, las tenerías. No estaba aquello exento de cierta gracia agreste, pero
severa. ¡Qué magnífica vitalidad demostraba la fundación de Bernardo! y ¡qué
natural es que proliferase pronto! Ya en 1118 se crea una primera filial en
Trois-Fontaines, en la diócesis de Chalon; pronto nacen los monasterios de
Fontenay, cerca de Montbard, y de Foigny, cerca de Vervin. Se alcanzan en
seguida regiones más apartadas: la Champaña con Igny; el país de Vaud, con
Bonmont; las laderas del Rin con Eberbach, cerca de Maguncia; Italia, con
Chiaravalle; Inglaterra, con Fontains. Después de 1136, la penetración, aunque
subiendo hacia Escandinavia, se extiende por el Mediodía hasta la Península
Ibérica. En el año 1135, ciento sesenta filiales dependían de Clairvaux. Con la
aureola del prestigio de Bernardo, la orden cisterciense cuenta con trescientos
cincuenta monasterios, ya que las otras tres filiales primitivas multiplicaron
sus fundaciones, en especial Morimond, que ejerció mucha influencia en el centro
y oeste de España y en Alemania. Difusión extraordinaria a la cual no escapa
ninguna tierra cristiana, ni Suecia, ni Irlanda, ni Hungría, y que enseña
suficientemente la profunda relación que existía entre el mensaje de Bernardo y
las aspiraciones religiosas de su época.
VII
BERNARDO, SUPERIOR DE LA ORDEN
He aquí la orden en pleno éxito. Está regida por una
constitución, la Carta de la Caridad, publicada en 1119 por Esteban Harding,
pero cuya concepción lleva marcado profundamente el sello de Bernardo. Cosa
original en su época, refleja una intención democrática: todo al contrario de lo
que ocurría en Cluny, donde la unión de los conventos se hacía con una severa
subordinación de todos a la casa-madre, los cistercienses dejan a cada
comunidad el derecho de gobernarse. Cada una de las abadías tiene sólo poder de
intervención sobre sus hijas directas y viceversa, los abades de los cuatro
principales conventos tienen el deber de inspeccionar el mismo Citeaux.
Institución igualitaria, donde el superior es responsables ante sus inferiores.
Sin embargo, a pesar de aquella descentralización, Bernardo no dejó nunca de
mantener lazos de vivo afecto con las «hijas», las descendientes de Clairvaux.
Cada grupo que se aleja, ¿no se lleva un trozo de su alma? «Aunque estuvieran
instalados en el confín de los mares, no estarán sin mí. ¿Quién podría
separarme de ellos?» Y, por otra parte, ¿cuántos monjes soñarán morir en
Claire-ValIée?
Bernardo prodiga consejos a los fundadores y superiores de los nuevos
conventos. Por ejemplo, encarga a Raimundo, abad de Foigny, que se ocupe muy
especialmente de los religiosos pusilánimes o gruñones. «Son éstas las almas
que se han de tomar sobre las espaldas para aliviarlas». Pero, como añade «al no
esconderme ninguna de vuestras penas, añadís un peso a mis propios dolores»,
que es la confesión de una alma tierna y de un hombre sobrecargado, Raimundo se
abstiene durante algún tiempo de enviarle noticias. Bernardo en seguida se
contradice con emoción: «Recelo de todo, puesto que no sé nada. No me dejéis
ignorar nada más: el corazón, dominado por el amor, no es dueño de sí mismo;
teme lo que ignora, se atormenta sin motivo, se conmueve a pesar suyo». ¿No son
éstas las palabras de un superior sensible y bueno?
Otro ejemplo de aquella solicitud para con los monasterios nacidos de su obra:
en 1124, Arnold, abad de Morimond, se escapa con alguno de sus hermanos; en
seguida Bernardo se inquieta, ruega al Papa que no dé su consentimiento a
aquella salida: intenta doblegar a Amold. ¡Quisiera correr para ir a verlo!
«Postrado ante vos, os cogería los pies, besaría vuestras rodillas; cogiéndome
a vuestro cuello, besaría esta cabeza tan querida, inclinada como la mía, desde
hace tantos años, bajo el suave yugo de Cristo». Vana llamada, pero Arnold
morirá miserablemente cerca de Colonia, y los supervivientes, vencidos por las
solicitudes de Bernardo, volverán a Morimond.
El gran abad de Clairvaux se cuidaba mucho de vanagloriarse de tales éxitos de
prestigio; confesaba a Bouchard: «Soy, a lo sumo, el que planta, el que riega,
pero ¿qué habría hecho yo sin Aquél que concede la crecida? Ante Él debéis
inclinaros con toda humildad. En cuanto a mí, me ofrezco a serviros, dado que
soy su servidor igual que vosotros, compañero de vuestros viajes, coheredero
vuestro en la misma patria».
¡Ascendiente de la santidad y del prestigio sobrenatural! Mientras viva
Bernardo, permanecerá como verdadera cabeza de la orden fundada en Citeaux;
después de su muerte, su personalidad ha marcado con tanta fuerza la tradición
que es aún la imagen más significativa y que bajo la cogulla blanca, los
cistercienses nos parecen todos los hijos lejanos de san Bernardo.
Tal como acabamos de verlo en la aventura de su juventud y en
su acción de gran monje, Bernardo . se ha mostrado como fue: una extraña mezcla
de dulzura y de pasión, de ternura y de ardor, un violento sensible;
contradicciones que se resuelven en Dios y dan a su fisonomía un infinito
encanto. Aquél que a menudo se ha representado como a un verdugo de sí mismo y
atormentador de los demás, del que se ha escrito incluso que fue «un malo»,
llevaba en realidad dentro de sí una sensibilidad exquisita. En todo el sentido
de la palabra, fue humano.
Hemos visto ya la sensibilidad de san Bernardo en las relaciones con sus monjes.
¿En cuántas circunstancias diferentes no encontramos aquellos matices
desconocidos? Nada hay en él del profeta fanático, del polemista despiadado, a
la manera de Pedro Damián, por ejemplo. También en este punto es el testimonio,
la expresión, de su época: dura y violenta en apariencia, pero bañada
interiormente por una dulzura que tiene por nombre Caridad.
De este modo se ve al hijo de la tierna y santa Aleth rodear de un delicioso
afecto a sus hermanos según la carne. ¿Conócense gritos más bellos de amor
fraternal que los que arranca a Bernardo la muerte de Gerardo, uno de sus
primeros compañeros en la aventura, uno de sus colaboradores preferidos en la
obra? Comentando un día, en el cabildo, un versículo del Cantar de los Cantares,
se le representa el recuerdo del muerto, obligándole a callar. Llora, y luego,
al extrañarse la gente, contesta:
- Me decís: «¡No lloréis!» Me han arrancado las entrañas y me dicen: «¡Sé
insensible!» Pero, si al contrario, sufro, siento todo mi dolor. No tengo la
fuerza de la piedra, y mi corazón no es de bronce. Confieso mi pena. «Es muy
carnal», dicen. Es humana, lo reconozco, pero también reconozco que soy hombre.
Es carnal, ya lo sé; pero sé también que soy carnal y vendido al pecado y
prometido a la muerte, y sujeto al sufrimiento. ¿Qué queréis? No soy insensible
al dolor. Tengo horror a la muerte, para los míos y para mí. Gerardo me ha
dejado. Sufro; estoy herido de muerte.
¿Es éste el tono de un alma inhumana, de un fanático por la renuncia, de un
iluminado por la ascesis?
¡Cuántos testimonios podríamos recoger, asimismo, de aquella sensibilidad!
Perfecto hermano, y también delicado amigo. «Descansemos sobre el corazón de los
que amamos como los que amamos descansan sobre el nuestro», gustaba de decir, y
ponía en práctica esta confianza total. Alguna de sus amistades fue ejemplar,
como la que le unió con Guillermo de Saint-Thierry: cuando éste enfermó,
Bernardo, en medio de sus grandes ocupaciones, se precipitó a su lado,
ofreciendo quedarse para cuidarlo, mientras lo necesitaran...
Incluso para los que combatió, ¡cómo supo guardar
hacia ellos la caridad! En lo más encendido de las violentas discusiones que
sostuvo con Pedro el Venerable sobre las tradiciones de los benedictinos y de la
nueva observancia cisterciense, sabía de tal manera ser generoso que el abad de
Cluny le escribe: con afectuosa burla: «Cándido y terrible amigo, ¿que podría mitigar mI afecto hacia vos?» Y en el duelo que le opuso a Abelardo en
el cual estuvo obligado a mostrarse sin piedad, ya que lo que estaba en juego
contaba más que todos los lazos humanos, el último gesto de sus relaciones con
el vencido fue, así lo veremos, de caridad verdadera.
Así pues es falso creer que la vida de renuncia paralizara dentro de él el
desarrollo de sus dotes o limitara el poder de amar y sentir. A esta idea, que existe
dentro de tantas cabezas, de que cualquier sujeción impuesta al ser humano le
inflige una especie de amputación, contesta el ejemplo de Bernardo; cuanto mas
pone en práctica la renuncia, más eficaz es; cuanto mas doma su naturaleza
humana, más humano es. y esto es verdad no sólo en cuanto a su sensibilidad,
sino también en todos los terrenos. Aquel «Soy hombre y nada de lo que es humano
me es extraño» de Terencio podría decirlo él, y, por otra parte, lo dice en
términos análogos aquel gran espíritu que mira siempre hacia lo sobrenatural.
Se reduciría su figura hasta hacerla desconocida, considerando sólo el
combatiente de Dios. Hay en él otras muchas riquezas: una curiosidad siempre
viva, una ansia prudente y sólida de conocimiento y «el sentido del tiempo»;
esta cualidad, indefinible, según la cual un hombre se adhiere a su época, la
comprende y la explica. El interés de san Bernardo por todo, por la política,
la creación literaria, el arte -sin hablar de otras
mil cosas más sencillas-, es una de las facetas más atractivas de su rico
natural. De ello se resiente incluso su concepción de la vida: realista, amplia
y segura, a la altura del hombre. Sin embargo, al igual que todos los que aman
de verdad al hombre, no se hace sobre él ninguna ilusión. Conoce las tinieblas
que se amontonan en el fondo de su corazón. Ello no quiere decir que la miseria
humana le parezca incurable; ¡nada hay en él de un Calvino! Pinta a menudo la
penosa situación de los hijos de Adán después de la caída; evoca su tristeza de
vivir y su desgana profunda, pero no olvida nunca que esta naturaleza herida,
viciada, lleva en ella un parecido divino y que una luz está siempre a punto de
iluminar su noche. Esta mezcla de lúcida visión del hombre y de confianza
sobrenatural en él caracteriza el «humanismo» de san Bernardo: «Acuérdate de tu
nobleza -dice-; y en la deserción mide tu vergüenza. No ignores la belleza,
si no quieres verte confundido por la fealdad». Se ha podido hablar, a propósito
de san Bernardo, de un «socratismo» cristiano. Admitiendo que la fórmula no sea
contradictoria en sus términos, debe acentuarse el adjetivo. La fe ha sido para
él el medio de conocerse, como también ha sido la potencia que ordena hacia sus
fines las virtudes humanas. Según él, sólo en Dios, por Dios, el hombre puede
ser entero.
Es esto lo esencial. Pues sería un error ver sólo en la
figura del santo lo que nos lo hace más próximo a . nosotros, hombre genial en
verdad, pero también un hombre como nosotros. Se ha de comprender que en él,
todo, el pensamiento y la acción, los rasgos del carácter y los sentimientos,
estaba ensalzado por Dios, elevado en Dios, significado en Dios. Si es un hombre
entero -y de clase excepcional- es porque todo lo que pertenece a la condición
humana está iluminado en él por una luz sobrenatural. No puede entenderse cómo,
por ejemplo, en su famoso duelo con Abelardo, del cual hablaremos, pudiese
vencer al mejor dialéctico de la época, si no tenemos presente esta perspectiva:
su inteligencia era ciertamente poderosa, pero si sobrepasaba a los más hábiles
dialécticos es porque tomaba de Dios su savia y su fuerza. Su palabra expresaba
sólo la voluntad divina, y se ha de añadir, además, que, en sus luchas más
fuertes, sus sentimientos humanos se sublimizaban en una inefable caridad. La
clase de aquel hombre es su santidad y nada más. «Si fue, y ¿quién lo duda? -decía Montalembert en su
Monjes de Occidente-, un gran orador, un gran
escritor, un gran personaje, era casi sin darse cuenta y a pesar suyo. Fue, y no
quería ser nada más, un monje y fue un santo.
Lo que determina, pues, y explica a Bernardo, su pensamiento y su acción -e
igualmente lo que determina y explica a todos los santos-, es ni más ni menos
que la santidad, la relación ininterrumpida establecida entre su ser más interno
y Dios. En vano se trataría de explicar la acción de un san Francisco de Asís o
de una santa Juana de Arco, con razones externas a ellos, con aquellas causas y
circunstancias que gustan de enumerar los historiadores: sólo bebiendo
directamente en las fuentes del agua viva han hallado, estas almas
excepcionales, el medio de ser más eficaces que nadie en el plano material o
intelectual.
Es, pues, un santo, y no solamente en el sentido trivial del término, del hombre
que ha llevado hasta el máximo las virtudes fundamentales, sino también por su
maravillosa humildad, por su caridad siempre activa, por aquel esfuerzo
constante sobre sí mismo para escalar los doce peldaños de aquella Escalera de
que nos habla y que conduce a la salvación. Santo en el sentido más profundo,
como sólo puede serIo el que todo lo orienta, su ser, sus actos, sus
pensamientos, hacia Aquél que es el fin de todo y el medio supremo.
Cuando se piensa en la existencia tan extraordinariamente llena de san Bernardo,
en sus actividades entre los hombres, debe verse en él aquella luz de Dios. La
única palabra que le caracteriza por entero es «místico»; en todo lo que hace,
en todo lo que dice, se reconoce como determinante la actividad mística. Por
ello, es enteramente el testimonio de su época, de su fe profunda y unánime, de
su sumisión a Dios. Es una de las más altas cumbres de la sociedad en que vivió;
pero ¿no forma parte la montaña de la extensión de llanuras que la rodean? ¿No
tiene en ellas sus raíces?
El impulso místico está siempre presente en san Bernardo. Le arranca gritos como
éstos: «¡Dios mío, mi amor, cuánto me amáis!», o bien: «¡Oh, incomparable amor,
vehemente, ardiente, impetuoso, que no permites pensar en otra cosa que en ti!
¡Y desdeñas todo lo demás! ¡Y lo menosprecias todo y te bastas a ti mismo!» ¿Se
ha expresado mejor la inmensidad de este amor y su reciprocidad inefable que con
estas palabras: «Comprended con qué medida o, mejor dicho, con que sin medida
merece Dios ser amado. Él, que es tan grande nos ha amado primero,
gratuitamente, Y tan completamente a nosotros, que somos tan pequeños y
miserables... Ya que nuestro amor corresponde a Dios, corresponde también a la
inmensidad, al infinito, pues Dios es infinito y sin límites, ¿cuáles podrían
ser entonces, os pregunto, el término y la medida de nuestro amor?»
De este modo, el hombre que nos han querido representar duro, brutal, se
dulcifica al pensar que Dios le ama, que ama aquel miserable ser que es el
hombre. Por ello merece el calificativo de «Doctor melifluo» que le dará
Mabillon, Y que caracteriza maravillosamente la feliz mezcla de ternura, de
fuerza insinuante, de firme dulzura en el comportamiento que tan manifiesto está
en él y que debería llamarse «unción» si esta palabra no hubiese tomado una
acepción repugnante. Ha sido bañado, penetrado, amasado de aquel amor ante el
cual son vanos todos los demás sentimientos.
Típico de su época, san Bernardo también lo es por los aspectos fundamentales de
su religión. Puesto que Dios es el «alpha» y «omega», ¿qué conocimiento podría
no provenir de Él? Leer, estudiar, trabajar para saber, ¡vana curiosidad! La
única escuela es la de Cristo. «Pedro, Andrés, los hijos de Zebedeo y sus
condiscípulos no fueron escogidos en una escuela de retórica o de filosofía y
es, sin embargo, por medio de ellos que Dios ha consumado la obra de la
salvación...» De aquí el carácter casi exclusivamente escriptural de su
pensamiento y de su elocuencia: rasgo sobresaliente de la fe medieval. Los
escritos sagrados, primer objetivo de sus lecturas, los examina con minuciosidad
infinita, empleando veinte años en comentar el Cantar de los Cantares)
comparando los pasajes, esforzándose en sacar en claro las dificultades. Si
posee el culto de la antigüedad cristiana, es porque san Ambrosio, san Agustín,
san Gregorio, han sido impregnados por las Escrituras, porque están de lleno
dentro de la Tradición. Llevó esta práctica de la Biblia tan lejos que algunos
de sus sermones están constituidos por una serie de fragmentos bíblicos,
ordenados según un ritmo que también está sacado de los salmos y de los
Profetas.
Su sensibilidad misma, tan viva, lo sitúa en la fuente misma de aquella
corriente que llevó la fe medieval hacia la devoción a la humanidad de Cristo.
«Cualquiera que esté lleno de amor a Dios se deja conmover fácilmente por todo
lo que se refiere al Verbo hecho carne; Cuando reza, la imagen sagrada del
Dios-Hombre está ante él; lo ve nacer, crecer, predicar, morir, resucitar, subir
al cielo...» Frases como éstas resumen perfectamente la causa y el alcance de
esta devoción tan característica de la Edad Media. Para san Bernardo, Cristo no
es únicamente el modelo admirable, el arquetipo: el Verbo se ha hecho en verdad
carne; es el hermano, el amigo. Por este motivo considera todos los detalles de
Jesús y de su vida humana. El ciclo de sus sermones constituye una biografía
mística completa del Salvador. Para hablar del recién nacido de Belén encuentra
palabras muy sencillas, penetrantes, al alcance de aquella humildad, y el
establo y la paja, incluso los pobres pañales, le dan ocasión para buen número
de símbolos, de significado exaltante. Pero, cuando evoca a Cristo en la Cruz,
su estilo se simplifica, su lengua se concreta en una enumeración angustiada y
todos los dolores del moribundo y el efecto de emoción lo obtiene por medios
admirablemente simples.
Cristo, Dios hecho Hombre, tan próximo a nosotros y, sin embargo, tan ejemplar,
es el que está en el corazón de la religión de Bernardo. ¡De qué manera debía
ajustarse a su auditorio este gran predicador y a qué fervor debía elevado
cuando describía al Señor en estos términos!: «Era hermoso entre los hijos de
los hombres, exteriormente, e, interiormente, gloria de luz eterna, sobrepasaba
en esplendor a los ángeles. Viéndole, se sabía que era el hombre sin tacha, la
carne sin pecado, el cordero sin mancha. ¡Ah!, ¿de dónde te viene esto, alma
humana?, ¿de dónde, pues, te viene esto?, ¿la gloria inestimable de merecer
desposarte con Aquél cuya contemplación hace la felicidad de los ángeles? ¿De
dónde esta felicidad de conocer a Aquél del cual el sol y la luna veneran la
hermosura, el gesto del cual todo obedece?» Pensando en la inolvidable figura
del Mesías que se ve en el pórtico real de Chartres o en la que llaman «Le beau
Dieu» del pórtico de Amiens, se comprenderá de qué manera este estilo estaba
totalmente de acuerdo con su época. En la basílica de Nuestra Señora de Issoudun,
una vidriera representa a Cristo y a san Bernardo frente a frente; y, para
señalar bien los sentimientos de los dos personajes, el artista ha escrito a la
altura del corazón del Señor el nombre de «Bernardo» y en el pecho del monje
blanco el nombre de «Jesús». Comprensión profunda del alma del gran místico y de
sus intenciones.
Ya que he aludido a una obra de arte, pidamos a otra que nos enseñe otro aspecto
de la devoción del místico de Clairvaux: al famoso cuadro de Murillo «La
lactancia de san Bernardo», o a aquella vidriera de Laines-au-Bois, en la
diócesis de Troyes, que reproduce la misma escena simbólica. El gran abad está
de rodillas, los brazos abiertos y la mirada fija sobre la Virgen María, que
descubre su pecho para calmar la sed de su servidor, como lo hace una madre para
con su hijo. La bonita imagen expresa la verdad. El amor a la Madre de Jesús, su
reverencia apasionada hacia la que él fue uno de los primeros en llamar Nuestra
Señora, ocupan un lugar de primer plano en su pensamiento místico. Una tradición
pretende que oyendo cantar la Salve Regina por sus hermanos no pudo
resistir el torrente de amor que crecía dentro de él y exclamó: «¡O clemens,
o dulcis, o pia!», palabras que se habrían incluido en la plegaria en
memoria suya. De todas maneras es con frases del santo que se formó la preciosa
imploración del «Acordaos». La piedad mariana de la Edad Media es en verdad
inseparable de san Bernardo.
Sin embargo, sería equivocado pensar que, en la devoción de san Bernardo a la
Virgen, el corazón se desahoga sin regla ni medida. Ligado estrictamente a la
ortodoxia, no llegó nunca más lejos del punto donde los textos sagrados le
parecían ellos mismos pararse: rechazando justamente los apócrifos, puede que
sin razón, se negó a creer en la resurrección anticipada de María y combatió la
creencia en la Inmaculada Concepción. No se atrevió a llamar a María «su madre»,
porque, en la tradición de los Padres, este término está reservado para la
Iglesia y la Gracia. Dentro de los límites estrechos de los dogmas y de la
Escritura, aquella alma de fuego encuentra la materia de donde sacó los tesoros
que luego heredarán las almas cristianas y explotarán más ampliamente. Allí
donde san Bernardo no tiene comparación es en el fervor que pone en interpretar
el papel de mediadora de María: «¿Queréis un abogado cerca de Jesús? -exclamó-.
Recurrid a María. Lo digo sin dudar: a María se le concederá todo a causa de la
consideración que se le debe. El Hijo concederá todo a su Madre, y el Padre a su
Hijo. He aquí la escalera de los pecadores: una confianza absoluta. He aquí
sobre lo que se funda mi esperanza».
Esta idea de intercesión, esta necesidad instintiva de tener una mediadora o
mediador cerca del Juez Todopoderoso, son caracteres muy esenciales de la piedad
medieval. Por otra parte, la Virgen no es la única, según san Bernardo, en
interceder cerca de Dios. A menudo también hace intervenir a los santos. Se
poseen de él gran número de panegíricos en los cuales, al tratar de tales o
cuales santas figuras, despierta el ardor de sus oyentes y les muestra en los
elegidos a los intérpretes de la humanidad cerca de la divina misericordia.
Debe añadirse aún que, incluso en sus arrebatos, supo guardarse de ciertos
excesos no raros en su época. No habla nunca de milagros maravillosos, de
extraños fenómenos a los cuales la simple razón se resiste a creer. Él mismo
parece ser que no hizo milagros sino con moderación y circunspección, aunque uno
de sus biógrafos haya exagerado mucho sobre este punto. Curó enfermos, expulsó
demonios, pero se dice en los textos que sufría mucho cuando se veía obligado a
usar de las potencias excepcionales que el Señor le había otorgado: se sentía
dividido entre la humildad y la caridad.
Todas aquellas manifestaciones de ardiente fervor . hacia lo sobrenatural,
aquella vida santificada, culminan en lo que es, en verdad, el máximo de la
actividad mística: un amor maravillosamente puro y desinteresado de Dios. No es
éste el lugar ni la ocasión de analizar la mística de san Bernardo, al mismo
tiempo exigente y tierna, que realiza la síntesis de las dos tendencias opuestas
de la mística, ni tampoco los rasgos que la diferencian de las otras escuelas
espirituales. Subrayemos sólo que ha demostrado perfectamente que todas las
formas de devoción no tienen sentido sino en relación con Dios; que el objeto
del hombre es «amar a Dios no para sí, sino para Él mismo». Es decir, que ha
llevado lejos aquella exigencia de lo sobrenatural, aquella impaciencia de los
límites que fueron los más bellos rasgos de la época grande de la Edad Media,
del tiempo de las catedrales y las cruzadas.
No hay lugar a duda de que, en lo que le concierne personalmente, ha conocido
los goces más altos de la experiencia mística. Sin embargo, habla de ello con
extremada discreción: así en aquella página en la cual evoca la unión inefable
con toda la precisión que puede tener tal atestación:
«Tolerad un momento mi locura. Quiero decir (me he comprometido a ello), cómo
sucede esto dentro de mí... Lo confieso (soy insensato en decir estas cosas), el
Verbo ha venido dentro de mí y más de una vez. Si ha entrado frecuentemente, no
siempre he tenido conciencia de su llegada. Pero lo he sentido dentro de mí y
recuerdo su presencia».
«He subido a lo más alto de mí mismo, y más arriba aún reina el Verbo.
Explorador curioso, he descendido al fondo de mí mismo y lo he encontrado más
abajo aún. He mirado fuera y lo he visto más allá de todo. He mirado dentro, y
me es más íntimo que yo mismo...»
«Cuando entra dentro de mí, el Verbo no descubre su presencia con ningún
movimiento, con ninguna sensación; sólo el temblor secreto de mi corazón lo
denuncia. Mis vicios huyen, mis afectos carnales son dominados, mi alma se
renueva; el hombre interior se renueva y está en mí como la sombra misma de su
esplendor.»
¡Qué extraordinaria circunspección, qué moderación, en estas confesiones! Es que
en verdad el impulso hacia las cumbres no le hace nunca perder de vista la
tierra y las realidades humanas. Místico, el borgoñón conserva los pies sobre la
tierra. «Su mística -escribe Etienne Gilson- es puramente interior y
psicológica. El análisis de nuestra miseria interior y el conocimiento de
nosotros mismos son sus bases. Lo cual explica que este gran contemplativo haya
podido ser al mismo tiempo un asombroso hombre de acción.
Su influencia propiamente religiosa fue inmensa en su época. Todos los místicos
de su tiempo proceden más o menos de él; muchos se inspiran copiosamente en él.
Se le ha leído, se le ha estudiado casi tanto como a san Agustín. Todas las
formas de piedad medievales han sido marcadas por su huella. Y no sólo las bases
profundas de aquella piedad, sino también sus manifestaciones, llámense Cruzada
o Catedral. Ya que, el esfuerzo en la exaltación del hombre, lo prosiguió el
gran abad no sólo con la plegaria, la enseñanza o el ejemplo: lo veremos también
en todos los terrenos, incluso en los más temporales. Es un hecho de
considerable trascendencia religiosa que la fría celda de un monje pudiera
convertirse en el mismo centro del Occidente. En cuanto a él, en lo más
intrincado de las tareas a que le obliga su papel de conciencia de su tiempo, de
árbitro de las potencias, no olvida nunca que su única, su verdadera fuerza de
acción, es de origen sobrenatural. «El fuego -decía- siempre se ha encendido en
la meditación.»
Podemos hacernos una idea de la meditación y conjuntamente de
la acción por la Palabra del gran monje blanco, por los textos numerosos y de
consideración que nos quedan de él. Como la mayoría de los grandes espíritus de
su tiempo, tocó todas las grandes cuestiones en que se encuentra interesada la
verdad de la fe y del dogma cristiano. A la espiritualidad se referirán todos
sus más célebres tratados, que se podrían agrupar fácilmente en una Summa
ascética infinitamente apreciable, aunque no hayan sido compuestos con esta
intención: Los grados de la Humildad y del Orgullo, La Búsqueda de Dios, La
gracia y el libre albedrío, Los preceptos y las dispensas, son los
principales. Pero deben ponerse a la par, en cuanto a su importancia, aquéllos
en los cuales ha estudiado la reforma de la Iglesia, la Apología dirigida a
Guillermo de Saint-Thierry, en que defiende con vigor su orden atacada, el de
las Costumbres y cometidos de los Obispos y el que trata de la
Conversión de los Clérigos, que exponen con dignidad los principios de una
clerecía santa, fiel, digna de sus votos; uno sobre La Nueva Milicia,
dedicado a la orden del Temple y del cual diremos la particular importancia en
cuanto a la misma psicología e ideas de san Bernardo. El más célebre de todos y
también el más importante es el De Consideratione que dirigió al Papa
Eugenio IlI, antiguo monje de su orden, en el cual expone sus ideas sobre los
deberes del Pontífice con una audacia de pensamiento y de expresión tan
admirable como sorprendente. En efecto, puede leerse en ella que un Papa que se
sintiera orgulloso de ocupar tan alto lugar no le merecería más respeto que una
mona subida en lo alto de un árbol.
Una inmensa correspondencia se ha conservado (una parte de ella agrupada por
temas ha constituido alguno de los tratados que acabamos de citar) y nos enseña
la amplitud de información de aquel hombre genial y las preocupaciones que
tenía. Algunas de sus cartas a Enrique de Sens, a Hugo de Saint-Victor, a
Guillermo de Saint-Thierry, a Inocencio lI, son por sí solas obras literarias
logradas. Su carta a Guignes le Chartreux sobre la Caridad es como un
complemento, excelente desde luego, a su tratado sobre La búsqueda de Dios.
Pero sobre todo con su obra oratoria el gran monje blanco ha marcado su huella
sobre sus contemporáneos. Nos han quedado nada menos que trescientos treinta y
dos de sus sermones. Casi siempre parte de un hecho litúrgico o de las
Escrituras, el santo del día, un aniversario, una frase de la Biblia, y pronto
su palabra vuela y él glosa. Glosa inmensamente -no siempre sin alargarse ni sin
debilidades-, pero siempre con estallidos de luz fulgurante que aún nos
conmueven el corazón. La mayoría de ellos han sido pronunciados en la sala
capitular ante sus monjes. Y sus monjes nos los han guardado. Improvisaciones,
es verdad, pero improvisaciones largamente meditadas -«Se ha de cocer el pan»,
decía, «antes de cortarlo para los oyentes»-; se siente aún en ellos el
arranque, el ímpetu interior, el poder persuasivo que arrastra y persuade al
oyente. Los más célebres son los que consagró, durante casi toda su vida, a
meditar y comentar el Cantar de los Cantares, ochenta y cuatro sermones sobre
este tema. A primera vista parece mucho, pero cuando uno se arroja al
descubrimiento de este enorme caudal, ¡cuántas riquezas desconocidas, cuántas
frases conmovedoras que se graban en lo secreto del alma! Toda la doctrina
mística del santo se encuentra aquí, expuesta minuciosamente.
Así, de la forma en que la conocemos, la obra de san Bernardo nos parece aún del
todo accesible y fecunda; no hay nada ininteligible. Además debe recordarse que
aquellos sermones eran dichos con la voz quizás más elocuente de su tiempo -sin
duda, únicamente san Norberto, fundador de los premonstratenses, conoció en el
siglo XII tan amplia audiencia-, aquella voz que hemos visto era capaz de
arrastrar a las muchedumbres, de hacer florecer las vocaciones por centenares,
la voz que oiremos llamar a la Cristiandad a la sagrada batalla por el Sepulcro
vacío. Cuando se intenta encontrar de nuevo, a través de las líneas del texto
dormido desde hace tantos años sobre el muerto papel, el estremecimiento de la
vida, se adivina entonces lo que verdaderamente fue la obra literaria de aquel
hombre, y vuelve entonces a la memoria aquella expresión por él empleada: «Mi
fuego se ha encendido...» ¡Sabía de qué hablaba!
¡Que fuego, en efecto! ¿Cómo es posible no pensar, viendo
vivir a aquel hombre de Dios, en la frase del Señor?: «He venido a traer el
fuego a la tierra; ¿cómo no he de desear que queme?» Para una exigente
conciencia cristiana no hay peor sufrimiento que el de ver la llama de Cristo
quemar pobremente y carbonizarse lo que debiera ser una hoguera de amor.
Bernardo no pudo soportar este espectáculo, que propiamente es un escándalo, y
fue esta profunda exigencia, esta violencia apostólica, lo que le llevó a él, el
místico, el meditabundo, a una existencia tan llena, ocupada y movida como es
posible. Ya que, teníamos que decirlo, aquel monje fundador de una orden
contemplativa fue, por la fuerza de las circunstancias o, mejor dicho, por la
voluntad de la Providencia, lo que en el lenguaje de la mitad del siglo xx se
entiende por un hombre «comprometido» , un «hombre de acción».
Un monje, dentro del espíritu de muchos de nosotros, sobre todo un monje de la
edad media, es un hombre que vive en un claustro, saliendo poco o nunca de él,
que pasa largas horas en oración, que asiste a interminables oficios y, aislado
totalmente del mundo, no tiene relación alguna con la humanidad sino por medio
de los rezos y penitencias, los méritos de los cuales recaen sobre la masa
anónima de los pecadores, según el Dogma de la Comunión de los Santos. Esta
idea, ¡qué mal coincide con la imagen que nos ofrece san Bernardo! Imaginad a un
hombre que corre de Aquitania a Sicilia, de las orillas del Rin a las del
Garona, que llega a Italia para poner fin a una guerra entre dos ciudades,
vuelve luego a París para aleccionar a un rey o combatir una peligrosa doctrina;
que, mientras tanto, decide entre dos Papas, ambos pretendientes a la silla de
san Pedro, y cuya voz es suficientemente fuerte para lanzar a la Cristiandad al
segundo acto de la Cruzada. Hay en la dualidad de aquella conducta un misterio.
El mismo hombre que solamente era feliz en su celda monástica, entre sus
hermanos, rezando a Cristo y a la Virgen, era el mismo que, lanzado a una
actividad sin nombre, recorrió Europa en todos sentidos e intervino en todos los
asuntos religiosos, políticos e intelectuales de su época. Dualidad, por otra
parte, más aparente que real, ya que los dos elementos de su personalidad, la
contemplativa y la activa, se juntan en una suprema realidad: el amor de Dios y
la voluntad de servirlo con todas las potencias místicas del alma así como con
la infatigable entrega del hombre de acción.
De esta manera, a partir .del año 1127, en el cual fue llamado por primera vez a
intervenir en los problemas temporales, hasta el año 1153, año de su muerte, no
hubo un solo año en que aquel contemplativo, arrancado a la paz de su Claustro,
no se viera obligado a tomar parte en las más duras disputas de su tiempo. No es
que no sufriera por ello: en una de sus cartas se compara graciosamente a «un
pajarito desplumado, siempre exilado de su nido». Pero poseía demasiado el
sentido de las exigencias de Dios para no aceptar las tareas que le incumbían
como pruebas necesarias y fecundas. «No sentiré nunca -escribía- interrumpir una
pacífica meditación, si veo germinar en una alma la semilla de la Palabra.»
Durante veintiséis años, para servir a Dios, su verdad y su justicia, el hombre
que había entrado en el convento para hallar la paz del alma y el descanso del
corazón se convirtió en aquella especie de trotamundos, de embajador ambulante
de la palabra de Dios, que en verdad fue.
¿Se da uno cuenta de lo que debió costarle de esfuerzos y de heroísmos aquella
entrega sin descanso a los intereses superiores? Debe insistirse: san Bernardo
era un hombre delgado y delicado, de un temperamento poco robusto, de una salud
que los ayunos, penitencias y el terrible régimen alimenticio de los principios
de Citeaux, sin hablar de la desastrosa cura de un médico que era tan sólo un
charlatán, habían destrozado por completo. Durante años y más años, le fue
imposible tomar ningún alimento sólido sin sentirse acometido por vómitos, pero,
por otra parte, tenía que ingerir continuamente un poco de líquido para calmar
unos horribles dolores de estómago.
Y este hombre enfermo, debilitado por las abstinencias y vigilias, es el que
camina, de Spira a Palermo, de Milán a Burdeos, en una época en que las
comunicaciones no tenían comparación, en cuanto a comodidad, con las nuestras,
en que los caminos estaban en malísimas condiciones, los puentes eran escasos y
obligaban a menudo a hacer largos rodeos, en que los puertos eran tan peligrosos
que el homónimo de san Bernardo de Clairvaux, el que llaman san Bernardo de
Menthon, tuvo que fundar su célebre orden de regulares hospitalarios para
socorrer a los viajeros. Nada, y menos aún las dificultades materiales, podía
ser capaz de frenar el impulso del santo incansable: se estima que pasó por lo
menos tres veces los Alpes en pleno invierno.
Las dificultades materiales, de todas maneras, eran poca cosa al lado de las
que, en el terreno moral y político, podía encontrar un hombre de Dios. Los
grandes siglos de la Edad Media, el XII y el XIII, están verdaderamente llenos
de admirables figuras de héroes y santos, de episodios sublimes donde se expresa
lo mejor de la naturaleza humana. Pero se encuentran en ellos también los peores
episodios que muestran la violencia y la brutalidad desenfrenada, y unos
ejemplares de humanidad que no nos atrevemos a calificar. No debe olvidarse que,
mientras vivía san Bernardo, el rey de Francia, Luis VI, se veía obligado a
dirigir personalmente guerras contra los señores salteadores que atacaban a los
viajeros en los caminos a menos de diez leguas de París. En la misma época,
Italia estaba a fuego y sangre; en Roma, los partidos enemigos, instalados en
las ruinas antiguas como dentro de fortalezas, libraban batalla en las
callejuelas y el Papa Lucio II resultaba muerto al intentar tomar el Capitolio
por asalto. Apenas concluido el primer capítulo de la lucha entre el Papado y el
Imperio, cuyo más célebre episodio había sido la humillación de Enrique IV en
Canosa, los emperadores germánicos estaban a punto de reanudar, con sus
ambiciones, la marcha sobre Roma, a través de una península donde se agudizaban
los odios entre güelfos y gibelinos. Una fermentación social de una violencia a
menudo terrible se observaba en todo el Occidente bajo la forma de un movimiento
comunal de aire revolucionario y que en Francia acababa de ser marcada con el
drama de Laon, en que el obispo Gaudry había sido asesinado por el populacho, y
que en Roma se demostraba con la instauración de la dictadura demagógica de
Arnaldo de Brescia. No, no era mucho más fácil, en aquella época que en la
nuestra, el proclamar los principios de la verdad y de la justicia a una
humanidad que tan abiertamente los infringía.
En medio de tales condiciones, tuvo que actuar san Bernardo.
Su energía, su valor, sobrepasan a lo que pueden expresar las palabras. Hemos
visto cómo, despreciando las dificultades materiales y la resistencia de su
propio cuerpo, se prodigó durante un cuarto de siglo en desplazamientos y
diligencias. Pero aún más admirable fue su energía moral, su intrepidez en dar
testimonio de Dios. Había en aquel hombre tímido y reservado exactamente la
misma santa violencia, la misma llama que ardía en el corazón de los profetas de
Israel. Elías levantándose ante Acab y Jezabel para echarles en cara su crimen,
Natán acusando al rey David de adulterio, son los antepasados del monje de
Clairvaux.
«Los asuntos de Dios son los míos», exclamó un día; «nada de lo que le concierne
me es extraño.» Se sabe responsable de la verdad que ha tenido la dicha de
poseer y quiere que todos la reconozcan; a la Iglesia de la cual es hijo, la
quiere totalmente fiel, esposa mística, a su divino esposo.
Cuando los «asuntos de Dios» están en peligro, ¡con qué violencia se levanta
Bernardo! No tiene miramientos para nada ni para nadie, ni le importa ningún
interés. Es directo, hiriente; su ironía, sus reproches, no dejan a nadie a
salvo. Ejemplos: «Os mostráis odioso, intratable, a tal punto que había decidido
no hacer nada más por vos. Desanimáis por adelantado a vuestros defensores y
suscitáis a vuestros propios acusadores. En todas circunstancias no conocéis
otra ley que la de vuestro capricho, no actuáis sino como déspota, sin pensar
nunca en Dios ni sentir su temor...» ¿A quién se dirige esta amonestación? ¡A un
arzobispo! «Aunque me encierre en el silencio y el retiro, no por esto dejará la
Iglesia entera de murmurar contra la corte de Roma, mientras ésta continúe en
sus errores actuales» ¿A quién se dirigía este seco aviso? Al mismo Papa...
Hay que reconocerlo: es una señal de la grandeza de la época que los poderosos
hayan tolerado oir tal lenguaje y casi siempre aceptado someterse a las órdenes
terminantes del santo. Se puede difícilmente imaginar a uno de nuestros modernos
déspotas escuchando una voz igual sin, al instante, ahogarla en el más profundo
calabozo.
Los «asuntos de Dios», san Bernardo los concibe de dos maneras. Se trata de Dios
cuando su leyes infringida, cuando los preceptos que ha dado a los hombres son
desfigurados; así estará en el corazón mismo de aquella gran corriente de
«reforma» que había estado ya y estará durante toda la Edad Media, dentro de la
conciencia de la Iglesia, una fuerza de perpetua renovación. Pero también se
trata de Dios cuando su Iglesia se ve amenazada en su libertad, su soberanía, en
el respeto que le es debido. Entonces, Bernardo interviene.
Aquí está Thibaut II de Champaña, señor directo de Bernardo, ya que Clairvaux
está dentro de sus tierras. Es uno de los más grandes señores de Francia; la
extensión de sus tierras sobrepasa la de los dominios reales. Aunque piadoso y
generoso, es a veces orgulloso y brutal. En toda ocasión, Bernardo le llama al
orden. Thibaut se niega a rendir homenaje al obispo de Langres, del cual detenta
una tierra en feudo (la organización feudal daba lugar a veces a parecidas
situaciones...). Los derechos de la Iglesia son discutidos; Bernardo
interviene dirigiendo una amonestación tan categórica que el conde se somete.
Otra vez, se presenta el segundo caso: la caridad ha sido transgredida; después
de un duelo judicial, se le han hundido los ojos al vencido, los oficiales del
conde han confiscado sus bienes. Bernardo clama contra esta barbarie y obtiene
reparación para los hijos del desgraciado.
Episodios análogos, igualmente conmovedores, se encuentran en las relaciones
entre el abad de Clairvaux y el mismo rey de Francia. Bernardo conoció a dos
Capetos, muy diferentes. Luis VI «el Gordo» es un buen soberano, al cual
Bernardo quiere y aprecia; pero tiene tendencia a hacer de la Iglesia un
instrumento para su reino, y Bernardo lo desaprueba. Por ello mismo cuando, en
1127, el rey nombra senescal, es decir, generalísimo, a un prelado, Esteban de
Garlande, archidiácono de Nuestra Señora, ¡con qué tono critica el gran monje la
confusión de dignidades que tanto puede perjudicar a la Iglesia! Su ironía azota
al nuevo senescal: ¿Celebrará la Misa con armadura o conducirá las tropas con
alba y estola? Las protestas del santo son tan vehementes que el rey anula el
nombramiento. Emplea la misma intransigencia en el conflicto que, poco tiempo
después, opone Luis VI a Esteban de Senlis, obispo de París. Habiendo decidido
éste último reformar su Cabildo, el rey, que teme que los canónigos se muestren
menos dóciles a sus órdenes, ataca por el costado al prelado, confiscando sus
bienes regulares. Protesta del obispo, que lanza un interdicto sobre la diócesis
y, refugiándose en Sens, avisa a san Bernardo. ¡Que carta recibe el rey desde
Clairvaux!: «La Iglesia depone contra vos un lamento desesperado cerca de su
Señor; en vos, que fuisteis su defensor, ha encontrado a un opresor...» Hay
cuatro páginas en este tono. A propósito de otra disputa llega el monje a tratar
a Luis VI de «nuevo Herodes», lo que quizás es mucho decir... Digámoslo de
nuevo: es admirable que ni por un momento el rey haya pensado en quitarse de
encima a tan molesto profeta.
Uno de sus más célebres altercados, y el que mejor demuestra su valentía, es el
que sostuvo contra el joven rey de Francia, Luis VII. Este príncipe es sabido
que fue mediocre y su reinado perjudicial para la dinastía de los Capetos,
puesto que su divorcio con Leonor de Aquitania costó a la corona alguna de sus
más ricas provincias, y estuvo en los inicios de la guerra de los Cien Años. Por
lo menos diez o quince veces, Bernardo hizo al rey severas exhortaciones. Es
conveniente citar una página de una de sus amonestaciones: vale la pena.
«Desde que tengo el honor de conocer a Vuestra Alteza, os consta el ardiente
fervor que he demostrado hacia ella. ¿No vio el pasado año mi aplicación
infatigable en concertar con sus ministros los medios para restablecer la paz en
su reino? Temo que ella haga mis esfuerzos inútiles. Parece ser que abandona a
la ligera el buen camino en el cual estaba; que un consejero, inspirado por el
demonio, le empuja a empezar de nuevo los males y estragos que se arrepentía de
haber cometido ... Vuestra Alteza, por un secreto designio de Dios sin duda, lo
concibe todo al revés; considera ofensivo lo que es honorable, honorable lo que
le llena de vergüenza ... Por mi parte, cualquiera que sea la determinación que
tome en contra del bien de su Estado, su propia salvación y la gloria de su
nombre, no puedo, como hijo de la Iglesia, disfrazar el ultraje y la pena que
alcanza a mi madre. Estoy resuelto a mantenerme firme y a combatir hasta la
muerte, si es necesario. Sin escudo ni espada, emplearé las armas de mi estado;
quiero decir oraciones y lágrimas.
«Por desgracia, hasta este momento -¡tomo al Cielo por testigo!- he rogado
constantemente para la paz del reino y la prosperidad de vuestra persona. He
defendido vuestra posición ante el Papa. Empieza a pesarme el haber disculpado,
sin medida, vuestra juventud. De ahora en adelante me atendré a los hechos. Si
continuáis, Señor, me atrevo a predeciros que vuestro pecado no estará mucho
tiempo sin castigo. Con todo el fervor de un servidor fiel y afecto, os exhorto
a abandonar vuestra maldad. Os lo ruego con dureza, pero recordad las palabras
del sabio: ¡Heridas de amigo son mejores que besos de enemigo!»
Testimonio de la Iglesia ante las potencias laicas, san Bernardo es, con el
mismo ardor, testimonio del Señor ante la Iglesia. Ha de señalarse que, después
de que el ansia de reforma, nacida dentro del alma cristiana a principios del
siglo XI, hubo tomado forma en las medidas decisivas de Gregorio VII, san
Bernardo y sus hermanos de Citeaux, en el siglo XII, se lanzaron a fondo por el
camino que trazó el gran Papa y marcaron la importancia de la obediencia a las
órdenes del Pontífice y de la disciplina clerical. ¿ Han de ser diferentes los
principios que rigen una orden monástica de los que se deben imponer a los
cristianos sin distinción? No lo piensa así Bernardo: todo lo más admite una
diferencia en la intensidad del esfuerzo que pide, en el grado de perfección que
debe alcanzarse. Esta llamada a la santidad que él ha oído, quiere hacerla
escuchar a la Iglesia entera.
Y antes que a nadie a sus jefes más altos, los Papas. Nada hay más
característico que su conducta hacia el Papado; le admira y venera. Piensa, al
igual que Gregorio VII, que el Papa «es el único hombre a quien todas las
naciones deben besar las plantas». Pero esta excepcional situación quiere que
lleve con ella al que la ocupa una exigencia igualmente excepcional. Nadie ha
señalado tan bien los deberes del Pastor como el austero monje que por humildad
evitó la tiara. Se le ofrece una ocasión, en 1145, de decir en voz alta lo que
piensa: uno de sus «hijos», Bernardo de Pisa, es elegido Papa con el nombre de
Eugenio III. Muy pronto le escribe -de 1145 a 1152- cinco cartas admirables que
constituyen su famoso tratado De la consideración, su mejor obra, verdadera
Carta del Papado. Siente afecto por aquel hombre, le habla con exquisita
amabilidad: «¡Qué importa que os hayan elevado a la silla de Pedro! Ni que
anduvierais por los aires, no podríais sustraeros a mi afecto: incluso bajo la
tierra, reconoce el amor a un hijo.» Al mismo tiempo, ¡qué sublime severidad al
recordarle la eminente dignidad del título que lleva!
«Sois el obispo de los obispos, y los apóstoles, vuestros antepasados,
recibieron como misión colocar el universo a los pies de Jesucristo. Sois su
heredero: el universo es vuestra herencia. Pastor de todas las ovejas y pastor
de todos los pastores. Si es necesario, si el pecado lo merece, podéis cerrar el
cielo a un obispo, deponerlo, lanzarlo a Satanás. Sois por excelencia el Vicario
de Cristo.
Sin embargo, ¿en qué consiste vuestro poder? ¿En un terreno para explotar? De
ninguna manera: es un deber que asumir. La cátedra pontificia os enorgullece;
sin embargo, sólo es un puesto de vigilancia, un lugar elevado desde donde, como
un centinela, podéis pasear vuestra mirada por encima del mundo. Este mundo, no
es de vuestra propiedad; solamente sois responsable de él; pertenece a Cristo.
»-Pero, me diréis, estáis de acuerdo en que yo gobierno al mundo y me prohibís
dominarlo? -Sí, en verdad. ¿No es gobernar de una manera excelente gobernar por
amor? Habéis sido puesto a la cabeza del rebaño de Cristo para servirle, no para
mandar sobre él. Añado además: no hay arma ni veneno que tema tanto para vos
como el orgullo de la dominación.»
De hecho, Eugenio In seguirá estos preceptos y llevará, dentro de la gloria
pontificia, la existencia austera de un monje de Citeaux «no dando al dinero más
importancia que a una brizna de paja». En lo que le concierne personalmente será
verdaderamente un «reformado».
No es suficiente. Bernardo sabe que los principios que se quedan en el terreno
de las puras ideas son irrisorios. Por ello, pone los puntos sobre las íes. Los
que rodean al Papa están echados a perder; la curia está llena de negociantes,
de clérigos blandos y mundanos; incluso tiende a convertirse, dice el santo, en
«una cueva de ladrones». Ha de verse con qué estilo mordaz hace el retrato de
aquellas aves de rapiña. Los legados mismos están contagiados: «¿Sacrificarían
la salvación del pueblo por el oro de España?» ¡Que cambie todo esto! ¡Que
escoja el Papa hombres desinteresados y llenos de experiencia! Que no se limite
a su camarilla romana, demasiado corrompida; que escoja «dentro del universo
entero a los que deben juzgar el universo!»
La verdad que dice en Roma, no se la calla en otros lugares, donde haya
necesidad de proclamarla. Uno de los ejemplos más célebres de su acción es la
«conversión» de Suger. En Saint-Denis, abadía real, la fastuosidad de la corte
es más corriente que la austeridad monacal. Suger, poderoso abad, es el
consejero de Luis VI. Bernardo se atreve a decirle que su lujo es indigno, que
un servidor de Dios debería avergonzarse de hacerse seguir en sus viajes por más
de sesenta caballos; y la Corte, estupefacta, presencia este espectáculo: i un
primer ministro renuncia a todo y se pone a vivir como un verdadero monje! De
golpe, el político que tendía a sobrepasar en él al religioso se transforma: si Suger se convierte en el gran Suger, es porque Bernardo le ha persuadido de
permanecer sacerdote que sirve a Dios como ministro de un rey en vez de un
ministro que, por casualidad, se ha encontrado ser benedictino.
Bernardo está igualmente ligado a todos los episodios de la reforma, en el siglo
XII. Sus discusiones con Cluny continúan siendo célebres: sus críticas de la
gran orden, pudieron, en algunos aspectos, pasar de los límites; sin embargo, no
se podría negar que tuvieron eficacia incluso entre los monjes negros.
Igualmente, está en estrechas relaciones con el conservatorio de ascesis que es
la Cartuja, en donde el prior es tan amigo suyo que Guillermo de Saint-Thierry
asegura que formaban «un solo corazón, una sola alma». Interviene en la
reorganización de los canónigos regulares y se mantiene en contacto con los
premonstratenses de san Norberto.
El clero secular no escapa a su estricta solicitud. El cuadro que pinta de él es
muy negro. De un extremo al otro de la Cristiandad, «los bienes de la Iglesia
son malgastados en usos de vanidad y de cosas superfluas». Los mismos obispos
dan el mal ejemplo y san Bernardo los señala intrépidamente con el dedo: Simón,
que acapara Noyon y Tournai y engorda con las rentas de los dos obispados, o
Enrique, que debe a la venalidad su ascensión a la silla de Verdun. ¡Reforma! He
aquí el tratado sobre Las costumbres y deberes de los obispos, redactado a
petición del arzobispo de Sens, Enrique le Sanglier. «¿Por qué lleváis galas
como las mujeres, si no queréis que os critiquen como a ellas? Distinguíos por
vuestras obras, y no por vuestros bordados y pieles. ¿Creéis cerrarme la boca al
decir que un monje no tiene por qué juzgar a los obispos? ¡Plazca al Cielo que
me cerréis también los ojos! Pero, en el caso de que yo callara, hablarían todos
los que son pobres, los que están desnudos, los que están hambrientos; se
levantarían para gritar: «¡Es nuestra vida lo que asume vuestro lujo, vuestras
vanidades nos roban lo necesario!»
Tono de profeta... Lo más admirable es que se acepte escucharlo. Se le llamará
incluso para decidir elecciones episcopales discutidas en Tours, Langres,
Rennes, York: aquel sencillo monje se convierte en la conciencia del alto clero. Cuando, por el contrario, señala para admiración a un
cristiano como Malaquías, el gran obispo irlandés que muere en Clairvaux en
1139, éste pasará a ocupar un lugar en los altares.
El clero por sí solo no forma la Iglesia. La Iglesia es la multitud de
bautizados. ¡Bernardo se guarda bien de olvidarlo! El celo devorador de aquel
testimonio de Dios no descuida la sociedad laica. Las instituciones le parecen
respetables en cuanto obedecen al ideal cristiano. Los príncipes reciben su
poder de Dios; deben, pues, gobernar según su ley, proteger a los buenos,
castigar a los malos, dar justicia a los oprimidos. Por ejemplo, escribe estas
palabras inolvidables a la reina de Jerusalén: «¡Aprended a reinar de Jesús!»
Pero a 10/5 que traicionan el ideal no les ahorrará sus críticas.
Las personas de mundo reciben de él sus más sentidas repulsas. Ved este
caballero: sobre caballos adornados con oro y sedas, el yelmo centelleante de
piedras preciosas, los faldones de una fina camisa flotando sobre las piernas: ¿es éste el uniforme de un combatiente de Cristo? Y ved estas mujeres, andando a
pasitos, engalanadas como un templo, con sus pesados trajes de tejidos
suntuosos, una diadema de oro fino aguantando el pañolin: ¿ son éstas las
vestiduras de una mujer cristiana? Las ocupaciones de estos bautizados
deficientes no son mucho mejores que sus trajes. Los hombres corren al combate
por gusto al peligro y a la violencia: no se preguntan si la causa es justa ni
si la intención es recta. Multiplican guerras privadas, torneos; y no piensan
nunca que «la mejor ocupación es hacer que Dios os sea favorable». En cuanto a
las costumbres de las mujeres, mejor es no hablar de ellas.
No se crea por ello que Bernardo guarda únicamente sus críticas para los ricos.
No mide más sus palabras para los humildes, los campesinos, los burgueses. No
titubea en mostrarlos interesados, egoístas y poco inclinados a la fidelidad
conyugal No deben considerarse todas estas requisitorias como exhortaciones
platónicas de predicador: a la llamada de aquella voz, los hombres se
transformaban de verdad, la luz de Cristo entraba en las almas. Conciencia de su
tiempo, san Bernardo actuó, sin duda, de la manera más eficaz para que la sal de
la tierra no perdiera su sabor.
No sólo defendió la ley de Cristo
en el terreno de la conducta moral, sino también, con la misma energía, en el
terreno doctrinal. Su actitud se ha visto a menudo mal juzgada: se ha querido
ver en él una especie de arrebatado, fanático, dispuesto a descubrir pretendidos
errores, y feroz al combatir a los que sospechaba de mantenerlos. Pero estos
testigos son sospechosos: Béranger de Poitiers dice que tenía «el alma llena de
rencor», pero, siendo él mismo discípulo de Abelardo, también puede haber cedido
al rencor...
Se le ha presentado también como un verdugo, pronto a encender hogueras, un
predecesor de Torquemada. Es verdad que aceptó fuesen entregados los heréticos
al poder secular y quemados -lo que, debe decirse, era la opinión más extendida
en su tiempo. Pero ha explicado él mismo la actitud que debe adoptar la Iglesia
ante el error. No debe, de buenas a primeras, recurrir a las armas, sino usar
todos los medios posibles para convencer a los que se equivocan. Si persisten en
su error, es decir, si se convierten en un peligro público, que se deje en este
caso «morir a los que prefieren morir antes que volver a Dios».
Aquel siglo XII, que fue un tiempo de una fe extraordinaria, fue también una
época de intensa fermentación espiritual, de una fermentación no exenta de
peligros. A causa precisamente de que los problemas religiosos interesaban
apasionadamente a los espíritus, las corrientes desviadas, las herejías, podían
manifestarse. Es de todos conocido lo que fue, en el mediodía de Francia, el
desarrollo de la doctrina llamada «cátara» o «albigense», hija lejana del viejo
dualismo maniqueo, y cuán serios peligros hicieron correr a la Iglesia sus
extraordinarios progresos. Eugenio III, llegado a Francia para predicar la
segunda cruzada, tuvo que declararse horrorizado de lo que había constatado.
¿Cómo hubiera podido desinteresarse de aquel angustioso problema, el padre
espiritual del Papa? Habiéndole alarmado su amigo Evernin, preboste de Stanfeld,
en 1143, san Bernardo inició una polémica ardiente contra los partidarios de
aquellas doctrinas, en particular Pedro de Bruys y Enrique de Lausana. Luego,
cuando fue enviada una misión al lugar, dirigida por el obispo de Chartres, el
cardenal Alberico Goeffroy, él formó parte de aquélla; lo que vio le afligió.
«Las basílicas están sin fieles, los fieles sin sacerdotes, los sacerdotes sin
honor; ¡sólo hay cristianos sin Cristo!», gimió el gran cisterciense cuando
llegó al Languedoc. Valerosamente, se puso al trabajo, hablando en todo lugar, y
en no pocos sitios su prestigio personal, el destello de su palabra, parecieron
obtener algunos resultados. Pocos en verdad. Después de su partida, los
heréticos tomaban de nuevo sus posiciones; sucedió incluso que en Verfeil se le
prohibió hablar. Instaló a cistercienses en las provincias contaminadas:
Grandsilve, Fontfroide, habían de ser diques contra la marea albigense. Si
hubiese podido permanecer en el lugar, quizás hubiera herido mortalmente la
herejía; pero partió, reclamado por otros asuntos. Ni el recuerdo de sus
milagros ni el de sus palabras fueron suficientes para restablecer la situación.
El papel de defensor de la fe, que no pudo interpretar con tanta eficacia como
quería en el conflicto albigense, lo asumió en muchas otras ocasiones. De igual
manera entabló una lucha con un extraño personaje, orador maravilloso, dispuesto
a fanatizar las muchedumbres Arnaldo de Brescia. Era un canónigo regular, de
vida austera, lleno de ideas apocalípticas, un visionario al mismo tiempo que un
tribuno. Las Ideas que profesaba no estaban muy alejadas de las que, en su
sublime generosidad, habían inspirado a Pascual II, pero añadía a ellas unos
elementos sociales y políticos que le hacían heredero de la Pattaria,
aquella plebe violentamente reformadora que había conmovido Italia en el siglo
anterior. ¡No más contaminaciones en los poderes! La autoridad civil solamente
a los laicos! El clero, abandonando sus dominios y tierras, vivirá sólo de los
diezmos y de la caridad pública. Condenado por su obispo en 1139, pasó a
Francia, donde Abelardo: su amigo, le acogió con alegría y donde Arnaldo
continuaba dispersando sus inquietantes ideas. Alarmado, san Bernardo intervino
vigorosamente cerca del rey; no pedía que se le arrestara, sino que se le
expulsara para impedirle hacer daño, y así se hizo. Se sabe que Arnaldo,
saliendo de Francia, se instalo en Roma. Allí, sus exaltados discursos en contra
de las taras de la Iglesia tuvieron una resonancia enorme. La mayor parte del
pueblo, algunos elementos de la misma clerecía, se
unieron a él. Convertido en una especie de dictador, Arnaldo soliviantaba a los
romanos, prometiéndoles reconstruir la antigua gloria de la Ciudad, la Roma de
los Conquistadores, la República, con su Senado, su orden ecuestre, el Tribunal
del Pueblo ... Así mismo cuando en 1145, Eugenio III con la ayuda de Roger de
Sicilia pudo volver a Roma, se vio obligado a entrar en componendas con el
terrible tribuno. Pero, cuando apareció en la escena del mundo la talla de un
gran emperador germánico, el tribuno no tenía que pesar mucho ante él. Llevando
con él al Papa Adriano IV, Federico Barbarroja avanzó hacia Roma y ocupó por
sorpresa la Ciudad Leonina, mientras que el resto de la ciudad quedaba en poder
del pueblo. El 18 de junio, tras las puertas de San Pedro, debidamente cerradas,
tuvo lugar la ceremonia de la Coronación Imperial. Cuando la población, alarmada
por las ovaciones de los soldados, se abalanzó hacia la basílica, una carga
mortal la rechazó. «Ved», dijo un seguidor del emperador a los vencidos, «en vez
de oro, os dan hierro; es la moneda que usan los germanos.» Poco después,
Arnaldo era preso, colgado, quemado, sus cenizas tiradas al Tíber; el Papa
reconstituía su poder sobre las ruinas de la República. El peligro que san
Bernardo había denunciado estaba ya descartado.
Menos dramático en sus resultados, aunque no menos violento en sí mismo, fue el
conflicto que enfrentó el cisterciense a Gilberto de la Porrée. Era éste un
sabio obispo de Poitiers que al tratar de la distinción entre Dios y la
divinidad había expuesto tesis altamente heterodoxas. Denunciado a san Bernardo
por dos de sus propios sacerdotes, el obispo, sostenido fuertemente por la
amistad de varios cardenales escapó de la furia de sus adversarios, pero aceptó
corregir sus textos, bajo la vigilancia del preboste de los premonstratenses,
Gotescale.
XIV
BERNARDO FRENTE A ABELARDO
Hay, sin embargo, un caso más notorio aún en el que Bernardo
se encontró lanzado a un conflicto tan dramático que ha tomado valor de símbolo:
su duelo frente a Abelardo. Al tratar de ello, se ha dado el caso de que algunos
comentaristas le han tratado de fanático, de enemigo del progreso, hasta de
mantenedor de un sórdido obscurantismo. Es bastante absurdo acusar de fanatismo
al hombre que intentó siempre hacer triunfar la Caridad de Cristo más que los
métodos de la fuerza. En cuanto a llamar enemigo de la inteligencia al que fue
gran escritor, aquél del cual dijo tan bien Etienne Gilson «que ha renunciado a
todo menos al arte de bien escribir», esto raya en lo absurdo. Lejos de
menospreciar la inteligencia y sus actividades, decía bellamente: «No es
conveniente que la esposa del Verbo sea estúpida.»
Sólo que las actividades de la inteligencia las colocaba en segundo término en
el orden de las facultades cognoscitivas. Según él, no es con la dialéctica ni
con la ciencia que puede alcanzarse lo único que merece ser alcanzado; al igual
que su amigo Guillermo de Saint Thierry, pensaba que «más que la razón y sus
sutiles
búsquedas, vale el sencillo amor de un corazón puro». Antes de comprender y
explicar el dogma, hay que vivirlo...; toda la esencia de su tratado sobre El conocimiento de Dios no tiene otra conclusión.
La fe vivida, superior a cualquier actividad de la inteligencia, éste es el
principio sobre el cual no podrá transigir, y por defenderlo entró en conflicto
con Abelardo.
¿Quién era éste? Se le ha de conocer para poder comprender la violencia con
que le combatió san Bernardo. Por otra parte, es difícil ser totalmente justo
para con este genio desequilibrado, cuyas audacias contribuyeron, sin embargo,
a hacer progresar el pensamiento y al mismo tiempo prepararon el florecimiento
del siglo XIII. El joven noble de Nantes -que por su ignorancia en matemáticas
recibió el sobrenombre de «bon à lécher le lard»-, Abelardo, había manifestado
desde su adolescencia la pasión del conocimiento, pero también un inquietante
prurito de éxito personal, de originalidad fuese como fuese. Alumno,
sucesivamente, de Roscelin en Compiegne, y luego, en la escuela de Nuestra
Señora de París, del muy docto Guillermo de Champeaux, apenas cumplidos los
veintitrés años había combatido violentamente la doctrina de sus dos maestros,
el nominalismo de uno, el realismo del otro. Atraído a Laon por la fama de un
maestro llamado Anselmo, pronto se había separado de él declarando
caritativamente que «el fuego de aquel hombre hacía mucho humo, pero no
alumbraba». A partir de aquel momento, se lanzó por su propia cuenta a la
enseñanza. La escuela de Santa Genoveva, que tomó en sus manos, eclipsó pronto
la de Nuestra Señora y la de San Víctor.
Alrededor de su cátedra hubo hasta cinco mil alumnos, entre los cuales algunos
personajes célebres, o que habían de serlo: futuros obispos, futuros cardenales,
e incluso un futuro Papa. Había como para trastornar un cerebro. Tenía cuarenta
años cuando su vida empezó a desequilibrarse. Nadie ignora el drama -en el que
se mezclan lo trágico y lo ridículo- de sus amores con su mejor alumna, Eloísa,
que en aquel entonces contaba dieciocho años, ni la espantosa venganza que le
infligió el tío de la muy propicia víctima. Convertido en sacerdote de la
abadía de Saint-Denis, no pudo aceptar el silencio del claustro. Se le vio
sucesivamente profesar en un priorato de la Brie, condenado por primera vez por
un concilio provincial a quemar su libro sobre la Trinidad y a encerrarse en una
celda; salido pronto de allí, construir en Nogent-sur-Seine el «ermitaje del
paráclito», donde afluyeron millares de estudiantes y cerca del cual Eloísa
fundó una comunidad de mujeres; finalmente, de nuevo en París, encontrar otra
vez los auditorios gigantescos de su juventud. Alabado por unos, mortalmente
atacado por otros, aquel hombre tenía el poder de no dejar a nadie indiferente.
Su obra es extensa: tratados filosóficos sobre la dialéctica, la moral y sobre
Porfirio; ensayos exegéticos, particularmente sobre la Epístola a los Romanos,
y -sin olvidar su correspondencia con Eloísa, que tanta belleza contiene- sobre
todo sus Tratados de Teología, el Sic et Non, la Teología cristiana (1138) y
La Introducción a la Teología. Esta enumeración nos da idea clara de la influencia
de aquel profesor deslumbrante, de aquel animador del pensamiento. Dialéctico
de clase excepcional, contribuyó a perfeccionar los métodos de la escolástica;
él fue quien introdujo la «disputatio», crítica de los textos; su teoría del
conocimiento fue ciertamente el origen de un esfuerzo hacia lo concreto y lo
real que se verá realizado por sus sucesores. ¿Por qué debía ser condenado?
¿Por incrédulo? De ninguna manera; era profundamente cristiano, se confesaba
hijo sumiso de la Iglesia, «aceptando todo lo que enseña, condenando todo lo que
condena». ¿Por herético? Es mucho decir. Sus adversarios le acusaban de «hacer
pensar en Arrio cuando hablaba de la Trinidad, en Pelagio cuando hablaba de la
Gracia, en Nestorio cuando hablaba de la persona de Cristo» (san Bernardo); de
hecho era más una orientación general que una conclusión. Hay espíritus que
sólo se encuentran a gusto bordeando el abismo. El fondo del problema se
encontraba en su concepción de las relaciones entre la razón y la fe. «No se
puede creer lo que no se entiende», decía; esto era lo contrario de las tesis de
san Anselmo. La fórmula «fides quaerens intelllectum», la substituía por: «intellectus
quaerens fidem». ¿Distinguía suficientemente las razones de creer y las
verdades que hay que creer? ¿Se daba cuenta de que hay puntos donde el intelecto
nunca podrá llegar? Llevada al extremo, su doctrina hubiera privado de su substancia al dogma y reducido a nada la fe. Su esfuerzo podía ser provechoso
con la condición de que quedase dentro del marco de los dogmas y que reconociera
los misterios; pero para realizar este equilibrio, hubiera sido necesario un
hombre infinitamente menos orgulloso, infinitamente más lleno de Dios y
sometido a la Gracia; este hombre será santo Tomás de Aquino.
Así era Abelardo, al cual es difícil negar la atención y la estima. Se comprende
la extraordinaria audiencia
que encontraba entre la juventud. Aquel hombre estaba devorado por la pasión de
pensar, igual que otros lo están por las pasiones carnales. Decía que no podía
permanecer impasible ante un problema; tenía que encontrarle una solución. Tal
deseo aplicado a los misterios de la fe podía acarrear catástrofes. Si se
hubiese escuchado a aquel campeón de la razón y del espíritu crítico, ¿qué
quedaría de las claras afirmaciones del dogma, de los principios de la fe? Unos
temas de discusión sutiles, que todos resolverían a su gusto. Se habría
llegado, por una evolución que será la del racionalismo, a suprimir la
diferencia entre lo que atañe a la razón y lo que la sobrepasa, entre sabiduría
humana y revelación.
Basta haber indicado la finalidad a que apuntaban las enseñanzas de Abelardo, de
una manera más o menos consciente, para comprender los motivos que tuvo san
Bernardo de entrar en escena para combatirla. Le dio la alarma su amigo
Guillermo de Saint-Thierry, que le enseñó la Teología cristiana de Abelardo,
diciéndole simplemente: «Vuestro silencio es un peligro». El abad de Clairvaux
intentó al principio excusarse, arguyendo que él era poco dialéctico para
enfrentarse con el mejor mantenedor de la dialéctica. Pero, en 1140, entre un
grupo de estudiantes atraídos por su voz a Citeaux, san Bernardo encontró a un
discípulo de Abelardo; se dio cuenta de la nefasta influencia del filósofo.
Probó entonces de actuar directamente cerca del maestro, pero aquél en pleno
favor del público, se resistió. Provocando él mismo su propia perdición, reclamó
la reunión de un concilio en el que defendería sus tesis. El concilio tuvo
lugar, en efecto, en Sens, el año 1141, y san Bernardo asistió.
La actitud de los dos adversarios tenía que ser muy diferente; el uno era un
intelectual, seguro de sí mismo, de su. pensamiento, de sus métodos
dialécticos; aniquilaba de entrada al monje borgoñón. El otro era un
espiritual, un alma llena de Dios, que no buscaba en absoluto su gloria
personal, que sólo quería dar testimonio de la Palabra. Abelardo veía en el
concilio una especie de academia ante la cual podría librarse a la esgrima de
unas ideas; Bernardo lo consideraba como un tribunal que tenía que juzgar a un
sospechoso. Por esto mismo el cisterciense no permitió que su adversario se
colocase en un terreno de su elección; arremetió desde buen principio. Afirmaba
precisamente que los temas que Abelardo pretendía discutir no eran temas de
discusión. La fe se acepta o se niega, pero el dogma es un bloque y no soporta
verse desencajado a capricho de todos. Sorprendido por este ataque,
desconcertado, abrumado desde la entrada en juego por una lluvia de citas
sacadas de las Escrituras, comparado sucesivamente a Arrio, Nestorio y Pelagio,
Abelardo sintió que el suelo le fallaba y vaciló.
En aquel duelo, incontestablemente, el hombre de su tiempo, el cristiano
medieval típico, era san Bernardo. Representaba la tendencia, característica de
la época de considerar ejemplar el pasado y determinante en sí, la fe sola por
el «alfa» y «omega»; mientras que su adversario encarnaba un movimiento
atrevida o temerariamente progresivo. Es verdad que, en lo sucesivo, las ideas
de Abelardo han podido actuar felizmente sobre la evolución del pensamiento
cristiano; pero, «hic et nunc», constituían un peligro para una sociedad cuya fe
más sólida era el parangón. Se puede ser simplemente
culpable de estar demasiado adelantado a su tiempo.
Sin embargo, al terminar de invocar este episodio dramático de la historia
cristiana, conviene añadir un detalle que da un tono tierno a la figura del gran
luchador de Dios. Vencido, Abelardo intentó apelar al concilio al Papa. Pero no
tuvo tiempo de llegar a Roma. Cayó enfermo en Cluny y la condenación romana
terminó de abatirle. Enterado del hecho, san Bernardo fue allí inmediatamente,
para que su adversario no pudiese llevarse a la tumba el vivo dolor de los
golpes que había tenido que infligirle. Bajo la égida de Pedro el Venerable,
los dos hombres diéronse el beso de la paz. Poco después, instalado en el
priorato Saint-Marcel, cerca de Chalon-sur-Saône, el antiguo maestro del barrio
latino era sorprendido «por el visitante angélico, en santa oración y temor de
Dios».
Puede pensarse que, aun interviniendo, como acabamos de ver,
en defensa de la fe, un monje como Bernardo de Clairvaux no se salía de sus
dominios. Pero se ha de añadir en seguida que en otras muchas circunstancias
salió de su celda y se encontró mezclado en asuntos que a primera vista no
tienen relación alguna con las actividades de un contemplativo.
En Dijon, capital de su provincia natal, las placas indicadoras de la plaza que
lleva su nombre dan una precisión bastante inesperada: «San Bernardo, hombre de
Estado». Intención laica, pero bonito cumplido. Es del todo exacto decir que en
su tiempo san Bernardo fue de verdad hombre de Estado, acaso el más influyente y
ciertamente uno de los más eficaces. Ni Inocencio III ni aun san Luis pueden
serle comparados.
Llamado, pues, a intervenir en los asuntos del mundo por la misma conciencia de
la cristiandad, requerido para arbitrar los conflictos políticos, sólo porque
era considerado como el portador de Dios, el gran monje .blanco tuvo que
abandonar constantemente su querido monasterio de Clairvaux y recorrer los
caminos del mundo. Haciéndolo, sólo pensaba cumplir su deber. Repitamos su
frase: «No sentiré nunca interrumpir una meditación apacible si veo germinar en
un alma la semilla de la Palabra». Esto explica el hecho, tan paradójico al
parecer, de que aquel contemplativo haya ido, desde 1127 hasta su muerte, sin
cesar por montes y valles, «pajarito desplumado siempre exilado de su nido» y
que haya tenido un papel de primera importancia en todos los grandes
acontecimientos de su época.
No es que encontrara placer en ello ni que buscara la ocasión de ponerse en
evidencia. Al contrario; al solicitarlo para actuar, oponía resistencia, dudaba,
esperaba, reflexionaba, se hacía explicar minuciosamente por qué se recurría a
él. Y, finalmente, si aceptaba, era para obedecer las órdenes de un superior,
por caridad hacia sus hermanos, hacia la Iglesia o por fidelidad a la verdad y a
la justicia. Podía estar descuartizado entre su ideal monástico y la
obsesionante actividad en que se hallaba; sabía que era, portándose de aquella
manera, profundamente fiel a lo que Dios esperaba de él, que obedecía a su
vocación. No fue «aunque» místico, sino «porque» místico, que san Bernardo fue
hombre dé acción. Sería imposible enumerar todos los casos en que la acción de
san Bernardo había de ser determinante. Las ocasiones que tuvo de actuar
pudieron ser grandes o pequeñas; desde el momento en que los principios de
Cristo eran infringidos, nunca creía perder el tiempo.
Vedle en acción. El rey de Francia Luis VII ha entrado en conflicto con su
vasallo Thibaut de Champaña, el mismo Thibaut al que san Bernardo tuvo que
reprender a causa del duelo judicial que ya se ha visto. Pero esta vez la
justicia está del lado del conde y los ejércitos reales saquean la Champaña. El
cisterciense salta, protesta, se interpone entre los combatientes y, finalmente,
pone fin a las hostilidades.
Génova y Pisa, una y otra ciudades marítimas de gran riqueza, después de haber
sido durante mucho tiempo rivales comerciales, poco a poco han dejado que sus
relaciones se fueran envenenando, y la guerra está a punto de declararse.
Bernardo lo sabe. Elementos moderados reclaman su arbitraje. Y, pasando en
seguida los Alpes, negocia tan hábilmente con las dos ciudades que restablece la
paz.
En las orillas del Rin, acaba de estallar un drama. Los señores alemanes, más
diligentes en pedir dinero prestado a los judíos que en devolvérselo, están
organizando una gran matanza que, con el pretexto del odio racial, los librará
de sus acreedores. Un monje cisterciense llamado Rodolfo es el agente de esta
horrible operación. Colonia, Maguncia, Worms, Espira, Estrasburgo, están
ensangrentadas. Informan a Bernardo de los hechos. Marchándose rápidamente de
Flandes, donde predicaba la Cruzada, corre a orillas del Rin, habla, exhorta,
fulmina y la matanza termina.
Se podría continuar lago rato explicando parecidos episodios en los que el
prestigio del gran santo fue suficiente para imponer unas soluciones
humanitarias y sabias. Pero dos episodios más notorios aún enseñan más
claramente la importancia de su acción.
Honorio II se está muriendo. Las familias Pierleone y
Frangipani se agitan dentro del seno del Sacro Colegio. Arrastran al moribundo
hasta el monasterio de San Gregario, en el monte Coelius, lo muestran a la
muchedumbre que alborota. Expira la noche del 13 al 14 de febrero de 1130, se le
entierra a la madrugada y los seis cardenales que moran en el convento eligen a
Gregario de Sant-Angelo, partidario de los Frangipani, que toma el nombre de
Inocencia II; otros cardenales confirman la elección. En seguida el cardenal
Pierleone denuncia este rápido procedimiento, reúne a sus amigos y se hace
elegir con el nombre de Anacleto II. Los dos Papas se hacen consagrar el 23 de
febrero, el uno en Santa María Novella, el otro en San Pedro. Los dos invocan el
apoyo de Lotario IlI, Inocencio le promete la corona imperial; indeciso, el rey
de Germania no se pronuncia. Hábil político que sabe distribuir el oro con pleno
conocimiento, AnacIeto obliga a su rival a abandonar Roma. Inocencio se retira a
Francia.
La cristiandad tiene dos cabezas. Canónicamente el conflicto es insoluble, ya
que las dos elecciones han sido manchadas con irregularidades. Según sus
intereses, van a dividirse las naciones. La unidad cristiana está en peligro.
Luis VI convoca un concilio en Êtampes y pide que se delibere sobre los méritos
personales de los dos pretendientes; hace venir al abad de Clairvaux para que
ilumine la asamblea. Bernardo está indeciso, pero una visión divina le decide a
responder. El abad de Clairvaux es árbitro de la Iglesia universaI. Invoca
argumentos de tres clases a favor de Inocencio II: piadoso, desinteresado,
moralmente es el más digno; ha sido elegido por la parte «más sana» del Sacro
Colegio, es decir, por la mayoría de cardenales-obispos, a los que, de hecho, el
decreto de Nicolás II sobre las elecciones pontificias daba, desde 1059, un
papel preeminente en la elección del Pontífice; ha sido consagrado por el obispo
de Ostia según la tradición. Los obispos aceptan la sentencia, Luis VI proclama
su fidelidad a Inocencio, el cual, desde Clermont, excomulga a su adversario.
Pero ¿de qué serviría esta decisión si la cristiandad permaneciera dividida?
Bernardo quiere unir los demás Estados cristianos a Inocencio. Se entrevista con
el rey de Inglaterra, Enrique I Beauclerc, y vence su resistencia. En Alemania,
al mismo tiempo, actúa san Norberto, arzobispo de Magdeburgo, que conquista a
Lotario para la buena causa: el Papa y el rey de Germania se encuentran en
Lieja, en marzo de 1131; el príncipe conduce el caballo de Inocencio y
multiplica las muestras de deferencia; ¿será para mejor preparar el terreno de
las reivindicaciones de carácter totalmente político? Bernardo «se le opone como
una muralla», dice su biógrafo, y Lotario promete acompañar al Papa a Roma. En
espera de ello, Inocencio va a Clairvaux, donde los pobres monjes lo acogen, lo
llevan a su desnuda capilla y comparten con él su humilde comida. En Reims,
Bernardo está a su lado para recibir la adhesión de Aragón y Castilla al papa
Inocencio. Luego interviene en Aquitania, donde el duque Guillermo, arrastrado
por el obispo Gerardo de Angulema, ha reconocido a Anacleto; su éxito es
efímero; Gerardo vence de nuevo y obtiene la silla de Burdeos; Bernardo lo hiere
con dura ironía y persuade a sus sufragáneos a excomulgarle.
Mientras tanto, Inocencio ha entrado en Italia, donde Lotario inicia unas
operaciones militares. Llama a Bernardo en enero de 1133 para reconciliar Génova
y Pisa, cuyo buen acuerdo es necesario para contrarrestar al poderoso Roger de
Sicilia, partidario de Anacleto. El cisterciense se convierte en diplomático:
arregla hábilmente la paz, y la población de Génova le depara una acogida
triunfal. Se ve a la muchedumbre aglomerarse en las predicaciones que da tres
veces al día. Sin embargo, cuando ya está a poca distancia de Roma, a Lotario le
falta dinero: Bernardo reclama unos subsidios al rey de Inglaterra, y los
obtiene. Finalmente, el 30 de abril, Inocencio entra en la Ciudad Eterna, y el 4
de junio corona a Lotario. Bernardo vuelve apresuradamente a su monasterio, con
la esperanza de haber terminado su labor.
Pero en septiembre, faltado del apoyo de las tropas imperiales, acosado por los
guerreros de Anacleto, que se mantiene sólidamente en el castillo de Sant-Angelo,
Inocencio tiene que salir de nuevo de Roma. Bernardo emprende otra vez el camino
y, como lo hace constar Georges Goyau, en adelante es menos «el abogado del Papa
que el mismo tribuna de la unidad de la Iglesia».
Por Nantes, llega a las tierras de Guillermo de Aquitania; le grita: «Hay una
sola Iglesia: es el arca que lleva en ella la salvación del mundo; fuera de
ella, por un justo juicio de Dios, todo ha de perecer como en los tiempos del
diluvio». Después de una misa que tuvo que oír desde el exterior de la iglesia,
ya que estaba excomulgado, Guillermo se reconcilia con Inocencio. El cisma ha
terminado en Francia.
Pero, fuera de allí, la situación continúa siendo grave, pues Anacleto tiene
detrás suyo al rey de Sicilia, Roger, que quiere dominar Italia mediante el
antipapa. Paralelamente, Lotario está en conflicto con los Hohenstaufen, y esta
guerra le impide iniciar una nueva expedición más allá de los Alpes. Se han de
arreglar los asuntos germánicos. Bernardo corre hacia allá, y cruza el Rin a
principios de 1135. Siempre fue una de las grandes ideas del abad de Clairvaux
la amistad que tendría que unir al Papado con el Imperio para dar a la
cristiandad unas bases más estables. Comparece, pues, en Bamberg, donde el.
emperador recibe la .sumisión de sus enemigos. Más tarde, atravesando los Alpes
en pleno invierno, penetra en Italia, dirigiéndose a Pisa, donde Inocencio II
ha reunido un concilio para hacer el recuento de sus partidarios. «San
Bernardo», dice un historiador de su tiempo, «fue el alma del concilio, que duró
ocho días». En los intervalos entre las sesiones públicas, se veía asediado por
los que tenían algún asunto grave que resolver. Parecía como si aquel humilde
monje dominase por completo todas las cuestiones eclesiásticas.
La excomunión alcanza a Anacleto; el interdicto, las tierras de Roger. Delegados
de Milán traen la promesa de unión de la gran ciudad, a condición de que la
destitución del arzobispo Anselmo sea confirmada. El concilio consiente en ello
y envía a Bernardo a Lombardía para evitar cualquier incidente. A su paso, las
gentes se atropellan: todos quieren verle, oírle, tocar su cogulla, cortar de
ella un pedazo. Le ofrecen el arzobispado. No lo quiere. Vuelve por segunda vez
allí para afirmar la primacía de la silla romana. Luego, por caminos montañosos,
en donde le escoltan los pastores, marcha hacia Clairvaux.
¿Había terminado, por fin? ¡Aún no! Estaba desarrollando sus sermones sobre el
Cantar de los Cantares, cuando recibe una llamada del Papa. Por tercera vez
corre a Italia. El ejército de Lotario había conquistado casi toda la península,
pero Anacleto ocupaba sólidamente algunos barrios de Roma y Roger era
inexpugnable en Sicilia. Entre el Papa y el Emperador promovíanse discusiones
acerca de la soberanía de la Apulia y de la personalidad del abad de
Montecassino. Bernardo la solucionó; en un momento dado, incluso gobierna él
mismo la famosa abadía. Más adelante, en octubre de 1137, cuando Lotario,
desengañado, enfermo y desobedecido, marchaba hacia el Norte, acepta negociar
directamente con Roger. Su estado de salud es malísimo; se compara al pálido
espectro de la muerte. Se encuentra en Salerno con el rey de Sicilia y Pedro de
Pisa, el canonista, que hacía la defensa de Anacleto. Sus exhortaciones para
restablecer la unidad de la Iglesia no convencen de modo alguno al primero, pero
conmueven al segundo, que va a prosternarse a los pies de Inocencio.
Se acerca el final. Lotario muere el 4 de diciembre, Anacleto expira el 25 de
enero de 1138. Algunos obstinados eligen un nuevo antipapa, Víctor VI; pero una
noche éste se reúne con Bernardo y el día de Pentecostés implora la clemencia de
Inocencio II. Lo que Bernardo había defendido, se había salvado. Le hubiera
gustado que el vencedor no abusase de su triunfo, prodigó consejos de
moderación: no pudo evitar las represalias, que alcanzaron a los partidarios de
Anacleto, y también a Pedro de Pisa; su último acto fue una protesta generosa
pero ineficaz.
En aquella lucha de ocho años, en que lo que estaba en juego era nada menos que
la unidad de la Iglesia, Bernardo había sido el gran luchador; según sus mismas
palabras, había «trabajado y sufrido» con la Iglesia. A través de todo el
occidente, con un ardor de misionero y una habilidad de hombre de Estado, había
capitaneado el buen combate. La túnica de Jesús, que había sido sin costura,
debía permanecer inconsútil.
Sin embargo, en la cúspide de los honores y del triunfo, el campeón de la Santa
Sede, el interlocutor de monarcas, el Maestro de tantas asambleas, el árbitro de
la Iglesia, ¿a qué aspiraba? ¡A la austera tranquilidad de su celda! «Vuelvo a
toda prisa», le escribe al prior de Clairvaux, «Y traigo una recompensa: la
victoria de Cristo y la paz de la Iglesia».
Sin duda éste es el punto culminante de tan brillante
carrera.
Durante la Semana Santa del año 1146, los caminos de Borgoña vieron pasar
hileras de peregrinos, llegados de toda Francia, que se dirigían a Vézelay. y en
el día de Pascua, en la alta colina, con un paisaje maravilloso, la muchedumbre
se apiñaba alrededor de la basílica, insuficiente para ellos. Hacia ya casi
medio siglo que tras muchos sufrimientos, las barones de Godofredo de Bouillon
habían conquistado Jerusalén. Pero después del triunfo del 14 de julio de 1099
se había visto claramente la fragilidad de tal conquista. El feudalismo había
llevado a Tierra Santa, amenazada por el infiel, sus hábitos de indisciplina. A
finales del año 1144, Zennni, gobernador turco de Mosul, se había apoderado de
Alepo y había ganado a los cristianos Edesa, posición avanzada que vigilaba el
camino hacia Mesopotamia. Su hijo Nureddin, al año siguiente, había recobrado la
plaza liberada por poco tiempo y había hecho una gran matanza de habitantes. Al
grito de dolor que llegaba de oriente, se conmovió la cristiandad y un gran
movimiento de Cruzada levantó de nuevo las almas.
El rey Luis VII sueña entonces con una gran empresa que colocará su nombre entre
el de los gloriosos; ¿no había jurado sobre unas reliquias hacerse cruzado?
Quiere irse. Una primera asamblea, reunida en Bourges, le hace ver que el
entusiasmo de la nobleza ya no es el del siglo pasado. Ahora se miden mejor los
riesgos, y se sabe lo que cuesta en dinero y en sangre de héroes la gran
aventura de oriente. Si a veces le faltaba prudencia a Luis VII, no le faltaba,
sin embargo, valor. Les cita a todos en la colina de Vézelay y llama a san
Bernardo en su ayuda.
El abad de Clairvaux es ciertamente partidario de la Cruzada y, como siempre,
por razones profundas en relación con amplias miras espirituales. Pero tiene
demasiado sereno el sentido para no considerar las dificultades. Pide una
orden al Papa. Éste, Eugenio III, antiguo monje de Clairvaux, se agita entonces
entre los motines populares y las intrigas nobiliarias de Roma. Tarda algún
tiempo en aceptar, firma la bula y san Bernardo entra en acción. Lo que fue la
llamada del santo, lo suponemos viendo los resultados. Las masas de peregrinos,
conmovidas hasta el alma, reclaman el honor de cruzarse sin más tardanza. ¡Dios
lo quiere! Faltó tela para las cruces que todos querían coser, en el acto,
sobre sus vestidos. Bernardo tuvo que dividir su traje entre sus oyentes. Se
vislumbra el desquite sobre los infieles, la definitiva instalación de los
cristianos en Tierra Santa, tan sólidamente que el turco no podrá nunca más
entrar en ella. Al igual que Urbano II, después del concilio de Clermont,
Bernardo recorre las provincias para reclutar soldados: visita la Borgoña,
Lorena, Flandes, manda aviso al conde de Bretaña;
«A instancias del señor rey y obedeciendo una orden del Papa, hemos ido a Vézelay durante las fiestas de Pascua. Allí, bajo la acción del Espíritu Santo,
rey, príncipes y pueblos, todo el mundo se ha armado con el signo de la Cruz.
Esta bendición se ha extendido a toda Francia, y todos, gustosos, acuden para
recibir sobre su frente y hombros .la señal de salvación. Como vuestro país es
fecundo en hombres valientes y ricos, en jóvenes aptos para las armas, conviene
que os alistéis entre los primeros a esta santa obra y que forméis bajo las
banderas del Dios vivo. Adelante, generosos soldados, ceñid la espada, no
abandonéis a vuestro rey, el rey de los francos. ¿Qué digo? No abandonéis al
Rey de los Cielos, para quien emprende aquél tan laborioso viaje.»
Parece ser que Eugenio III no pensó en una fuerza militar reclutada en otros
lugares que no fueran Italia o Francia. Pero las circunstancias y el ardor de Bernardo ampliaron el primitivo proyecto. Habían avisado al abad de Clairvaux
que un monje cisterciense llamado Rodolfo levantaba las poblaciones renanas en
contra de los judíos. Allí fue para restablecer la calma. Aprovechando la
ocasión de su estancia, tuvo la idea de invitar a Conrado III y a los alemanes a
la Cruzada. El entusiasmo de los grandes señores fue débil, pero los
caballeros pobres aceptaron combatir en Tierra Santa. Bernardo compareció en
la dieta de Espira el 27 de diciembre, arengando a Conrado como lo habría hecho
el mismo Cristo: «¡Oh, hombre!, ¿qué es lo que tenía que hacer por vos que no
haya ya hecho?» Obtuvo que el soberano mandara el ejército germano, y le
entregó el estandarte sagrado. Mientras tanto, en Saint-Denis, Eugenio III
entregaba a Luis VII el bordón de peregrino.
La Cruzada va a iniciarse de nuevo y Bernardo la concibe como una ofensiva
general de la cristiandad contra los infieles y paganos. Intenta arrastrar a
Inglaterra, Bohemia, Baviera, Polonia, los Estados Escandinavos. ¡No debe
combatirse solamente contra los infieles de Palestina! En la primavera de 1147,
en Francfort, lanza a la nobleza germana en contra de los eslavos del este del
Elba. Y en todo lugar la cristiandad combate por la fidelidad. Es la época en
que Alfonso Enríquez, ayudado por cruzados ingleses y flamencos, se apodera de
Lisboa, Roger II de Sicilia se hace suyas las costas africanas de Trípoli hasta
Túnez. Grandioso plan, sin duda ideado por Bernardo. Por desgracia, la cruzada
oriental, pieza esencial de aquel conjunto, termina con un lastimoso fracaso.
Se admite difícilmente la irreflexión inconcebible con que fue concebida esta
Cruzada; Luis VII y Conrado III, en vez de aunar sus fuerzas, actuaron cada uno
por sí solo. El emperador quiso atravesar el Asia Menor; traicionado por los
griegos, rodeado por los turcos, perdió en Dorilea las nueve décimas partes
de su ejército. Bordeando el litoral, los franceses sufrieron también
importantes pérdidas en la región de Latakyieh. Luego hubo un principio de
escándalo provocado por la reina Leonor; en Antioquía, se negó a seguir adelante
con su marido; las malas lenguas chismorrearon a gusto, pues el bello Raimundo
de Aquitania, el propio tío de la joven dama, estaba precisamente en Antioquía,
y Luis VII, a cuyos oídos llegaron tales rumores, se llevó a la fuerza a su
esposa hasta Jerusalén. Llegados difícilmente a la Ciudad Santa, los dos
soberanos, en vez de dirigirse en contra de Nureddin y reconquistar Edesa y Alepo, se dejaron alcanzar por las intrigas que llenaban
aquella corte oriental y atacaron Damasco, cuyo gobernador había sido, sin
embargo, buen amigo de los francos. Fracasaron, además, en su empeño. En aquel
momento, Suger, que gobernaba en Francia en ausencia del rey, avisó a Luis VII
de que, por bien de su Estado, sería oportuno que regresara sin más tardar. Los
dos cruzados con corona se fueron, pues, de nuevo a Europa, sin haber hecho otra
cosa que agravar la situación de los cristianos de Oriente.
Este fracaso fue para Bernardo un rudo golpe. Todos los enemigos que se había
ganado por su intransigencia proclamaron en voz alta que él era el verdadero
responsable, ya que había predicado la Cruzada. Tuvo que escribir una verdadera
justificación de su conducta; consta en el De consideratione, que es en parte su
testamento espiritual y donde ya hemos visto sus ideas sobre el papel de los
Papas. Confesaba claramente su fracaso, añadiendo que no se le tenía que imputar
a la Providencia, sino a las faltas de los cristianos y que así «las promesas
de Dios quedaban intactas, ya que ellas no prescriben contra los derechos de su
justicia».
En seguida, venciendo su aflicción, encuentra estas palabras admirables:
«Recibo gustoso los azotes de la maledicencia y las flechas envenenadas de la
blasfemia, a fin de que no lleguen hasta Dios. Consiento en que me pierdan la
consideración, con tal de que no toquen a su gloria».
Éste es el lenguaje de la perfecta humildad, del hombre que se ha entregado
totalmente a Dios. Por otra parte, no desesperaba de aquel empeño cuyo primer
intento acababa de terminar sin éxito. Suger pronto concibió la idea de una nueva Cruzada, de la cual hubiese sido jefe san Bernardo;
la muerte del gran ministro deja en suspenso tal proyecto. Para la posteridad no
cuenta tanto el desenlace de la Cruzada como la intención que había puesto en
ella el santo. Si este hombre, que siempre tuvo miras tan amplias, la predicó
con tanta fuerza, ¿cuál era la finalidad que perseguía? Se sabe ahora, y sobre
todo después de los hermosos trabajos de René Grousset, lo que fueron las
Cruzadas, y ya no se admite que hubiera sólo en su origen un fenómeno de
exaltación popular. Aquellos entusiasmos sencillos sólo pudieron dar lugar a la
catástrofe de la Cruzada de las pobres gentes. De hecho, aquellas expediciones
suponían toda una retaguardia de arreglos, de intenciones políticas en que las
miras más amplias y más espirituales podían mezclarse a pequeños cálculos a
veces bastante impuros. El Papado, por una experimentada diplomacia, desempeñó
un papel de primera importancia.
Pero para Bernardo la Cruzada es sólo la expresión de la cristiandad. Es un
testimonio dado a la Comunión de los Santos. Es la manera de unir, incluso de
identificar, en una gran gesta, Europa y la Iglesia de Cristo. y ésta es la
idea-fuerza que dio el impulso a aquellas expediciones. Perdurará aún largo
tiempo: sobrevivirá incluso al Renacimiento, puesto que los Papas soñarán en
ello aún en el siglo XVI para repeler a los turcos de Europa. La misma idea
expresará Juana de Arco en su célebre Carta a Bedford, cuando dice a los
ingleses de cesar en la lucha fratricida, aquella guerra de secesión entre
cristianos, para emprender con ella y sus franceses la gran obra común de
reconquistar el sepulcro de Jesucristo.
XVIII
UN CRISTIANISMO DE CABALLERÍA
En las diferentes maneras de actuar de san Bernardo que
acabamos de ver, ¿no se revelan a la vez en él las dos cualidades contrarias en
apariencia y, sin embargo, complementarias: un imperioso idealismo y un sano
realismo? Consideraba la exigencia espiritual estrechamente ligada a un
conocimiento claro y preciso de los hombres. Sus monjes tenían que constituir la
vanguardia de las tropas que servían a Dios y a la Iglesia; creía que los laicos
también debían estar animados por el mismo ideal y las armas al servicio de la
fe.
Cuando se ve vivir y actuar a Bernardo de Clairvaux, se presenta al espíritu una
comparación: se nota en él un parecido asombroso, una afinidad profunda, con las
grandes figuras en las cuales se ha encarnado en la acción el más alto ideal de
la Edad Media; el monje blanco «que sólo tenía como armas las lágrimas y las
oraciones» se nos muestra de un mismo linaje que un Godofredo de Bouillon o un
san Luis. El hijo del señor de Fontaines no pierde nunca de vista el ideal que
heredó de sus antepasados; bajo la cogulla del cisterciense, sus contemporáneos
descubren la invisible armadura del caballero.
Varios hechos de su vida demuestran esta afinidad. Hemos visto que Suger pensó
en confiarle el mando efectivo de una Cruzada; no habría sorprendido a ninguno
de sus contemporáneos. Se le pidieron consejos para los preparativos
estratégicos de la segunda Cruzada, consejos que ni Luis VII ni Conrado III
siguieron. El fue también el que indicó a los príncipes alemanes la necesidad,
para la cristiandad, de romper la amenaza de las tribus vándalas, aún paganas.
Por otra parte, todo el cristianismo que predica es enérgico, conquistador;
tiene algo de militar. La forma en que se dirige a María, la exquisita evocación
de «Nuestra Señora», de la que se sirve al dirigirse, es un término del lenguaje
feudal; se considera siervo de la Virgen y la sirve como un vasallo a su señor.
San Bernardo intentó encarnar este cristianismo viril, Soñó una orden que sería
su viva realización en medio de la sociedad de su época: fue la orden del
«Temple». En el concilio de Troyes, en 1128, al cual Honorio II quiso que
asistiera Bernardo para que aportara su luz, fue encargado de fijar las bases de
aquella milicia cuya misión sería la de defender Tierra Santa de las acometidas
de los infieles. Hizo redactar los estatutos y escribió aquel Elogio de la nueva
Caballería, en el que comenta con ardor el ideal de aquellos soldados de Cristo.
El hábito blanco de los templarios recordaba asimismo que habían nacido del
linaje de Citeaux. Sólo se añadió después la gran cruz roja. Al contrario de
aquella caballería criticada por Bernardo, los monjes guerreros tenían que vivir
como «pobres soldados de Cristo» en la renuncia y en la ascesis. Los escudos más
antiguos de los templarios representaban dos caballeros montados en la misma
cabalgadura, para recordar la virtud de la pobreza.
De esta forma, según san Bernardo, la caballería habría encontrado su expresión
más total en unos hombres que representarían al mismo tiempo el más alto ideal
temporal de la época: el del soldado intrépido dispuesto siempre a morir por la
causa que sirve, y el más alto ideal espiritual del cristiano. La «nueva
milicia» hubiera sido el elemento más perfecto, más actuante, de la sociedad, ya
que en ella se hubiera realizado la unión de lo sagrado con lo profano. Al
servicio de la Iglesia, y en particular de las grandes causas del Papado,
aquella milicia hubiera sido de una eficacia extraordinaria.
Es sabido lo que ocurrió a la orden del Temple; cómo se convirtió en la
especialista de la banca, cuyas encomiendas sirvieron de cajas de caudales; cómo
concedió préstamos a los reyes y cómo su honradez comercial no estuvo siempre
limpia de toda sospecha. De esta manera se degradan las cosas de los hombres. La
tragedia en que se hundió la poderosa orden está rodeada de demasiados misterios
para poder tener de ella una opinión imparcial. Debe hacerse, sin embargo, una
observación: es el propio rey Felipe el Hermoso el que, en la triste historia
del atentado de Anagni, dio la señal de rebelión de las potencias laicas contra
la supremacía del espíritu e hizo pedazos aquella «milicia de Cristo», la cual,
caída de su primitiva pureza, no dejaba por ello de ser el símbolo vivo de la
fuerza sometida al espíritu. Los tiempos habían cambiado; las dos ideas
principales del santo de Clairvaux estaban en ruinas y la época moderna se
dibujaba en las tinieblas del futuro.
Los historiadores no insisten demasiado sobre este episodio de la vida de
Bernardo. Sin embargo, podemos preguntarnos si no fue uno de los más
fundamentales. En todo caso, ha tenido gran importancia para la leyenda que se
formó, apenas muerto, alrededor de esta gran figura. En el ciclo de la «Búsqueda
del Grial» es muy probable que los principales temas provengan de la tradición
templaria. El caballero del Santo Grial, puro y desinteresado a la vez que
heroico, ¿no es la literal expresión de «la nueva milicia» que había definido
Bernardo? En el poema de Wolfram de Eschenbach, en una parte que está de acuerdo
con la obra del poeta francés Guyot, Parsifal se convierte en rey de los
templarios. El autor no cesa de admirar la orden del Temple y hace decir al
ermitaño Trevizent: «¡Bienaventurada la madre que da a luz un hijo para tal
servicio!» Muchos comentaristas se han preguntado si el prototipo de Galaad, el
caballero ideal, el paladín sin tacha, no era Bernardo de Clairvaux.
Recordemos también que en el canto treinta y uno del Paraíso, para guiar a Dante
en las regiones últimas de la eterna felicidad, Beatriz cede el sitio a «un
anciano vestido al igual que la gloriosa familia». ¿Vestido al igual que la
gloriosa familia? Se ha discutido si se trata de un término general aplicado a
los Elegidos o más bien del hábito cisterciense o del manto de los caballeros
del Temple, igualmente inmaculados. Pero algunos piensan que Dante pertenecía a
alguna de las secretas tradiciones que sobrevivieron a la desaparición de los
templarios. En todo caso, el guía que señala es el abad de Clairvaux.
«Para que realices perfectamente tu viaje», dice el anciano, «una oración y un
santo amor me han llamado hacia ti. Con tus miradas, vuela por este jardín, pues
al contemplarlo, tu mirada se llenará de más fuerza para elevarte hacia las
alturas del divino rayo. Y la Reina de los Cielos, por quien me siento inflamado
de amor, nos dará la gracia, ya que soy Bernardo, su siervo».
XIX
SAN BERNARDO Y EL ARTE DE SU ÉPOCA
Se ha visto la maravillosa influencia que ejerció el monje
blanco en tantos aspectos. Hay uno, sin embargo, en el cual ésta ha sido muy
discutida, o incluso se ha pretendido decir que fue perjudicial: el del arte.
Han afirmado que desconoció la belleza y que, en aquella «nueva lucha de las
imágenes» a que se lanzó, su papel fue el del necio hostil a cualquier esfuerzo
estético. Expresada de esta manera, la tesis es inaceptable: la actitud de san
Bernardo ante el arte se entiende sólo en función de su espiritualidad profunda,
del testimonio que ha querido dar de Dios.
En el momento en que él aparece, Cluny domina la cristiandad occidental. Sus
constructores trabajan en todas partes. Su tradición admite que la belleza ayuda
a la oración y alaba a Dios en sus formas. Allí donde construyen los
cluniacenses, se enriquece la ornamentación. Sobre las arcadas se dibujan los
sabios adornos geométricos; en los arcos y en las cornisas abundan los detalles
encantadores; los capiteles se convierten en fantásticos juegos de animales; en
los pórticos, la escultura llena de reyes y santos dinteles y tímpanos. El
interior mismo se enriquece con frescos. La cruz se adorna de esmaltes, de oro
labrado, de pedrería. La obra maestra de aquel arte glorioso es Cluny, la
basílica madre, construida por san Hugo; iglesia gigante de siete campanarios,
de dos cruceros, con sus ocho columnas de mármol que sostienen el santuario y
llena de objetos de inmenso valor, como el famoso candelabro de la reina Matilde
de Inglaterra, que mide dieciocho pies de alto e ilumina el altar mayor.
Contra aquel lujo inaudito se levanta san Bernardo en la Apología.
Considera inadmisible que unos hombres que han renunciado al brillo del mundo y
que, para poseer a Cristo, han sacrificado todo lo que halaga los sentidos,
estén rodeados de esplendores que sólo pueden ser causa de tentación. Condena,
pues, «la inmensa altura de las iglesias, su longitud extraordinaria, la inútil
anchura de sus naves, la riqueza de los materiales pulidos, las pinturas que
atraen las miradas. ¡Vanidad de vanidades, más insensata aún que vana! La
Iglesia brilla en sus muros, pero está desnuda en sus pobres; cubre de oro sus
piedras y deja sin vestidos a sus hijos».
San Bernardo no fue el único en esgrimir argumentos en contra del fasto excesivo
de los cluniacenses: Pedro el Chantre clamaba contra el abuso en las
construcciones; Ruteboeuf, el poeta, se indignaba del lujo de los conventos, y
Suger, benedictino, sin embargo, adoptó, después de su conversión de 1127, los
mismos principios. Tenemos la prueba de que estas críticas conmueven las almas
en estas palabras de un abad de Cluny que, visitando a Suger en su celda de
Saint-Denis, exclama: «Este hombre nos condena a todos, pues construye, no como
nosotros para nosotros mismos, sino para Dios».
Actitud de ascesis espiritual llevada al terreno de la estética. ¿El resultado
es por ello feo? A esta pregunta contestan las admirables abadías cistercienses
que se esparcen por todo occidente y que incluso en ruinas se nos imponen con
una belleza serena, una sencilla elegancia que alcanza lo sublime: Fontenay, Pontigny, Fontfroide, Silvacane, Senanque y la bodega de Clairvaux, preservada
de estúpidas destrucciones, y Boquen, que al resurgir de entre sus ruinas,
ofrece la noble fachada de su sala capitular, y otras tantas hasta la lejana
Alcobaca, en Portugal. Disciplina suave; ascetismo sensible, la misma «sobria
embriaguez» que Bernardo quería para la vida interior está aquí, perceptible en
todos los sitios, en aquellas naves de líneas perfectas, en las piedras
ennoblecidas por la pureza sola de las formas, en los raudales de luz nacarada
que, a través de vidrieras monocromas, no le añaden ningún elemento extraño,
sino que le comunican un no sé qué de ligero y secreto que habla al alma más
íntimamente que el color. Esta es una estética diferente de la que se expresa en
las catedrales con una abundancia gloriosa, pero quién sabe si el arte
cisterciense, negándose al conformismo fastuoso, no detuvo el gótico en la
pendiente por la que más tarde caería: la de lo excesivo y gratuito, que dará
lugar al «flamígero».
Además, las ideas de Bernardo se aplican solamente a los conventos. Siempre
pensó que el arte «episcopal» (por oposición al arte «monástico») tenía que
hablar a los ignorantes. Dijo que era conveniente recurrir «a los adornos
materiales, para incitar a la devoción a las gentes carnales, sobre las cuales
las cosas espirituales resbalan un poco». Lejos de despreciar la escultura y el
arte de las vidrieras favoreció su desarrollo, pero no allí donde la
preocupación espiritual tiene que dominar las almas; no allí donde moran los
hombres que han renunciado a todo por Dios.
Las ideas de san Bernardo se difundieron por todo occidente. La ascensión de no
pocos monjes cistercienses a las sillas episcopales ayudó a ello. En todas
partes se alzaron monasterios de la orden, imponiendo ejemplos. Algunos
especialistas, como el monje Teófilo, autor de una Summa sobre esta
materia, el Ensayo sobre las diversas artes, se inspiraron de tal modo en
él que pueden identificarse algunos pasajes del gran abad con algunos fragmentos
de aquellos tratados.
Se ha preguntado incluso si su acción no fue más determinante en la evolución
del arte de lo que anteriormente se creyó. r La renovación de la técnica que
hizo evolucionar el arte en el siglo XII del románico al gótico, parece asociada
a la obra de Clairvaux. El maestro de novicios de aquel convento, Achard, era el
arquitecto inspector de las abadías de la orden, y el célebre Godofredo de Ainay,
gran constructor si lo hubo, era un veterano del mismo monasterio. No pocos
datos esenciales de la arquitectura gótica proceden de san Bernardo. ¿Acaso en
nuestras catedrales se vería la capilla de la Virgen, en prolongación del coro,
sobrepasar en importancia a todos los demás ábsides, si el monje blanco no
hubiera extendido tanto la piedad mariana? En los símbolos de las vidrieras y
estatuas, la influencia del gran simbolista se nota, inmediata, más clara aún
que la de Suger o de Honorio, el sermonario de Autun.
Incluso en el detalle se distingue su trazo; asimismo una vidriera de
Saint-Denis, de la época de Suger, muestra el carro de Aminadab llevando encima
una cruz verde y arrastrado por los evangelistas, igual como lo describió san
Bernardo. Se ha pensado si la representación, bastante frecuente, de Dios Padre
sosteniendo en sus brazos abiertos la cruz con el Hijo, no es la transposición
figurada del famoso sermón del cisterciense Jesús crucificado bajo el Padre
y parece ser verdad que de su Discurso sobre la Pascua se sigue la
costumbre del siglo XII de mostrar los detalles concretos de la Resurrección, el
sepulcro abierto, la sábana inmaculada, el ángel levantando la losa. Lejos de
haber sido un enemigo del arte, san Bernardo fue uno de sus difusores. Ha
grabado, en este aspecto como en tantos otros, profundamente su sello en la
cristiandad.
Así fue Bernardo, francés de Borgoña, hijo de la Iglesia y
santo de Dios. De esta misma forma se ven alzarse, en el transcurso de la
historia, unas personalidades radiantes y significativas que expresan a la vez
su época en lo que tiene de esencial y graban en lo más hondo de la sociedad de
su tiempo el sello de su genio. Si se considera el misterioso acuerdo que
existió entre el monje blanco y las aspiraciones de sus contemporáneos; si se
cuentan los problemas en los que su actuación fue decisiva, el siglo XII debiera
llamarse «el siglo de san Bernardo» más legítimamente aún que los que se llaman
siglos de Augusto o de Luis XIV. Pero, si se mide la altura espiritual a que
llegó el impulso que dio al cristianismo de su época, y que debía prolongarse
hasta nuestros días, se ha de decir que su irradiación en el terreno de la
historia no es nada comparada con la que posee su cara allí donde sólo
resplandece la luz increada y donde toda figura es sólo el reflejo de Dios.
Después de san Pablo, de san Agustín, un poco por debajo de ellos, pero no
mucho, al lado de sus inmediatos sucesores en la tierra, san Francisco de Asís y
santo Domingo, san Bernardo está a la cabeza de los más grandes héroes del
cristianismo, es una de sus más altas cimas.
Este lugar que le concedemos, ya se lo habían dado sus contemporáneos. La gloria
le rodeaba, a él, para quien ésta era sólo polvo. Las palabras con que le
califica uno de sus biógrafos no son exageradas: «Las delicias de su siglo»; le
querían, le agasajaban allí donde llegaba. En Milán estuvo a punto de morir
ahogado por la muchedumbre entusiasta; en el Barrio Latino los estudiantes le
aclamaban. Poco antes de su muerte, hallándose en Metz, tuvo que embarcarse en
el Mosela para evitar la presión de las gentes a su alrededor. Desde la orilla,
sin embargo, un ciego gritó que quería ser llevado hasta Bernardo, y desde otra
barca un pescador le tiró el extremo de su capa para que pudiese ser de esta
manera arrastrado hasta el esquife del santo. Cuando el santo murió, se tuvo que
engañar al pueblo en cuanto a la hora de los funerales, por miedo de que algunos
fanáticos vinieran a apoderarse del cuerpo para hacer reliquias de él.
Es natural que la contrapartida de esta celebridad fuese la mezquina envidia, el
resentimiento. No se es impunemente Natán ante David, o Elías ante Acab; no se
proclama la justicia y la verdad sin peligro. «Sé», decía él mismo, «que
peleando contra los desórdenes irrito contra mí a las gentes desordenadas». Fue
incluso denunciado al Sacro Colegio; recibió una carta del cardenal Haimeric muy
poco amable, dirigida a «estos monjes que salen de los claustros para perturbar
la Santa Sede y los cardenales». Pero no se conmovió con estos voceríos, aunque
se hicieran oír desde muy arriba, y al Príncipe de la Iglesia contestó en forma
irónicamente respetuosa que las voces discordantes que perturbaban la paz de la
Iglesia le parecían ser las de las ranas vocingleras de que estaban llenos los
palacios cardenalicios o pontificios.
Ni la muerte podría hacerle callar. Había herido a su alrededor a sus amigos y
allegados. Sucesivamente, Malaquías, el gran irlandés; Suger, el ministro que él
había acercado a Cristo; Thibaut, conde de Champaña, con el cual había peleado,
pero al que quería como primer protector de su obra; Eugenio III, también, su
hijo por el Espíritu, el Papa muy amado. Su salud decaía. Sin embargo, no
aceptaba suavizar los rigores de la orden; en el convento o de viaje, vivía como
el último de los monjes. Vencido por la fiebre, aún tuvo fuerzas para dirigirse
a Lorena para una suprema misión pacificadora: un arbitraje entre el duque y los
Messinos. Cuando llegó de nuevo a Clairvaux, estaba agotado.
Vio llegar la muerte con gran amor. Extenuado por su sufrimiento, su cuerpo
parecía dejar su espíritu más vivo y su alma más ardiente. Había esperado aquel
momento como el de la luz definitiva; a medida que se había sentido desfallecer
físicamente, había escalado espiritualmente los últimos peldaños, y sus últimos
sermones sobre el Oantar de los Oantares atestiguan aquel supremo esfuerzo. Iba
a consumar sus bodas místicas: ¿cómo no tenía que estar lleno de gozo? Sobre su
camastro, en su pobre celda, esperó en paz la visita del Esposo.
El día 20 de agosto de 1153, a las nueve de la mañana, se durmió en Dios. Tenía
sesenta y tres años. «En el momento en que expiró», dice la crónica, «se vio
aparecer a su cabecera la muy Misericordiosa Madre de Dios, su especial Patrona:
venía a buscar el alma del Bienaventurado». Sus monjes, antes de depositar su
cuerpo en la tierra, hicieron tomar su efigie mortuoria; de ella provienen todas
las imágenes, en que vemos un Bernardo de mejillas hundidas, de arrugas
profundas, pero cuya alta frente demuestra su inteligencia y cuya mascarilla
irradia maravillosa pureza.
El impulso que había imprimido a su orden iba a durar, después de su muerte,
igualmente vigoroso. Las abadías cistercienses continuarán surgiendo del suelo
en abundancia, semilleros de grandes cristianos. Clairvaux dará a la Iglesia un
papa, quince cardenales, innumerables obispos. ¿Cuántos grandes místicos se
colocarán dentro de los surcos trazados por Bernardo? Guillermo de
Saint-Thierry, Guerric d'Igny, Gilberto de Hoy, Alain de Lille, y Beatriz de
Tirlemont, y Mechhtilde de Hackeborn y Gertrudis, y tantos otros. Antes de que
se acabe el mismo siglo XII, habrán de ser escritas cuatro Vidas del santo; la
Vita Prima, redactada por los amigos directos del héroe: Guillermo de
Saint Thierry; luego Ernaud de Bonneval, finalmente Godofredo de Auxerre (alumno
de Abelardo conquistado por Bernardo, del que fue secretario), es una mina de
documentos escogidos con seriedad; el Liber miraculorum, rico en
prodigios, prueba solamente hasta qué punto le amaron los contemporáneos de san
Bernardo.
Hasta el siglo XVII, san Bernardo fue leído, estudiado, meditado. Para
convencerse, sólo debe consultarse a Mabillon, que le llama «el último de los
Padres». La Imitación de Jesucristo le debe mucho. Nicolás V, aquel Papa
amigo de las artes, cuyo nombre permanecerá unido a los de Piero della Francesca
y de Fra Angélico, hizo copiar el texto del De consideratione en lujosos
caracteres. Bossuet, Pascal, Fénelon., se alimentarán en su pensamiento. Sin
embargo, en lo sucesivo, su gloria se obscurece. ¿Es posible que, como a san
Agustín, que conoció igual pérdida de favor, se le encontrara «demasiado
jansenista», como decía Madame de Sévigné? Se resintió, sin duda, como el obispo
de Hipona -e incluso como san Pablo-, de ciertas admiraciones comprometedoras,
en particular de las de Lutero y Calvino: de La Consideración, decía el
religioso dictador de Ginebra: «La verdad misma habla por boca de san Bernardo».
Le tocaba al papa Pío VIII, al hombre que decía no conocer otra política «que la
del Evangelio», proclamar a Bernardo doctor de la Iglesia universal por el breve
Quod unum, el día 23 de julio de 1830. Desde entonces, la gloria del
nuevo doctor ha encontrado de nuevo su esplendor. Si, por desgracia, se mantiene
desconocido para los niños de nuestras escuelas, que no pueden sospechar, por
algunas cortas alusiones a su papel, su excepcional talla, está colocado ahora
en su justo lugar, estudiado en innumerables libros, rodeado de veneración
inmensa.
XXI
CUANDO LA O.N.U. SE LLAMABA CRISTIANDAD
En este año 1953, en que todo el mundo cristiano festeja a
san Bernardo en el ochocientos aniversario de su muerte, la gloria que rodea su
memoria nos trae al espíritu una pregunta: ¿Cómo y por qué, a fin de cuentas,
aquel monje desarmado, sin otro poder de acción que el de su palabra intrépida,
fue elegido árbitro de Europa y aceptado como tal por todos? ¿Cómo se explica la
autoridad de aquel «hombre de Estado» que no tenía tras él ni Estado, ni
ejército, ni diplomacia?
La respuesta es sencilla, pero nos adentra al mismo tiempo hacia el corazón de
la realidad misma del mundo medieval y el drama esencial del mundo de nuestros
tiempos.
Si la humanidad del siglo XII aceptó someterse a las reglas y juicios que le
proponía aquel hombre, no fue sólo porque admirara sus méritos excepcionales,
que ya hemos visto, sino porque veneraba en él a un santo. ¿y por qué lo
veneraba? Porque veía en él a un testigo de Dios sobre la tierra, y la fe que
llevaba en su alma le obligaba a admitir su autoridad.
Es esto lo esencial. La humanidad medieval tenía, como hemos visto, grandes
defectos: violenta, a menudo cruel, de costumbres discutibles a veces, no por
esto dejaba de tener sobre la nuestra una superioridad enorme: creía. Pensaba en
Dios. Nunca un hombre del siglo XII imaginó por un solo instante la herejía más
grande de nuestra época, la rebelión demoníaca de la criatura que pretende
prescindir del Creador. En aquella época, Dios no estaba «muerto», según las
palabras blasfemas de Nietzsche: era admirablemente vivo.
De allí partía todo. En el terreno de la moral, un hombre como san Bernardo
podía invocar los principios del Evangelio en contra de los errores o crímenes,
porque todos creían en aquellos principios y sabían que éstos dominaban sus
vidas. Nadie ignoraba que, incluso si los transgredía, los mandamientos de Dios
eran el alfa y la omega de todas las cosas, y que, según ellos, se pesaría un
día en las balanzas de la Eternidad. Una cosa es dejarse llevar por la
violencia, codicia o libertinaje porque se es un pobre hombre y se cede a su
inclinación, y otra es negarse a aceptar que existe una ley superior y una
autoridad sobrenatural para hacerla cumplir. Porque sus contemporáneos creían,
el monje blanco podía atreverse a reprenderlos y llevarlos de nuevo por el buen
camino. No carece de significado.
En el terreno político, ocurría lo mismo. Hemos visto a san Bernardo actuar en
una Europa sacudida por violentas disputas, dividida por intereses y pasiones.
Pero entre la de su tiempo y la nuestra existe una diferencia considerable. No
había entonces estas rivalidades inexplicables entre naciones, estos odios
encasillados y supercomprometidos dentro de las fronteras, que amenazan hacer
estallar el mundo y hundir todas las naciones en el abismo. No existía lo que el
mundo moderno llama «nacionalismo», que no debía empezar hasta principios del
siglo XIV. Podían producirse guerras entre tal y cual soberano, pero no se
traducían en dramáticos desafíos en los cuales cada una de las naciones en
guerra sabe que se juega su destino. Incluso en plena guerra, un gobierno
hubiera juzgado absurdo e ilegítimo arrestar en su territorio a los fugitivos
enemigos y más aún prohibir a los comerciantes que continuasen sus negocios, con
el fin de impedir el comercio con los enemigos. Tampoco existía ese lujo
ridículo y vano de los pasaportes, visados, autorizaciones de moneda que
constituyen el atractivo de los viajes en el siglo xx; un peregrino iba de París
a Roma, de Chartres a Santiago de Compostela sin otro documento que su voto de
peregrino...
Sí, en los siglos XII Y XIII existía verdaderamente Europa, y en aquella Europa
actuó san Bernardo. Existía un sentido de fraternidad humana, de solidaridad de
espíritus y almas, del que casi hemos perdido el recuerdo. Este
internacionalismo era visible en todos los campos. Abundan los testimonios. Por
ejemplo; en los nombramientos eclesiásticos, en que se había visto a un
bienaventurado Lanfranc, piamontés, luego a un san Anselmo, valdotano, llegar a
ser, uno después del otro, abad de Bec Hellouin en Normandía, luego arzobispo de
Canterbury en Inglaterra, en sentido contrario se vería a Juan de Salisbury,
inglés, llegar a ser. obispo de Chartres. En el terreno intelectual, sucedía lo
mismo. En las grandes escuelas, más tarde en las Universidades, maestros de
todas nacionalidades eran requeridos para enseñar a alumnos llegados de todos
los países: en París, por ejemplo, se veía en las cátedras a un san Alberto
Magno, alemán, a un santo Tomás de Aquino y a un san Buenaventura, italianos, a
un Sigiero de Brabante, belga, y muchos otros. Todos los espíritus superiores de
Europa no necesitaban para entenderse este sistema de cascos de escucha ni de
traducciones simultáneas que, en nuestras O.N.U., U.N.E.S.C.O. y otros
organismos internacionales, evidencian el babelismo de nuestra época, ya que
todos hablaban una lengua internacional: el latín.
Existía una Europa que poseía un espíritu común, un alma común, que emprendía
comúnmente, bajo el impulso de su jefe espiritual, el Papa, aquellas grandes
operaciones que se llamaban Cruzada a Tierra Santa o Reconquista de España. Una
Europa lo mejor de la cual se expresaba en una forma de arte múltiple y variada
como sus miembros, pero única en su principio: la catedral. Aquella Europa tenía
un nombre: Cristiandad.
Es la última palabra que se ha de decir. San Bernardo, porque era un santo, pudo
actuar en su época en la forma vista. Si pudo hacer oir su voz por encima del
clamor de los odios y de los intereses opuestos, es sencillamente porque
aparecía, a los ojos de sus contemporáneos, como el vivo heraldo de la
cristiandad, la encarnación de su conciencia colectiva. La idea cristiana, la fe
en Dios hecho Hombre, muerto y resucitado, era entonces tan viva, dominaba tan
totalmente las almas, que en verdad toda la sociedad llevaba su señal: viendo
vivir a san Bernardo, se siente hasta qué punto aquel ideal de un mundo ordenado
por el Evangelio era eficaz; se descubre que solamente él responde a la inmensa
y confusa espera de las generaciones.
En Florencia, en una de las paredes de la sala capitular de Santa María Novella,
hay un fresco ante el cual la. mayoría de los visitantes pasan deprisa, pero que
cada vez que lo miro me invita a una larga meditación. Se le llama
corrientemente el fresco de los «Perros de Dios», a causa de aquellos canes con
manchas blancas y negras que se ven en la parte baja, librando batalla con una
manada de lobos. Pero aquel fresco, a mi modo de ver, significa mucho más que la
lucha llevada a cabo por los Domini Canes, los dominicos, contra los
pecados y herejías que rodean sin cesar la pobre humanidad. Es la imagen exacta
y completa de la idea que podría hacerse de su época un hombre de la Edad Media,
del orden de una sociedad enteramente orientada hacia Dios.
Miradlo bien. En primer término se halla el Papa, revestido de su serena
majestad, visible, representante de las potencias de lo Alto. A su lado, el
Emperador, casi igual de alto; pero que sostiene en sus manos una calavera, para
mostrar claramente que las dominaciones de la tierra son mortales, mientras que
la autoridad del Vicario de Cristo no es perecedera. A cada lado se ordenan, en
una jerarquía estricta, los oficios religiosos y las dignidades laicas,
cardenales, obispos, doctores a la derecha; a la izquierda, reyes, nobles y
caballeros. En la parte baja está el rebaño anónimo de los fieles; de todos los
que en la tierra cumplen su destino de hombres en medio de las dificultades y
los peligros de cada día. Allí están representadas todas las categorías
sociales; todas tienen su sitio previsto, todas tienen su papel que representar.
¿Cuál? La obra lo dice con dos símbolos impresionantes, un doble papel:
concretamente, con los medios humanos, edificar la Iglesia de la tierra, la
asamblea de los bautizados, cuyo símbolo sensible es, en último término, la
joven cúpula de Santa María de las Flores. Y, sobrenaturalmente, participar de
la Iglesia mística, superar las miserias y bajezas de la tierra y subir por el
arduo camino de los elegidos, hasta el trono donde reina el Cordero.
Este fresco lo pintó su autor, Andrea da Firenze, a principios del siglo XIV,
unos doscientos años después de san Bernardo, en una época en que, por una
trágica paradoja, ya había dejado de corresponder enteramente a la verdad. Pero
no se puede dudar de que el ideal que expresaba era el mismo que había animado a
la humanidad cristiana durante tres siglos, quizá los más bellos de su historia:
el ideal de la cristiandad. Esta imagen grandiosa es la que han perseguido e
intentado realizar los santos en la tierra: san Bernardo igual que san Anselmo,
san Francisco de Asís igual que santo Domingo, san Buenaventura igual que santo
Tomás de Aquino. En esta perspectiva todo era claro, todo era lógico. La
humanidad se veía a sí misma dentro de un orden estricto, sometida a leyes
justas. La aventura mortal no era ni absurda ni desesperada. Todos sabían por
qué vivían, trabajaban, sufrían, tenían que morir. Se proponía un orden a la
tierra, que era como una promesa del orden inefable del cielo.
Imagen grandiosa, en verdad, y que la humanidad puede considerar con nostalgia
cuando ha perdido el sentido del porqué y del cómo, cuando intenta en vano
encontrar de nuevo sus jerarquías y cuando el abandono de aquel ideal se traduce
en un caos trágico. Cierto que, tratándose de historia, los pesares y las
nostalgias son vanos: el tiempo no vuelve atrás. Pero está permitido considerar
con admiración a la luz de los sucesos por nosotros conocidos, la época en que
la O.N.U. se llamaba Cristiandad.
I
LOS TESTIMONIOS
Se da una oportunidad al que quiera estudiar a este hombre
prodigioso, una oportunidad que no es frecuente para sus contemporáneos.
Poseemos gran número de textos suyos y que tratan de él; su vida, su acción y su
obra nos son más accesibles que la de muchos otros hombres ilustres de la Edad
Media.
Sus cartas deben colocarse en primer término entre estos documentos preciosos;
se conservan poco menos de quinientas de ellas. Ya mientras vivía eran
consideradas como obras fundamentales, ya que varias de ellas fueron publicadas.
Cada una constituye un testimonio singularmente sugestivo. Bernardo, que las
dictaba con extremada minucia, se revela en ellas por entero, caluroso,
enérgico, violento a veces, irónico e incluso parcial; pero, por apasionado que
fuese, se movía únicamente por la preocupación de servir a Dios y a las almas.
¿A quién se dirigen estas cartas? A todos, a todos los grandes hombres de la
época, a los Papas, a los emperadores, a los reyes, a los duques, a los
cardenales, a los sacerdotes, a los profesores, a los filósofos. A cada uno sabe
decirle lo que conviene. Para cada caso tiene una solución preparada, un consejo
que dar, si es necesario, una amonestación que hacer. Nos quedamos confundidos
ante la variedad de problemas que se le plantearon y aún más ante la
inteligencia que emplea en resolverlos. Presencia de espíritu, valentía,
actividad incansable, seguridad en el juicio; sin cesar se tendría que utilizar
dichas palabras para caracterizar a Bernardo tal y como se nos muestra en sus
cartas.
El segundo conjunto de documentos está constituido por sus sermones. (Fue tanto
un epistolario como un orador abundante.) Se conocen de él cerca de doscientos
cincuenta sermones.
En cuanto a su vida, antes de que terminase el siglo XII, ya había tentado la
pluma de cuatro escritores. Entre todos estos biógrafos bien intencionados, no
todos tienen igual valor. La cuarta de estas Vidas de Bernardo es
legendaria; la tercera, sólo una colección de fragmentos; la segunda es un
resumen de la primera. Lo que hace que el verdadero documento, el único de
interés fundamental, sea la Vita Prima, cuyos cinco libros fueron
redactados por amigos directos de Bernardo, mientras vivía o poco tiempo
después, en el pleno brillo de su gloria, pero de ninguna manera sin método ni
precaución. Guillermo de Saint-Thierry, del cual es el primer libro, conoció muy
pronto al fundador de Clairvaux y parece haber pensado en seguida en hacer de
biógrafo del gran hombre; se rodeó de documentos, de testimonios, y si, al morir
en 1147, dejó la obra inacabada, por lo menos había fijado los métodos y
proporcionado el modelo. Ernaud de Bonneval la continuó; él es quien,
especialmente, da noticia del asunto, tan curioso, del cisma de Anacleto y de la
intervención de Bernardo en él. Los tres últimos libros fueron compuestos por
Godofredo de Auxerre, una «conquista» del santo; antiguo discípulo de Abelardo,
se convirtió en secretario de Bernardo en 1140 y no sólo se hizo biógrafo suyo,
sino también editor, ya que a él se debe la primera colección de cartas y obras
diversas que constituyen la Vita Tertia.
Además de este documento, de un valor inestimable, existen otros que merecen
menos confianza. El mismo Godofredo de Auxerre, espíritu prudente, parece ser
que eliminó de entre los manuscritos revisados por él gran número de profecías y
milagros atribuidos a Bernardo. Los hagiógrafos de la época abusan, ya se sabe,
de lo maravilloso y unos discípulos llenos de ardor bien pudieron inventar
fábulas en torno a una existencia que no necesita, sin embargo, de lo fantástico
para ser sobrenatural. El Liber Miraculorum, que nos ha sido transmitido
después de la Vita Prima, colección de testimonios sobre hechos extraños
que se habrían producido en 1146-1147, cuando fue predicada la Cruzada en las
regiones renanas, abunda en curaciones de ciegos, de mudos, de sordos y de
lisiados. No se puede, sin embargo, revocar todos estos hechos extraordinarios
pues Bernardo mismo, tan modesto al hablar de sus dotes, reconocía en el final
de su vida que Dios le había dotado de potencias extraordinarias, y la voz
unánime de sus contemporáneos lo consideraba un taumaturgo excepcional.
En resumen, san Bernardo se nos presenta como uno de los personajes mejor
conocidos de la Edad Media francesa.
II
OBRAS PRINCIPALES
Sobre san Bernardo, el libro más completo sigue siendo,
aunque ya antiguo, el de Vacandard, Vie de Saint Bernard, Abbé de Clairvaux,
2 vols. París, 1895, resumido en un pequeño volumen, París, 1904. Más reciente y
no traducido aún al francés, el de W. Williams, Saint Bernard of Clairvaux,
Manchester, 1935, es igualmente detallado. Véase también G. Goyau, Saint
Bernard, París, 1927; P. Mitere, Saint Bernard de Clairrvaux, au moine
arbitre de l'Europe au XIIe. siècle, Genval, 1929; las Memorias de «L'Ass.
Bourguignonne des Sociétés Savantes», Saint Bernard et son temps, Dijon,
1928, y el libro de las Fiestas del Centenario de la proclamación de san
Bernardo, doctor, abadía de Citeaux, 1932. Con motivo del octavo centenario de
su muerte, varias obras están en preparación o acaban de publicarse, una de
Calmette y una de E. Pognon.
Para leer los textos mismos de san Bernardo se dispone de gran número de
colecciones de fragmentos escogidos, muy bien hechas, por Vacandard, París,
1904; Béguin et Zumthor, Friburgo, 1944; Dom Alexis Presse, París, 1947; M. M.
Davy, 2 vols., París, 1945 (precedidos de un prefacio excelente); Gilson, París,
1949; de Dom Jean Leclercq al final de su libro citado a continuación. Señalamos
muy especialmente la traducción excelente de La Consideración, de Pierre
Dalloz, Grenoble, 1945.
Las obras consagradas a la espiritualidad de san Bernardo son extremadamente
numerosas (sin olvidar los capítulos que le están dedicados en los libros
citados en el anterior capítulo: Vernet, Cayré, Pourrat, etc.). He aquí las
principales: G. Salvayre, Saint Bernard, maître de vie spirituelle,
Avignon, 1909; E. Gilson, La Théologie mystique de Saint Bernard, París,
1934 (obra de gran calidad); Dom Jean Leclercq, Saint Bernard Mystique,
París, 1948; canónigo Despinay, L'ame embrasée de Saint Bernard, París,
1950; J. Ch. Didier, La dévotion a l'humanité du Christ dans la spiritualité
de Saint Bernard, París, 1929; R. P. Aubron, L'oeuvre mariale de Saint
Bernard, París, 1935. Sur Saint Bernard et le recrutement de Clairvaux,
véase el estudio de Dom Anselmo Dimier, «Revue Mabillon», abril-junio 1952.
Finalmente, sobre un punto particular de la actitud del santo ante el arte, se
consultarán las obras de arte medieval citadas en el capítulo X, en particular
las de Emile Male y de L. Lefrancois Pillion, y se estudiarán los trabajos,
extraordinariamente interesantes, de Anne-Marie Armand, Saint Bernard et la
Cathédrale gotique, París, 1943; Saint Bernard et le renouveau de
l'iconográphie au XIIe. siècle, París, 1944; Les Cisterciens et le
renouveau des techniques, París, 1947.
NOTA. - El texto que se acaba de leer, especialmente escrito para la colección
El Libro Cristiano, toma en grandes líneas pasajes de La Iglesia de la
Catedral y la Cruzada, de la larga introducción a los Fragmentos escogidos,
establecidos por el Rvdmo. Dom Alexis Pressse, Los más bellos textos de san
Bernardo (edición de la Colombe), así como la conferencia pronunciada en Roma,
en diciembre de 1952, en el Aula Magna de la Universidad Gregoriana, con el
título Cuando un santo arbitraba Europa. Este texto ha sido revisado y
puesto al día por el autor.