PSEUDO DIONISIO AREOPAGITA

 

LA JERARQUÍA ECLESIÁSTICA

 

CAPÍTULO I:


CAPÍTULO II:

  I. El rito de la iluminación
 II. El misterio de la iluminación
III. Contemplación


CAPÍTULO III:

  I. El Sacramento de la Eucaristía
 II. Misterio de la "sinaxis" o comunión
III. Contemplación


CAPÍTULO IV:

  I. Del Sacramento de la Unción y sus efectos
 II. Misterio del Sacramento de la Unción
III. Contemplación


CAPÍTULO V:

  I. De las consagraciones sacerdotales. Poderes y actividades
 II. Misterio de las consagraciones sacerdotales
 III. Contemplación


CAPÍTULO VI:

 I. De los órdenes que forman los iniciados
II. Misterio de la consagración de un monje


CAPÍTULO VII:

  I. Los ritos de difuntos
 II. Misterios sobre aquellos que mueren santamente
 III. Contemplación

 

CAPÍTULO I: El presbítero Dionisio al copresbítero Timoteo. Qué se entiende tradicionalmente por jerarquía eclesiástica y cuál sea su objeto.

1. Piadosísimo hijo espiritual. Nuestra jerarquía es una ciencia actividad y perfección divinamente inspirada y estructurada. Por medio de las santísimas y trascendentes Escrituras, se lo demostraré a quienes ya están iniciados con santa consagración en los misterios jerárquicos y tradiciones. Pero pondrás empeño en no traicionar al Santo de los santos. Muéstrate respetuoso con los misterios de Dios en tus pensamientos invisibles. No expongas los misterios sagrados a la irreverencia de los profanos. Comunícalos santamente, con la debida ilustración, sólo a personas santas. En efecto, la Sagrada Escritura nos muestra a nosotros, sus seguidores, que Jesús ilumina de este modo -si bien que con mayor claridad y entendimiento- a nuestros santos superiores. El, que es inteligencia divina y supraesencial, Principio y subsistencia de toda jerarquía, de toda santificación, de toda operación divina, el Omnipotente. Los asemeja, en cuanto es posible por parte de ellos, a su propia luz de El. Respecto a nosotros, gracias al deseo de belleza que nos eleva hacia El, unifica nuestras múltiples diferencias. Unifica y diviniza nuestra vida, hábitos y actividad. Nos capacita para ejercer el santo sacerdocio.

Teniendo, pues, acceso a la práctica sagrada del sacerdocio, nos acercamos a los seres superiores. Imitamos, dentro de nuestras posibilidades, la indefectible constancia de su santa estabilidad y llegamos a ver el santo y divino Rayo luminoso de Jesús mismo. Luego, habiendo contemplado religiosamente, en cuanto es posible, iluminados por el conocimiento de lo que hemos vistos, podemos ser consagrados y a la vez consagrar a otros en la ciencia mística. Revestidos de luz e iniciados en la obra de Dios, alcanzamos la perfección y perfeccionamos a otros.

2. Hallarás que ya he escrito de las jerarquías, ángeles, arcángeles, trascendentes principados, virtudes, dominaciones, tronos divinos, de los seres llamados querubes y serafines en hebreo, que son del mismo rango de los tronos; de éstos dice la Escritura que están constantemente y para siempre cerca de Dios en su presencia.

Escribí sobre el orden sagrado y clasificaciones de sus rangos y jerarquías. Ensalcé la jerarquía celeste, no tanto como merece, pero sí en la medida de mis fuerzas y conforme lo han dado a entender las Sagradas Escrituras. Sin embargo, queda por tratar cómo aquella y cualquier otra jerarquía, incluida la que estamos alabando ahora, tiene uno y el mismo poder a través de sus funciones jerárquicas. El jefe de cada jerarquía, en efecto, en la medida que lo requiere su ser, misión y rango, se ilumina y deifica. Comparte luego con sus inferiores, según que ellos lo merezcan, la deificación que él recibe directamente de Dios. Los inferiores, por su parte, obedecen a los superiores a la vez que estimulan el progreso de los propios subalternos, guiados por ellos. Así, gracias a esta inspirada y jerárquica armonía, cada uno según su capacidad, participa lo más posible en aquel que es hermoso, sabio y bueno.

Por supuesto, como ya he dicho respetuosamente, aquellos seres y órdenes superiores a nosotros son también incorpóreos. Su jerarquía es de orden intelectual y trasciende nuestro mundo. Por otra parte, vemos nuestra jerarquía según su condición humana, multiplicada en gran variedad de símbolos sensibles, que nos elevan jerárquicamente, a la medida de nuestras fuerzas, hasta la unión y divinización. Los seres celestes, dada su naturaleza intelectual, ven a Dios directamente. Nosotros, en cambio, por medio de imágenes sensibles nos elevamos hasta donde podemos en la contemplación de lo divino. En realidad, los seres unificados desean al mismo y único Ser, pero, lejos de participar en El todos de igual modo, cada cual comunica con lo divino según sus méritos.

Pero esto lo he explicado con mayor claridad cuando escribí Lo inteligible y lo sensible. Por ahora, pues, me propongo tratar únicamente de nuestra jerarquía, limitándome al estudio de su origen y ser, invocando de antemano a Jesús, principio y fin de toda jerarquía.

3. Según nuestra venerable y santa tradición, la jerarquía manifiesta plenamente todo cuanto en ella se contiene. Es resultante perfecta de sus sagrados constitutivos. Se dice, por eso, que nuestra jerarquía contiene en sí todas las realidades sagradas que le son propias. Gracias a esto, el jerarca divino, después de su consagración, podrá tomar parte en las actividades más sagradas. Por eso, en verdad, se llama "jerarca". De hecho, al hablar de "jerarquía" nos referimos al conjunto de realidades sagradas. Jerarca es el hombre santo e inspirado, instruido en ciencia sagrada. Aquel en quien toda la jerarquía halla perfección y ciencia.

Principio de esta jerarquía es la fuente de vida, el ser de bondad, la única causa de todas las cosas, la Trinidad que con su amor crea todo ser y bienestar. Esta bienaventurada Deidad, que trasciende todas las cosas una y trina, por razones incomprensibles para nosotros pero evidentemente para sí, ha decidido darnos la salvación y también a los seres superiores a nosotros Pero nuestra salvación sólo es posible por deificación, que consiste en hacernos semejantes a Dios y unirnos con El en cuanto nos es posible.

Toda jerarquía tiene como fin común amar constantemente a Dios y sus sagrados misterios; amor que El infunde en la unión con El se perfecciona. Pero antes hay que despojarse por completo de todo cuanto le sea contrario. Consiste el amor en conocer aquellos seres tal como son, contemplar y conocer la verdad sagrada, en participar lo más posible por unión deificante de aquel que es la unidad misma. Es el gozo de la visión sagrada que nutre el entendimiento y deifica a quien llegue hasta allí.

4. Digamos, pues, que la bienaventurada Deidad, en cuanto tal, es fuente de toda divinización. Por su bondad han llegado a divinizarse los deificados. Ha concedido la jerarquía como don que asegure la salvación y divinización de todo ser dotado de razón e inteligencia Lo ha dado en la forma más inmaterial e intelectual a los bienaventurados que están fuera de este mundo (porque Dios no los mueve exteriormente hacia lo divino; más bien lo hace por vía de entendimiento, desde dentro, y gustosamente los ilumina con un rayo puro e inmaterial). En cuanto a nosotros, aquel don que los seres celestes han recibido, unido y simplificado, la tradición de las Santas Escrituras nos lo transmite divinamente puesto a nuestro alcance, es decir, por medio de símbolos múltiples, variados y compuestos. Así, nuestra jerarquía humana se funda en las Sagradas Escrituras que Dios nos envió. Decimos, además, que las Escrituras merecen honor por todo lo que nos enseñan los sagrados maestros en las santas tablas escritas. Es revelación también lo que aquellos hombres santos, de un modo espiritual, nos enseñaron, como nuestros vecinos de la jerarquía celeste, de inteligencia a inteligencia. De modo corporal por sus palabras, pero al mismo tiempo más inmaterial, pues ni siquiera lo escribieron. Los jerarcas inspirados han transmitido estos misterios, no en lenguaje llano, fácil de comprender, como es la mayor parte del culto sagrado, sino a través de símbolos sacros, porque no todo el mundo es santo y, como dice la Escritura, "no todos saben esto".

5. Los primeros de nuestros jerarcas recibieron de la Deidad supraesencial la plenitud del don sagrado. La Bondad divina los envió a difundir este don. Como dioses, tuvieron ardiente y generoso deseo de lograr que sus inferiores llegaran a divinizarse. Para ello, valiéndose de imágenes sensibles, hablaron de lo trascendente. Nos transmitieron el misterio de unidad por medio de variedad y de multiplicidad. Necesitaron hacer humano lo divino y materializar lo inmaterial. Con sus enseñanzas escritas y no escritas pusieron a nuestro nivel lo trascendente. En cumplimiento de lo mandado obraron así con nosotros, no tan sólo para ocultar a los profanos el sentido de los símbolos, según queda dicho, sino porque nuestra jerarquía es por sí misma símbolo y adaptación a nuestra manera de ser. Necesita servirse de signos sensibles para elevarnos espiritualmente a las realidades del mundo inteligible.

Las razones de esos símbolos les fueron manifiestas a los santos iniciadores, y habrían hecho mal en explicarlos plenamente a quienes son todavía aprendices. Entendieron bien que aquellos a quienes Dios ha dado poder de establecer normas sagradas organizaron la jerarquía en órdenes fijos e inconfusos, dando a cada cual según mere­cen sus atribuciones correspondientes.

Te confiero este don de Dios, junto con otras cosas pro­pias de los jerarcas. Obro así por las solemnes promesas que tú hiciste, de las cuales ahora te recuerdo. Promesas de que nunca lo comunicarías a nadie fuera de los sagrados iniciadores de tu propio orden. Estoy seguro de que, siguiendo las sagradas ordenanzas, harás prometer a éstos que tratarán santamente las cosas santas y que sólo comunicarán los sagrados misterios a los perfectos: las que perfeccionan, a los que son capaces de perfección, y las santísimas, a los santos. Pues te impongo esta sagrada carga, además de lo que llevan consigo los órdenes sagrados.


CAPÍTULO II: I. El rito de la iluminación

Hemos dicho religiosamente que nuestra jerarquía tiene por objeto hacer que logremos la mayor semejanza y unión con Dios. Pero la Sagrada Escritura nos enseña que lo conseguiremos sólo mediante la fiel observancia de los mandamientos divinos y las prácticas piadosas. "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y en él haremos morada''. ¿Cuál es, pues, el punto de partida para la práctica devota de los mandamientos divinos? Es éste: preparar nuestras almas para oír la palabra sagrada, acogiéndola con la mejor disposición posible; estar abiertos a la actuación de Dios; desear el camino que nos lleva hasta la herencia que nos aguarda en el Cielo y recibir nuestra divinísima regeneración sagrada.

Como ha dicho nuestro ilustre maestro, en el plano intelectual es ante todo el amor de Dios lo que nos mueve hacia lo divino. Realmente, el primer impulso de este amor para poner en práctica los mandamientos divinos manifiesta de manera inefable nuestra existencia divina. Divinizarse es nacer Dios en nosotros. Nadie podría entender, y menos practicar, las virtudes recibidas de Dios si no hubiese ya comenzado a estar en Dios. En el plan humano, ¿no necesitamos existir antes que actúen nuestras potencias? Lo que no existe, ni se mueve ni siquiera comienza a existir. Sólo lo que de alguna manera tiene existencia produce o recibe la acción conforme a su modo de ser. Me parece que esto es evidente.

Por eso, vamos a considerar ahora los símbolos divinos relacionados con el nacimiento de Dios en nosotros. Que ningún profano lo observe, pues nadie con ojos débiles puede mirar los rayos del sol. El mismo peligro corremos cuando manejamos los asuntos para los que no estamos preparados. En el Antiguo Testamento tuvo razón la jerarquía cuando castigó a Ozías por haberse entremetido en lo sagrado; a Coré, por haber ejercido funciones que no eran de su competencia; a Nadab y Abiud, porque no cumplieron religiosamente sus obligaciones.


II. El misterio de la iluminación

1. El jerarca, que "quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad, haciéndose semejantes a Dios, anuncia a todos la buena nueva de que Dios, llevado de su amor, ha hecho misericordia a todos los habitantes de la tierra; que por amor al hombre se ha dignado bajar hasta nosotros; y que, a la manera del fuego, ha unificado con El a todos los que estaban dispuestos para ser divinizados. "Porque a cuantos le recibieron dioles poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre; que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios son nacidos.

2. Un hombre inflamado en amor por realidades que no son de este mundo, y deseoso de participar en ellas, se acerca primero a uno ya iniciado y le pide que le presente al obispo, al cual promete obedecer en todo lo que le mande. Al primero le pide que se haga cargo de su preparación y de todo lo referente a su vida futura. Aquél se siente conmovido por el deseo de salvar a quien se le ha confiado; pero, al ponderar la condición humana, ante esta decisión sublime tiembla y se apodera de él la incertidumbre. Pero termina por imponerse su buena voluntad, consiente en hacer lo que le piden. Le conduce ante aquel que disfruta del título de obispo.

3. El obispo recibe a los dos con agrado. Como quien lleva sobre sus hombros la oveja perdida. Agradecido de corazón, se postra para adorar y alabar a la Fuente amable que llama a los escogidos a la sombra de los que se salvan.

4. Luego reúne en lugar sagrado a los sacerdotes para compartir su gozo por la salvación de aquel hombre y dar gracias por su bondad. Comienzan todos entonando un himno tomado de las Santas Escrituras. Seguidamente el obispo besa el altar, se dirige al candidato que está esperando de pie y le pregunta para qué ha venido.

5. Con mucho amor de Dios responde siguiendo las instrucciones del padrino. Detesta la propia impiedad, ignorancia de la verdadera Belleza, y la falta de vida divina en sí mismo. Pide que intercedan para que llegue al encuentro con Dios y los misterios sagrados. Tendrás que entregarte totalmente, le dice el obispo, si quieres acercarte a Dios, que es todo perfecto y sin mancha. Le instruye sobre lo que es vivir en Dios y le pregunta si desea tal vida. Cuando el postulante responde "sí", el obispo le pone la mano en la cabeza y le marca con la señal de la cruz". Manda entonces a los sacerdotes que registren los nombres de los candidatos y del padrino.

Hecha la inscripción, reza el obispo con todos los presentes. Al concluir, le desata las sandalias y manda a los diáconos que le quiten la ropa. Seguidamente, el bautizando, de pie, mirando al Occidente, extiende las manos en actitud de abjuración. Tres veces le manda espirar a Satanás y renunciar a él. Tres veces dice el obispo las palabras y el otro las repite. Entonces le pone mirando al Oriente, con los ojos y manos hacia el cielo, y le manda seguir a Cristo y toda la doctrina revelada por Dios.

Terminado esto, le manda tres veces hacer profesión de fe; cuando lo ha hecho, reza por él, le besa y le impone las manos. Los diáconos, entonces, le desnudan completamente y los sacerdotes presentan el santo óleo para la unción. El obispo comienza ungiéndole tres veces en forma de cruz y le pasa a los sacerdotes para que éstos le unjan todo el cuerpo. El obispo se dirige a la madre de toda adopción divina. Consagra el agua con piadosas invocaciones y vierte en ella tres veces el santo óleo en forma de cruz. Acompaña las infusiones del santo óleo con un canto sagrado que el Espíritu de Dios inspiró a los profetas. Manda que se acerque el catecúmeno. Uno de los sacerdotes lee en alta voz los nombres del bautizando y su padrino. Entonces los sacerdotes acompañan al bautizando hasta el agua y le entregan al obispo, que, de pie en sitio más alto, sumerge tres veces al iniciado. A cada inmersión, los sacerdotes repiten el nombre del iniciado, y cada vez que éste emerge, el obispo invoca las tres Personas de la Santísima Trinidad. Luego los sacerdotes le devuelven a su padrino, el que le presentó para iniciarle; le ayudan a vestirse y de nuevo le llevan al obispo, el cual le unge con óleo consagrado haciendo la señal de la cruz. Ahora le proclama digno de tomar parte en la Sagrada Eucaristía.

8. Practicando todo el ritual, y habiendo procedido a otras cosas secundarias, el obispo se levanta de nuevo y vuelve a la contemplación de las verdades fundamentales, a fin de que el iniciado no se deje jamás seducir por nada ajeno a su misión ni cese de progresar de una verdad divina en otra, permaneciendo constantemente bajo la guía del Espíritu Santo.


III. Contemplación

1. Esta iniciación simbólica al santo nacimiento de Dios en el alma no tiene nada de inconveniente o profano en sus imágenes sensibles. Antes bien, refleja en los espejos naturales del entendimiento humano los enigmas de un proceso contemplativo digno de Dios. Dejando a un lado la razón verdaderamente más divina de celebrar estos misterios, ¿en qué sentido podría haber falta cuando con santas instrucciones enseña al iniciado a vivir santamente, cuando por medio de la ablución física del agua le da a entender de manera corporal cómo purificarse de todo mal llevando vida virtuosa y de consagración a Dios? Aun cuando no tuviera otra significación más sagrada, a mi parecer no habría nada de pagano en la tradición de iniciarse simbólicamente, porque no enseña más que a vivir santamente. Por la ablución de todo el cuerpo se indica la completa purificación de una mala vida.

2. Sirva esta introducción de guía para los menos instruidos. Porque establece la diferencia, como es debido, entre lo que pertenece a la multitud y lo que obliga y unifica a la jerarquía. A cada orden proporciona medida conveniente para elevar el espíritu. Pero nosotros, que hemos levantado religiosamente los ojos a las fuentes de esos ritos y estamos santamente iniciados en ellos, reconozcamos los misterios que las impresiones sensibles representan y las realidades invisibles expresadas con imágenes visibles. He demostrado ya con claridad en mi obra Lo inteligible y lo sensible que los símbolos sagrados son realmente expresión sensible de realidades inteligibles. Muestran el camino que lleva a los inteligibles, que son el principio y la ciencia de cuanto la jerarquía representa sensiblemente.

3. Decimos, pues, que la Bondad de Dios, permaneciendo siempre semejante e idéntica a sí misma, prodiga bondadosamente los rayos de su luz a quien los ve con los ojos de la inteligencia. Puede ocurrir, sin embargo, que los seres inteligentes, por su libre determinación, rechacen la luz de la inteligencia, llevados del apetito del mal, que cierra los ojos de la mente, privándola de su natural ser iluminada. Se apartan a sí mismos de esta luz que se les ofrece sin cesar y que, lejos de abandonarlos, resplandece ante sus ojos miopes. Luz que con su bondad característica los sigue presurosa, aun cuando se alejen de ella.

Puede ocurrir también que estos seres traspasen los límites razonablemente asignados a su mirada y se atrevan a imaginar que pueden efectivamente mirar los rayos que trascienden su capacidad visual. No actúa aquí la luz contra su propia naturaleza de luz. Más bien el alma, ofreciéndose imperfectamente a la Perfección absoluta, fracasa en su intento de conseguir realidades que no están a su alcance. Su arrogancia les privará incluso de lo que está a su disposición.

Sin embargo, la Luz divina, como he dicho, llevada de bondad, nunca deja de ofrecerse a los ojos de la inteligencia, ojos que deben captarla, pues allí está siempre lista a entregarse. Tal es el modelo. A ejemplo de esta Luz, el obispo reparte a todos generosamente los brillantes rayos de sus inspiradas enseñanzas. A imitación de Dios, siempre está dispuesto a iluminar a quien se le acerque, sin enojarse despiadadamente ni reprenderle por previas apostasías o transgresiones. A todo el que se acerque da su luz orientadora pacíficamente, cual corresponde al jerarca de Dios y en la medida que cada cual está dispuesto a recibir lo sagrado.

4. Pero como Dios es la fuente de esta organización sagrada, por la cual toman conciencia de sí mismas las santas inteligencias, todo aquel que se apresure a considerar su naturaleza descubrirá desde un principio la propia identidad y obtendrá su primer don sagrado, levantada su mirada hasta la Luz. Habiéndose examinado rectamente y con mirada imparcial, no caerá en abismos de ignorancia. No estará suficientemente iniciado todavía para la unión perfecta y participación de Dios, ni le vendrá de sí mismo tal deseo. Sólo gradualmente pasará a estado más alto con la mediación de quienes están más avanzados. Ayudado por los que le aventajan y luego por los que están en primer rango, siguiendo las normas venerables de la sagrada jerarquía, llegará a la cumbre donde mora la Divinidad.

Imagen de este orden armonioso y sagrado es la reverencia que muestra el postulante, el reconocimiento de sus faltas, y el camino que sigue con la ayuda de su padrino, para llegar hasta el obispo. A quien procede de este modo se le comunica la santidad divina, que le marca con el sello de su Luz. Le hace hombre de Dios en compañía de aquellos que merecieron ser divinizados y contados en la asamblea de los santos. Esto es lo que simboliza el signo que el obispo hizo sobre el postulante y la inscripción hecha por los sacerdotes, con la cual incluyeron su nombre y el de su padrino en la lista de los que se salvan. Uno, deseando el camino de vida hacia la Verdad, sigue a su guía; y el otro dirige sin error a quien le sigue, conforme a los preceptos que de Dios ha recibido.

5. No es posible participar al mismo tiempo en realidades contradictorias. Quien entre en comunión con el que es Uno no puede llevar vida dividida, al menos si quiere realmente tener parte del Uno. Ha de oponerse con firmeza a cuanto pueda dividir la comunión. Sugiere todo esto la tradición simbólica que despoja al postulante de su vida anterior, le corta hasta las últimas aficiones mundanas, le pone de pie desnudo y descalzo mirando al Occidente para renunciar, con las manos extendidas, a toda comunicación con las tinieblas del mal; para expulsar todo lo que hasta aquí significase desemejanza con Dios y para renunciar por completo a cuanto se oponga a la configuración con El.

Así fortalecido y liberado, le vuelven de cara al Oriente y le piden que, habiendo rechazado toda malicia, persevere con íntegra pureza contemplando la Luz divina. Después de estas segundas promesas de tender hacia el Uno, la tradición acoge a aquel que se asemeja al Uno por amor a la verdad.

Para aquellos que entienden las jerarquías está muy claro, creo, que los seres dotados de inteligencia reciben la fortaleza inquebrantable de configurarse con Dios siempre que tiendan con todas sus fuerzas hacia el Uno y mueran totalmente a cuanto se le oponga.

No basta con dejar de hacer el mal. Antes bien, hay que tener resolución varonil y, sin temor, enfrentarse con cualquier funesta marcha atrás. Jamás aflojará en el amor a la verdad. Hacia ella tenderá constantemente con más piedad en la medida de sus fuerzas, esforzándose siempre por elevarse santamente hasta la más alta perfección de la Deidad.

6. Observarás que los ritos jerárquicos simbolizan exactamente estas realidades. El obispo, representante de Dios, es quien empieza a ungir, pero son los sacerdotes quienes llevan a cabo el sagrado rito de la unción y convocan al iniciado para la lucha santa que, con Cristo a la cabeza, ha de librar. Porque El, en cuanto Dios, es quien organiza el combate. Como Sabio, establece el reglamento. Como Hermosura, premio digno para los vencedores. Más divinamente aún, como Bondad acompaña a los atletas defendiendo su libertad y garantizando su victoria sobre las fuerzas de muerte y destrucción. Por lo cual, el iniciado se lanzará gozosamente a los combates que él sabe son divinos y observará escrupulosamente las sabias leyes del juego. Con firme esperanza de merecer la recompensa de un puesto a las órdenes del Señor bueno, que es su jefe en la batalla. Marchará sobre las huellas divinas que ha trazado la bondad de aquel que fue el primero de los atletas. Combatirá a imitación del mismo Dios contra toda dificultad y contra todo ser que obstaculice el camino de su divinización. Por haber muerto al pecado en el bautismo, puede decirse que uno, místicamente, participa de la muerte de Cristo.

7. Observa conmigo con cuánta propiedad los símbolos expresan lo sagrado. Para nosotros, la muerte no es aniquilación total del ser, como algunos imaginan. Es más bien la separación de dos partes que han estado entrelazadas. En consecuencia, el alma va a un mundo invisible donde, privada del cuerpo, queda sin forma. El cuerpo enterrado se somete a cambios por los cuales pierde su figura corporal y desaparecen las apariencias humanas. Por eso, está muy indicado el sumergir al iniciado completamente en el agua, simbolizando la muerte y sepultura donde la forma desaparece.

Por lo cual, con esta lección simbólica, quien recibe el sacramento del bautismo, siendo sumergido tres veces en el agua, imita, en cuanto el hombre puede imitar a Dios, la muerte divina de aquel que pasó tres días y tres noches en el sepulcro", Jesús, fuente de vida, en quien, según el misterioso y profundo sentido de la Escritura, el príncipe de este mundo nada tiene.

8. Seguidamente visten de blanco al iniciado. Su valentía y semejanza con Dios, su decidido arrojo hacia el Uno, le hacen indiferente a cuanto se le oponga. En su interior se ordena lo que antes era desorden. Toma forma lo informe. Brilla la luz a través de toda su vida.

La consagración con el óleo da suave olor al iniciado, porque la santa perfección del nacimiento de Dios en los iniciados los une con el Espíritu de la Deidad. Mas esta efusión es indescriptible, pues es en la mente donde tiene lugar esta suavidad y perfección. Cómo reconocerlo inteligentemente es tarea que dejo a quienes han merecido entrar en comunión sacra y divinamente, bajo el plan de lo inteligible, con el Espíritu de la Deidad.

Al terminar todo lo que antecede, el obispo invita al iniciado a la Santísima Eucaristía y comunión con los misterios que le van a perfeccionar.


CAPÍTULO III: I. El Sacramento de la Eucaristía

Pero continuemos. Ya que hemos mencionado la comunión, estaría mal pasarlo por alto y hablar de otras funciones de la jerarquía. Como ha declarado mi célebre maestro, éste es el Sacramento de los sacramentos Sirviéndome de los conocimientos bíblicos y de la tradición jerárquica, voy a exponer los relatos divinamente inspirados sobre este tema. Con las luces del Espíritu de la Deidad me elevaré a la santa contemplación del misterio.

En primer lugar, fijémonos piadosamente en lo que es su principal característica, común a los demás sacramentos jerárquicos, concretamente lo que se llama "comunión" o "sinaxis". Toda acción sacramental reduce a deificación uniforme nuestras vidas dispersas. Forja la unidad divina de las divisiones que cada uno lleva dentro. Logra en nosotros comunión y unión con el que es Uno. Afirmo además, que la perfección de otros símbolos jerárquicos se logra solamente por medio de los divinos y perfeccionantes dones de la comunión. Pues es poco menos que imposible celebrar ninguno de los sacramentos jerárquicos sin que la sagrada Eucaristía, punto culminante de todo rito, logre por su divina operación la unión con el Uno en quien reciba el sacramento. De parte de Dios le dispensa el misterioso don de llevar a perfección sus capacidades, perfeccionando en realidad su comunión con Dios. Los otros sacramentos de la jerarquía son imperfectos en el sentido de que no llevan a término nuestra comunión y unión con el Uno. Al quedar la acción así incompleta, no puede lograr plenamente nuestra perfección. El fin y objetivo principal de cada sacramento es impartir los misterios de la Deidad a quien esté ya iniciado. Por eso la tradición jerárquica ha acuñado de hecho un nombre que exprese con toda verdad la esencia del fruto logrado por la Eucaristía. Lo mismo ocurre con el santo sacramento por el que Dios nace en nosotros. Es el primero en traer la luz y fuente de toda iluminación divina. Por ser así lo alabamos dándole el nombre de iluminación conforme a la operación que lleva a cabo. Cierto que toda acción jerárquica tiene esto en común: transmitir a los iniciados la luz divina; pero, de hecho, éste fue el primero que me concedió el don de la vista. La luz que vino de aquí por vez primera me llevó a la visión de otras santas realidades.

Habiendo dicho lo que precede, pasemos ahora a considerar jerárquicamente primero el ritual del más santo de los sacramentos y después la contemplación correspondiente al Santísimo Sacramento.


II. Misterio de la "sinaxis" o comunión

El obispo, concluida la oración junto al altar de Dios, empieza a incensar a una y otra parte por todo el lugar sagrado. Cuando regresa al altar, comienza el canto sagrado de los salmos, al que se une toda la asamblea. Siguen los diáconos con las lecturas bíblicas. Al concluirlas, los catecúmenos se retiran del recinto sagrado; siguen los posesos y penitentes. Sólo continúan dentro los considerados dignos de asistir a los sagrados misterios y comulgar.

Algunos diáconos se sitúan a la puerta del sagrado recinto, cuidando de que la puerta permanezca cerrada. Otros desempeñan cualquier cargo propio de su orden. Los diáconos designados, junto con los sacerdotes, colocan sobre el altar de Dios el pan para consagrar y el cáliz de salvación una vez que toda la asamblea ha cantado el himno de la fe católica. Entonces, el santo obispo hace una oración y pide para todos la paz. Los asistentes intercambian el beso ritual y se concluye la mística lectura de los dípticos sagrados. El obispo y los sacerdotes se lavan las manos con agua. Se sienta el obispo en el centro junto al altar. Le rodean algunos diáconos y todos los presbíteros. El obispo predica alabando las santas obras de Dios, continúa con la celebración de los misterios más sagrados y los eleva para que los contemplen al mostrar ante todos los símbolos sagrados. Habiendo así presentado los dones de las obras de Dios, comulga él primero e invita a todos los demás a hacer lo mismo. Después de comulgar y distribuir la sagrada comunión, concluye con una piadosa acción de gracias.

Aunque casi toda la gente no se fija más que en los símbolos sagrados, el obispo, por su parte, movido siempre por el Espíritu Santo, con la pureza habitual que corresponde a su vida verdaderamente endiosada, se eleva jerárquicamente en santa e intelectual contemplación hasta aquel que es fuente del rito sacramental.


III. Contemplación

1. Y ahora, querido hijo, después de estas imágenes piadosamente sometidas a la verdad de su original divino, ofreceré guía espiritual en provecho de los recientemente iniciados.

La variada y sacra composición de símbolos no deja de ser provechosa a la inteligencia, aun cuando sólo presenten aspecto externo. El canto de las Santas Escrituras y las lecturas conmemorativas enseñan preceptos de vida virtuosa y sobre todo la necesidad de purificarse totalmente de la malicia corrosiva. La divina distribución del mismo pan y del mismo vino, hecha en común y pacíficamente, establece la norma de que, habiéndose nutrido del mismo alimento, su modo de vivir ha de estar en plena conformidad con este divino manjar.

También les hace recordar la Santa Cena el símbolo primordial de todos los ritos. El mismo autor de estos símbolos, con toda razón, excluye del sagrado banquete a quien no viva en su amistad. Así enseña, divina y santamente, que cuando uno se hace digno de estos sagrados misterios recibe la gracia de asimilarse y entrar en comunión con ellos.

2. Pero dejemos para los no iniciados estos signos, que, como he dicho, están magníficamente pintados a la entrada del santuario. Esto basta para su contemplación. Nosotros, en cambio, cuando pensemos en la sinaxis, procedamos de los efectos a las causas, y con la luz que Jesús nos dispense podremos contemplar serenamente las realidades inteligibles en que se refleja claramente la bienaventurada y primordial Hermosura.

Tú, oh divino y santísimo sacramento, levanta los velos enigmáticos que simbólicamente te rodean. Muéstrate claramente a nuestra mirada. Llena los ojos de nuestra inteligencia con la luz unificante y manifiesta.

3. Creo que ahora debemos penetrar en los sagrados misterios y declarar el sentido de las primeras imágenes. Consideremos atentamente la hermosura, que le da forma divina, y echemos una mirada devota al obispo mientras se dirige del altar a los extremos del santuario derramando perfume y luego su regreso al altar. Porque la bienaventurada Deidad, que trasciende todo ser, asimismo procede gradualmente hacia fuera para comunicar su bondad a quienes continúa esencialmente unida e inmóvil. Dios ilumina a quienes se configuran lo más posible con Él, pero mantiene totalmente inconmovible la propia identidad. De modo semejante, el Santísimo Sacramento de la Comunión sigue siendo lo que es, único, simple, indivisible. Y, sin embargo, por amor a los hombres se multiplica en sagrada variedad de símbolos. Tanto, que en todos ellos está la Deidad. Luego, unificándolos todos, vuelve a la propia unidad y une a cuantos se le acercan devotamente.

Algo así ocurre con el santo obispo. Bondadosamente transmite a sus súbditos el conocimiento jerárquico, peculiarmente suyo, sirviéndose de muchos enigmas sagrados. Luego, libre y desligado de cosas inferiores, vuelve íntegramente al punto de partida sin haber perdido nada. Mentalmente camina hacia el Uno. Contempla entonces con ojos puros la unidad fundamental de las realidades latentes en los ritos sagrados. Retorna más divinizadas las ideas primeras, finalidad que se proponía, mientras procedía a las cosas secundarias, llevado de su amor a los hombres.

4. La salmodia sagrada es parte de los misterios jerárquicos y no debe faltar en el más jerárquico de todos. Las lecturas bíblicas encierran una lección para quienes son capaces de ser divinizados y están enraizados en los sagrados y divinizantes sacramentos. Enseñan que Dios mismo da de este modo sustancia y orden a todo cuanto existe, incluso a la legítima jerarquía y sociedad. Echar a suertes, distribuir y compartir con el pueblo de Dios. Enseñan la ciencia de jueces santos, reyes y sacerdotes sabios que viven en Dios. Expresan el poderoso e inquebrantable punto de vista que capacitó a nuestros mayores para sobrellevar variadas y numerosas desgracias. De ellas provienen sabias normas de vida, cánticos que gloriosamente describen el amor de Dios, las profecías que predicen el futuro, las obras divinas de Jesús hecho hombre, las comunidades, regalo de Dios e imitadoras de Dios, la actividad y enseñanzas de sus discípulos, la visión secreta y mística de aquel hombre inspirado que fue el discípulo amado y la trascendental doctrina de Jesús. Más aún, los cánticos sagrados alaban todas las palabras y obras de Dios celebrando lo que divinamente dijeron e hicieron hombres santos. Son narraciones poéticas de los misterios divinos que capacitan a todo el que toma parte con buena disposición para recibir y administrar el sacramento de la jerarquía.

5. Los cánticos sagrados, que resumen las más santas verdades, han preparado serenamente nuestro espíritu para compenetramos con los misterios que vamos a celebrar, luego que nos han hecho sintonizar con Dios. Nos ponen en armonía no sólo con las realidades divinas, sino también con nosotros mismos y con los demás, de manera que podamos formar un coro homogéneo de hombres sagrados. Entonces, cualquier sentencia breve, aunque fuere oscura, que presenten los cánticos de la salmodia se amplía por múltiples e inteligibles imágenes y aclamaciones de lecturas sagradas. Si uno considera piadosamente los textos sagrados, advertirá que hay en ellos unidad y concordia, de que es fuente el Espíritu de la Deidad. Esto justifica la costumbre de proclamar al mundo el Nuevo Testamento a continuación de la antigua alianza. Me parece que este orden proveniente de Dios y determinado por la jerarquía demuestra cómo uno anunció las obras divinas de Jesús y el otro describe su cumplimiento. Uno describe la verdad en imágenes mientras que el otro muestra las cosas como ocurrieron. La verdad de lo anunciado por uno se confirma con los acontecimientos que refiere el otro. Las obras de Dios dan cumplimiento a sus palabras.

6. Quienes hacen oídos sordos a la doctrina de los santos sacramentos tampoco comprenden sus representaciones. Descaradamente han rechazado la enseñanza salvadora sobre el nacimiento de Dios en el alma y desgraciadamente se hacen eco del texto sagrado: "No queremos saber tus caminos". Por otra parte, los catecúmenos, los posesos y los penitentes deben seguir las instrucciones de la sagrada jerarquía, que manda escuchar el canto de los salmos y las lecturas de los escritos divinamente inspirados. No asistirán a la acción sagrada que viene a continuación ni a la contemplación reservada para que los vean los perfectos. Mucha es la rectitud sagrada de la jerarquía por estar en conformidad con Dios. La jerarquía da a cada cual lo que merece, y concede participar en los misterios divinos con miras a la salvación. Reparte los dones sagrados a su debido tiempo y en la medida de conveniente equidad. Así, pues, los catecúmenos se clasifican en el último puesto. Todavía no han sido iniciados, por lo cual no participan en ningún sacramento jerárquico. Todavía no han recibido la vida santa porque no ha nacido Dios en ellos, pero las Escrituras lo están gestando paternalmente.

Las enseñanzas vivificantes los van configurando con el nacimiento divino, fuente de vida y de luz. Ocurre lo que con los hijos de la carne cuando llegan sin haber cumplido el debido tiempo de gestación. Imperfectos, informes, como los fetos abortivos. Vienen al mundo sin vida, sin luz. Sería una necedad, dejándose llevar de las apariencias, decir que por haber salido de las tinieblas del vientre materno han venido a la luz. Efectivamente, la ciencia médica, que conoce mejor el cuerpo humano, muestra que la luz no actúa en el cuerpo humano carente de órganos para recibirla.

Pero es el sabio conocimiento de las cosas sagradas lo primero que anima a los catecúmenos. Los nutre con los primeros alimentos de la Escritura, que les da forma y los lleva a la vida. Después, cuando su ser ha llegado a plenitud y nacimiento divinos, actúa para su salvación, y siguiendo las normas establecidas les permite entrar en comunión, con lo que se iluminarán y llegarán a perfección. Pero están privados de lo perfecto mientras no alcancen la luz, solícita por salvaguardar la armonía de estas cosas sagradas y de velar por la gestación y vida de los catecúmenos. Lo hace en conformidad con el plan divino establecido por la jerarquía.

7. La muchedumbre de los posesos es en sí misma profana, pero ocupa el puesto inmediato superior a los catecúmenos, que son los últimos. A mi modo de ver, no se puede comparar el estado de quien no ha recibido la iniciación ni tomado parte en ningún sacramento con otro que haya recibido algunos, pero que ha vuelto a caer por excesiva actividad o por pereza. Cierto que también a éstos, con razón, se les prohíbe contemplar los misterios más sagrados y entrar en comunión con ellos. El hombre que es realmente espiritual, digno de comulgar con las realidades divinas, que en la mayor dimensión posible ha alcanzado gran conformidad con Dios a través de completa y perfecta divinización, un hombre así, con verdadera indiferencia por las cosas de este mundo (excepto las necesidades fundamentales, de que no se puede prescindir), habrá alcanzado el más alto grado de divinización y será templo y compañero del Espíritu de la Deidad. A semejanza de aquel de quien es imagen, nunca será presa de ilusiones o terrores del adversario; antes bien, se burlará de ellos. Las rehusará y arrojará lejos cuando se presenten. Se mostrará más activo que pasivo. Habiéndose fijado la norma de impasividad y firmeza, dará la impresión de ser un doctor ayudando a otros que padecen estas tribulaciones.

Por eso yo creo, o mejor, conozco por experiencia, que los miembros de la jerarquía, siendo de muy sano juicio, entienden que los posesos, renunciando a sus vidas divinas, han adoptado en su lugar las ideas y costumbres de abominables demonios y se hallan en la peor esclavitud. En su extremada locura, tan destructiva para sí mismos, se privan de los verdaderos bienes, tesoros de felicidad eterna. Ambicionan y se procuran las cambiantes y múltiples pasiones características de  la materia, placeres efímeros y corruptibles, cosas inestables y felicidad aparente. Estos son los primeros y, con mayor razón, a quienes el ministro consagrado hace salir, porque no está bien que ellos asistan en ningún momento de la celebración, excepto a la lectura de las Escrituras, orientadas a que se conviertan a bienes mejores. La acción eucarística, después de todo, no es de este mundo. Mantiene fuera a los penitentes obligados a salir. Sólo permite entrar a los santos. En su perfecta pureza exclama: "Soy invisible y excluyo de la comunión a aquellos que, por cualquier imperfección, no llegan a la cima de conformidad con Dios". Esta voz, totalmente pura, rechaza a quien no alcance a estar de acuerdo con los dignos de participar en los más sagrados misterios. Tanto más para considerar la multitud de posesos, presos de sus pasiones, como profanos excluidos de toda visión y comunión con los sagrados misterios.

Los primeros a quienes se debe excluir del templo y de las celebraciones a que no tienen derecho son los no iniciados e ignorantes de los sacramentos. Luego, los que hayan abandonado la práctica de vida cristiana. En tercer lugar, los que cobardemente sucumben a los temores y fantasías adversas; incapaces de perseverar firmes, han fallado en acercarse a los sagrados misterios y compenetrarse con lo que les hubiera proporcionado divinización fuerte y perseverante. Siguen los que han renunciado a vivir en pecado, pero no se han purificado aún de los malos pensamientos, pues no han conseguido todavía un constante e inmaculado anhelar a Dios. Finalmente, aquellos que no han logrado aún la unificación, sino que, como dice la Ley, no son ni totalmente irreprochables ni del todo impecables.

Después de todo esto, los santos ministros de los misterios sagrados y los piadosos asistentes contemplan devotamente el Santísimo Sacramento y entonan el cántico de alabanza más universal en honor de aquel que es fuente y dispensador de todo bien, fundador de los sacramentos para nuestra salvación, con los cuales se divinizan quienes los reciben. Himno que llaman a veces cántico de alabanza y símbolo de adoración, otras acción de gracias jerárquica. Esta es, creo yo, la manera más divina, porque este himno es síntesis de todos los dones sagrados que Dios nos envía. A mi juicio, este cántico celebra todo cuanto Dios ha hecho por nosotros. Nos recuerda que debemos a la bondad de Dios lo que somos y nuestra vida; que El nos ha creado a imagen de su eterna Hermosura y hecho partícipes de sus propiedades divinas, para elevarnos espiritualmente. También nos recuerda que cuando por nuestra locura perdimos los dones divinos, Dios se preocupó de restaurar nuestra condición primera ofreciéndonos nuevos dones. Nos otorgó la más perfecta participación de su naturaleza divina al asumir plenamente la nuestra. De este modo, Dios nos ha concedido estar en comunicación con Él y con las realidades divinas.

8. Habiendo celebrado santamente el amor de la Deidad por la humanidad, se presenta cubierto con velo el pan divino, junto con el cáliz de salvación. Se intercambia el beso de paz. Sigue la proclamación mística y trascendente de los libros santos. Porque es imposible congregarse en el Uno y compartir pacíficamente la unión con Él mientras estemos divididos entre nosotros. Por el contrario, si la contemplación y conocimiento del Uno nos ilumina, podremos unificarnos y lograr verdadera unión con Dios; nunca llegaremos a caer en la división de ánimos, fuente de hostilidad material y apasionada entre iguales.

Esta es, a mi parecer, la vida unificante e indivisible que requiere el beso de paz uniendo a los semejantes y prohibiendo la unión divina y unificante a los que están enemistados.

9. A continuación de la paz se hace proclamación de las tablillas sagradas, donde se conmemoran los nombres de quienes vivieron santamente y por sus continuos esfuerzos merecieron la perfección de una vida virtuosa. De este modo, somos atraídos y estimulados a seguir su ejemplo, adoptando un género de vida que nos proporcione mayor felicidad y la paz que redunda de configurarse con Dios. Esta conmemoración proclama vivos entre nosotros, como nos enseña la Escritura, a quienes pasaron de la muerte a la vida divina más perfecta.

Ten en cuenta que si bien se fijan estos nombres en las listas conmemorativas, no es porque Dios necesite, como nosotros, traer a la memoria imágenes que los recuerden. Más bien se pretende dar a entender de modo conveniente que Dios honra y conoce para siempre a quienes llegaron a ser perfectos por haberse identificado con Él. Como dice la Escritura, "el Señor conoce a los que son suyos" y "es cosa preciosa a los ojos de Yahveh la muerte de sus piadosos". Lo que significa aquí muerte del piadoso es la perfección de su piedad. Observa también devotamente que se leen los nombres de los santos al colocar sobre el altar de Dios los símbolos sagrados con que Cristo se hace presente y es recibido en comunión. Queda así claro que están inseparablemente unidos a El con sagrada y trascendente unión.

10. Una vez terminada esta acción litúrgica, como queda dicho, el obispo, de pie, enfrente de los símbolos sagrados, lava con agua sus manos, y lo mismo hacen los sacerdotes. Como dice la Escritura, el que acaba de lavarse no necesita lavar más que las extremidades. Gracias a este lavarse ritual mantiene la total pureza de conformidad con Dios y podrá luego proceder a los quehaceres ordinarios mientras permanezca libre y sin mancha. Por estar perfectamente unificado, puede dirigirse inmediatamente al Uno con quien está tan compenetrado gracias a la conversión pura y sin mancha que mantiene la plenitud y constancia de su conformidad con Dios. He dicho ya que las abluciones sagradas existían en la jerarquía de la Ley, y por eso se lavan las manos ahora el obispo y los sacerdotes. Aquellos que se acercan a esta sacratísima acción están obligados a purificarse incluso de las últimas imaginaciones que hayan empañado el alma y celebrar los sagrados misterios con pureza proporcionada a los mismos en cuanto sea posible. De esta manera aumentarán su iluminación con visiones más divinas, porque aquellos rayos trascendentes prefieren difundir la plenitud de su esplendor más pura y luminosamente sobre espejos formados a su imagen.

El obispo y sacerdotes se lavan las manos o puntas de los dedos delante de los símbolos sagrados para significar que Cristo conoce todos nuestros pensamientos, incluso los más secretos, y que es Él mismo quien con su mirada penetrante, en sus juicios perfectamente justos, ha dispuesto esta purificación de ritual. Así, el obispo se unifica con las realidades divinas. Habiendo entonado alabanzas por las obras de Dios, hace la consagración y levanta los misterios sagrados para que los contemplen.

11. Voy a explicar ahora, dentro de mis posibilidades, las obras divinas con respecto a nosotros. No me es posible celebrar todas, ni siquiera conocerlas claramente, para que otros se adentren en sus misterios. Pero implorando la asistencia de la jerarquía, con su inspiración podré al menos mencionar cómo los obispos, hombres de Dios, alaban y ensalzan conforme a las Santas Escrituras.

Desde el principio, la naturaleza humana perdió los dones con que Dios la había enriquecido. Se dejó llevar por múltiples pasiones y terminó en muerte destructora. Siguió el pernicioso desprecio de los verdaderos bienes, la desobediencia a la Ley sagrada que Dios puso para el hombre en el paraíso. Rechazado el yugo que le daba la vida, se negó el hombre a los dones de Dios, quedando a merced de sus propios impulsos, sujeto a la tentación y asaltos del enemigo.

A cambio de la eternidad prefirió la muerte. Nacido de corrupción, justo era que saliera del mundo como entró. Libremente abandonó la vida divina, elevante, y en cambio se dejó arrastrar hasta el extremo opuesto, sumergido en un abismo de pasiones. Vagando fuera del camino recto, atrapado por lazos destructores y de gente mala, el género humano se alejó del verdadero Dios. Sin darse cuenta, sirvió no a dioses o amigos, sino a sus enemigos, los cuales, feroces por naturaleza, abusaron cruelmente de su debilidad poniéndolo en peligro de ruina y perdición.

Pero la bondad divina, llevada de infinito amor al hombre, no cesó jamás de prodigarle sus dones providenciales. Asumió íntegramente las propiedades de nuestra naturaleza, excepto el pecado. Se identificó con nuestra bajeza sin perder nada de su condición real, sin sufrir pérdida ni cambio alguno. Esto nos permitió, como a miembros de la misma familia, entrar en comunión con la Deidad y participar de su misma hermosura. Así, según enseña nuestra santa tradición, nos facilita la liberación de los rebeldes, no por imposición de fuerza, sino por juicio justo, como revelan las Santas Escrituras.

Misericordiosamente Dios cambió por completo nuestra situación. La inteligencia estaba envuelta en tinieblas e informe, pero Él la inundó de dichosa y divina luz. Salvó nuestra naturaleza de un casi total naufragio y la morada secreta de nuestras almas quedó libre de pasiones malditas y de manchas destructoras. Finalmente, nos mostró un camino de vida sobrenatural, elevador, configurándonos con El en todo lo que nuestra naturaleza pueda alcanzar.

12. ¿De qué otra manera lograremos esta imitación de Dios mejor que recordando continuamente sus obras santas con himnos sagrados y las acciones litúrgicas establecidas por la jerarquía? Como dicen las Escrituras, lo hacemos en memoria de Él. Por lo cual, el obispo, hombre de Dios, está en pie ante el altar, celebra las obras de Dios como he dicho, las obras que Jesús llevó a cabo gloriosamente, realizando aquí su más devota providencia para la salvación del género humano. Lo hace y dice la Escritura con la mayor complacencia del Padre y del Espíritu Santo. El obispo considera estas cosas con mirada contemplativa y procede a la ofrenda de los símbolos como Dios mismo lo ha dispuesto. Por eso, al mismo tiempo que celebra las sagradas alabanzas de las obras divinas, pide perdón, cual conviene a un obispo, por realizar esta función sagrada, que excede sus atribuciones. Piadosamente exclama: "Eres tú quien ha dicho haced esto en memoria mía".

Pide luego que Dios le haga digno de cumplir a su imitación este santo oficio y que, como Cristo mismo, pueda celebrar los sagrados misterios. Pide también poder interpretarlos dignamente y que los reciban como es debido. Entonces consagra y ofrece a la vista de todos los misterios bajo el velo de los símbolos sagrados. Descubre y divide en muchas partes el pan, cubierto e indiviso hasta ahora. Asimismo comparte con todos el único cáliz, multiplicando y distribuyendo simbólicamente al que es Uno. Así completa la acción más sagrada. Por su bondad y amor a los hombres, la unidad simple y misteriosa de Jesús, Verbo divino, llegó a encarnarse por nosotros, y sin dejar de ser lo que es, se hizo realidad compuesta y visible. Bondadosamente ha logrado nuestra comunión con  Él. Ha unido nuestra bajeza con la grandeza de su Divinidad. A ésta debemos unirnos como miembros de un mismo cuerpo, identificándonos con El por una vida sin pecado.

No podemos entregarnos a la muerte que acarrea la corrupción de las pasiones. Ni debemos romper la armonía reinante entre los miembros del perfecto y sano cuerpo divino privándonos de la unión con ellos. Llevemos la misma vida divina. Si queremos realmente estar en comunión con Él, tenemos que prestar toda atención a la vida de Dios encarnado. Su santa impecabilidad ha de ser nuestro modelo para aspirar a un estado deiforme e inmaculado. Así nos comunicará su semejanza en la forma que más nos convenga.

13. Esto es lo que el obispo enseña al practicar la sagrada liturgia: retirando de los dones el velo, multiplicando lo que antes era uno, distribuyendo el sacramento que unifica perfectamente a cuantos lo reciben. Cuando presenta a Jesús ante nuestra mirada nos muestra de modo sensible, y como en imagen, lo que es vida de nuestra mente. Revela cómo, por amor al hombre, Cristo salió del misterio de su divinidad tomando forma humana para encarnarse completamente entre nosotros sin mancharse en nada. Nos muestra cómo descendió sin dejar de ser lo que era, desde su natural unidad a nuestro nivel de divisibilidad. Nos manifiesta cómo por amor a nosotros, por su actuación bienhechora, toda la humanidad está invitada a la comunión con Él y compartir su bondad, si queremos identificarnos con su vida divina, inmutable, en cuanto nos sea posible. Invitados a lograr la perfección y entrar verdaderamente en comunión con Dios y sus divinos misterios.

14. Habiendo recibido y compartido la comunión, el obispo concluye la ceremonia dando gracias con toda la asamblea santa. Justo es recibir antes que dar; siempre se reciben los misterios antes de redistribuirlos místicamente. Este es el orden universal y la organización que conviene a las realidades divinas. Antes que nadie, el obispo participa en la abundancia de los dones sagrados que Dios ha mandado dar a otros. Luego los distribuye a los demás.

Lo mismo ocurre con las normas de una vida verdaderamente divina. No es santo quien se atreve a enseñar a otros la santidad sin estar acostumbrado a practicarla primero. Eso es totalmente ajeno a las normas sagradas. Si Dios no ha inspirado, escogido y llamado a alguien para ser guía, si no ha alcanzado aún perfecta y sólida divinización, no debe arrogarse el oficio de director. Lo mismo ocurre con los rayos del sol: llenan primero los seres más sutiles y luminosos, que luego dan luz sobreabundante a los demás.

15. Así, pues, reunidos los diferentes órdenes jerárquicos, y después que todos han comulgado con los sacratísimos misterios, concluyen la ceremonia con piadosa acción de gracias, aun cuando los dones de Dios por sí mismos merezcan  agradecimiento. Sin embargo, como queda dicho, los inclinados al mal no hacen caso de los dones de Dios. Su impiedad los vuelve ingratos con respecto a las gracias infinitas que debemos dar a Dios por sus obras; "gustad y ved", dice la Escritura. Después de instruirse santamente en los dones de Dios, los iniciados reconocerán los grandes dones que han recibido, y cuando los reciban contemplarán lo espléndidos que son. Descubrirán entonces su excelsitud, infinita grandeza y magnificencia. Entonces podrán ensalzar y agradecer los beneficios celestiales de la Deidad.


CAPÍTULO IV: I. Del Sacramento de la Unción y sus efectos

1. Tal es la grandeza de la Sagrada Comunión. Tales son las preciosas representaciones que, como he dicho repetidas veces, elevan nuestra inteligencia hasta el Uno, gracias a los ritos jerárquicos por los que comulgamos con Él y con la comunidad.

Hay, además, otro rito de perfección que pertenece al mismo orden. Nuestros maestros le llaman también Sacramento de la Unción. Después que hayamos examinado con pormenor los símbolos sagrados que lo representan, por su multiplicidad nos elevaremos a la contemplación jerárquica del Uno.


II. Misterio del Sacramento de la Unción

Como se hace para la comunión, los órdenes inferiores tienen que salir en seguida que el obispo haya esparcido la fragancia por el sagrado recinto, terminado el canto de los salmos y la lectura de las Santas Escrituras. Entonces el obispo coloca sobre el altar de Dios el óleo santo envuelto en doce pliegues. Entre tanto, la asamblea acompaña con un canto sagrado inspirado por Dios a los profetas. Se reza una oración consecratoria sobre los óleos. Estos se emplearán después como rito santificante de algunos sacramentos en casi todas las ceremonias jerárquicas de consagración.


III. Contemplación

1. Me creo que este rito de consagración contiene una enseñanza espiritual en la manera como se administra santamente la unción divina. Nos muestra que los hombres piadosos guardan la fragancia de la santidad en el secreto de sus almas. Dios mismo ha prohibido a los justos que, llevados de la honra, hagan ostentación de la hermosura y fragancia de su virtuoso esfuerzo para asemejarse al Dios escondido. Están ocultas estas divinas hermosuras. Su fragancia es superior a toda operación del entendimiento y están libres de cualquier profanación. Se revelan sólo a las mentes capaces de entenderlas. No brillan en nuestras almas más que a través de imágenes que se les parecen y también son incorruptibles como ellas. Por eso, la virtuosa conformidad con Dios puede únicamente aparecer como imagen auténtica de su modelo cuando el alma pone en esta inteligible y fragante Hermosura. En tal caso, y sólo entonces, puede el alma imprimir y reproducir en sí misma las imágenes más bellas.

Tratándose de imágenes sensibles, el artista mantiene siempre la vista fija en el original y no deja que le distraiga ni comparta su atención ningún objeto visible. Así podrá decir con fundamento que cualquier objeto pintado por él es idéntico, de tal modo que se podría tomar el uno por el otro aun cuando sean dos cosas en realidad diferentes.

Esto ocurre con los artistas que aman la Hermosura divina. Reproducen su imagen en la inteligencia. La concentración y contemplación atenta de esta perfumante y secreta Hermosura los capacita para reproducir una copia exacta del modelo. Con razón, pues, los pintores divinos no dejan de ajustar el poder de su mente con el modelo de una Virtud intelectual supraesencial, perfumante. Si practican las virtudes como requiere la imitación de Dios, no es para ser vistos de los hombres, como dice la Escritura. Antes bien, por medio de la Unción, como en una imagen, piadosamente contemplan los santísimos misterios de la Iglesia allí velados. Por eso ellos procuran también disimular en su inteligencia las virtudes y semejanza divinas cuando reproducen en sí la imagen de Dios. Fijan su mirada únicamente en la primitiva Hermosura. No miran las cosas que no los llevan a Dios ni tampoco se dejan atrapar de sus miradas. Como es lógico en ellos, sólo buscan lo justo y bueno, no las apariencias vacías. Poco caso hacen de las honras de que el vulgo neciamente se gloría. Imitadores de Dios, como lo son en verdad, rectamente distinguen de lo malo lo que es bueno. Son verdaderamente imágenes divinas de la infinita dulzura de Dios. Y como ésta es realmente deleitosa, no prestan atención a los engaños que seducen a la gente. Se imprime solamente en las almas que son sus verdaderas imágenes.

2. Continuemos. Ya vimos la belleza exterior de la espléndida y sagrada ceremonia. Fijémonos ahora en su divina hermosura. Veámosla tal cual es, sin velos, a la luz de su glorioso resplandor, impregnándonos de fragancia, que sólo perciben los de buen entendimiento.

Los que asisten al obispo presencian y participan en la consagración de los santos óleos. Se presenta ante sus ojos este sacramento porque ellos pueden contemplar algo que la gente no comprende. De hecho, están obligados a ocultarlo evitando que esté al alcance del pueblo, pues así lo mandan las leyes de la jerarquía. El Rayo luminoso de aquellos sacratísimos misterios ilumina directamente, y en todo su esplendor, a los hombres de Dios, porque éstos se mantienen familiares a la Luz; difunden suave olor sin trabas en su mente. Pero no ocurre así con quienes se hallan en plano inferior. Más aún, para evitar cualquier profanación por parte de quienes no viven en conformidad con Dios, los que secretamente contemplan lo inteligible ocultan los santos óleos bajo pliegues enigmáticos, no carentes de valor para los miembros bien dispuestos de rango inferior. Los elevan espiritualmente en proporción a sus merecimientos.

3. Como ya queda dicho, el rito de la consagración a que me refiero es parte del orden perfeccionante y poder de los obispos. Más aún: como en dignidad y eficacia se equipara con los sagrados misterios de la comunión, nuestros santos maestros se han servido casi de las mismas imágenes para describirlo, le han dado el mismo rango ceremonial y los mismos cánticos. Por eso el obispo desciende de su venerable sitial, difunde el olor de suavidad hasta los últimos rincones, vuelve al punto de partida y enseña desde allí que todo el pueblo santo, conforme a sus méritos, participa de los dones de Dios. Con esto, sin embargo, continúa sin disminución ni cambio la plenitud de atributos esenciales a la Inmutabilidad divina.

De modo semejante, los cantos y lecturas bíblicas van preparando a los no iniciados para la filiación vivificante. Promueven la santa conversión en los impuramente posesos. Libran a los pusilánimes de temibles maldiciones del enemigo. Enseñan a todos a vivir lo mejor que pueden según Dios. Así equipados y fortalecidos constantemente, son éstos ahora los que infundirán temor a los poderes enemigos y se encargarán de cuidar a otros. No se contentarán con mantener inmaculadas las virtudes para sí solos por haber imitado a Dios y, además, la firmeza para resistir los ataques del enemigo. Los apremiará el deseo de servir a los demás. Mentes alejadas de bajezas y determinadas a ser santas, sacarán de estas lecturas suficiente fortaleza para no recaer en el pecado. Purificarán completamente a quien todavía le falte algo para ser santo. Conducirán a los justos hasta imágenes divinas por medio de las cuales contemplen y vivan lo que representan. Estas son alimento de perfectos, ofreciéndoles visiones dichosas e inteligibles, que sacien sus almas, ya semejantes al Uno, y las transformen en El.

4. ¿Qué más? ¿No sucede en la consagración de los óleos como en la Eucaristía? Se manda salir a los órdenes que no están todavía purificados, como ya mencioné anteriormente. Estos misterios se presentan sólo en imagen a los santos, de modo que sean las jerarquías quienes lo contemplan directamente y lo celebran con espiritual elevación. Ya lo he dicho más de una vez, por lo cual no creo necesario volver sobre estos temas. Prosigamos fijándonos en el obispo cuando cubre los santos óleos con seis pares de dobleces y procede a consagrarlos conforme al sagrado rito.

Nos queda por decir que los santos óleos están hechos con mezclas de sustancias aromáticas. Contienen ricos perfumes que los participantes perciben cada cual a su manera. Aprendemos así que el bálsamo supraesencial del divino Jesús difunde sus dones sobre nuestras facultades intelectuales, llenándolas de suave deleite. Si la fragancia agrada a los sentidos, es grande el placer que proporciona a aquel con que distinguimos los olores, porque el sentido está sano y puede captar la fragancia que le llega. Analógicamente lo podemos decir de las facultades intelectuales. Estas pueden impregnarse de la fragancia de Dios y llenarse de santa felicidad y alimento divino con tal que no las corrompa ninguna tendencia al mal y a condición de que mantengan vivo el dinamismo de su capacidad para discernir siempre que Dios actúa en nuestro provecho y nosotros le respondamos con amor.

Así, la composición de los santos óleos es simbólica, dando forma a lo que no la tiene. Nos enseña por símbolos que Jesús es la fuente fecunda de las fragancias divinas. El mismo en forma apropiada a la divinidad se torna hacia las mentes de aquellos que han logrado la mayor identificación con Dios y les regala con ríos abundantes de divina fragancia, que encantan a las inteligencias y las hacen desear dones de Dios y hambrear por alimentos espirituales. Cada potencia intelectiva recibe estos efluvios perfumantes conforme a la medida de su divinización.

5. Claro está, a mi parecer, que las esencias superiores a nosotros, más divinas, reciben, por decirlo así, mayor corriente de suave olor, pues están más cerca de la fuente. Con mayor abundancia reciben este caudal y con mejor disposición aquellos cuyas mentes están del todo atentas a fin de que este río las inunde y penetre caudaloso, sobreabundante. La Fuente odorífera oculta sus ojos limpios a las inteligencias inferiores menos receptivas. Se entrega a cuantos con ellas sintonizan y les da sus perfumes en la medida armoniosa que conviene a la Deidad.

Por eso los doce pliegues significan el orden de serafines. Ocupan lugar preeminente en cabeza de todos los santos seres superiores a nosotros. Congregados en torno a Jesús, se entregan dentro de sus limitaciones a la contemplación feliz de su mirada. Reciben santamente en el receptáculo infinitamente puro de sus almas la plenitud de dones espirituales que El otorga. Repiten sin cesar (valga la expresión por comparación al mundo de los sentidos) el himno que celebra las divinas alabanzas. Porque aquellas inteligencias superiores a este mundo son infatigables en sus santos conocimientos. Desean a Dios vivamente. Su altísima dignidad los pone por encima del pecado y del olvido. Su constante clamor es, a mi entender, porque conocen y entienden las verdades divinas con total sinceridad y gratitud, siempre, sin cesar.

6. Las Santas Escrituras describen las incorpóreas propiedades de los serafines con imágenes sensibles que dan a entender su naturaleza inteligible. Creo que ya las he descrito suficientemente al tratar de las jerarquías celestes. Me parece haberlo expuesto con claridad suficiente a los ojos de tu entendimiento. Pero como los santos que asisten al obispo nos ofrecen ahora una semejanza de aquel orden supremo, fijémonos una vez más, con ojos totalmente inmateriales, en el esplendor de su conformidad con Dios.

7. El sinnúmero de rostros y muchos pies simbolizan, pienso yo, su eminente poder contemplativo de cara a la más divina iluminación, su perpetuo movimiento, su conocimiento de la bondad divina que a todo se extiende. Las seis alas de que hablan las Escrituras no indican, a mi entender, un número sagrado, como algunos creen; se refiere a los portentos inteligentes y semejantes a Dios de aquel orden supremo más cercano a Él, potencias intelectuales por las que se configuran con la Deidad. Supremas, medias e inferiores. Elevantes, liberadoras, trascendentes. Por eso, cuando la santísima sabiduría de las Escrituras se sirve del símbolo de alas, las coloca en los rostros, en el medio y en los pies, dando a entender que los serafines tienen alas en todas partes y por eso disfrutan de ser elevados en el grado más alto hasta el verdadero Ser.

8. Si ocultan los rostros y pies con sus alas, si vuelan a media ala, demuestran con esta actitud reverente que el orden superior de los seres trascendentes considera con circunspección los misterios más altos y profundos de lo que comprenden; que se valen de sus alas medias para elevarse comedidamente a la visión de Dios; que someten sus vidas a los decretos divinos, y así se dejan guiar piadosamente hasta reconocer las propias limitaciones.

9. La frase de la Escritura "Se gritaban unos a otros" significa, pienso yo, que se transmiten unos a otros los frutos mentales de ver a Dios. Debemos recordar piadosamente que en hebreo la Biblia llama serafines a los seres más santos para significar que están siempre inflamados en amor desbordante gracias a la vida divina, que no cesa de actuar en ellos.

10. Si es verdad, como afirman los hebraístas, que las Escrituras llaman serafines a los "incandescentes" y a los "fervientes", términos que indican sus propiedades esenciales, es porque, conforme a la representación simbólica de los santos óleos, los serafines, como los óleos, tienen poder de producir y expandir los perfumes salvadores.

El Ser cuya fragancia trasciende todo poder mental gusta de que le den a conocer las inteligencias más incandescentes y perfectamente purificadas. El concede su divina inspiración a quienes le invocan de manera trascendente. Por eso, el orden más sagrado de la jerarquía celeste sabe bien que Jesús santísimo vino del Cielo para santificarnos. Entiende bien que Él, en su divina e inefable bondad, se hizo como nosotros. Ve que el Padre y el Espíritu Santo santificaron su forma humana y sabe que permanece esencialmente inmutable lo que desde el principio es Deidad operativa. Por lo cual, la tradición de los símbolos sagrados en el momento de la consagración de los santos óleos los cubre con un símbolo de los serafines, para hacer ver y significar que Cristo permanece siempre inmutable aun cuando plenamente y de verdad hecho uno de nosotros.

Más divinamente simbólico todavía. Se usa el santo óleo para consagrar todas las cosas, manifestando con esto claramente que, como dice la Escritura, aquel que consagra todas las cosas permanece el mismo para siempre a través de todas las operaciones de su divina bondad. Por eso, la consagración de los santos óleos completa el don perfeccionante y gracia del nacimiento de Dios en las almas. De modo semejante, a mi modo de ver, uno puede explicarse el rito de purificación bautismal cuando el obispo extiende unas gotas de óleo en forma de cruz. Con ello muestra a quienes pueden presenciarlo que Jesús, en su más gloriosa y divina humillación, quiso morir en cruz a fin de que nosotros naciésemos para Dios. Así bondadosamente arrancó del absorbente abismo de muerte a todo el que, según la misteriosa expresión de la Escritura, ha sido bautizado "en su muerte" y los renueva con vida eternamente divina.

11. Además, después de iniciarnos santamente en el sacramento del divino nacimiento, con la unción perfumante de los santos óleos recibimos la visita del Espíritu Santo. Estos símbolos significan, a mi entender, que aquel cuya naturaleza humana fue consagrada por el Espíritu Santo, permaneciendo inmutable su divinidad, cuida ahora de que el Espíritu Santo descienda sobre nosotros.

12. Advierte también esto. Según las leyes sobre los santos sacramentos, se consagra el altar de Dios derramando aceite sobre él. El sentido de todo esto hay que buscarlo más allá de los cielos, por encima de todo ser; está en aquella fuente, aquella esencia, aquel poder perfeccionante que causa toda santidad en nosotros. Porque es en Jesús mismo, nuestro divinísimo altar, donde se logra la consagración de los seres inteligentes. En Él, como dice la Escritura, "tenemos acceso" a la consagración y nos ofrecemos místicamente en holocausto. Así, pues, echemos una mirada sobrenatural al altar de los divinos sacrificios, consagrado con óleo santo. Es Jesús santísimo quien se ofrece por nosotros. El es quien nos concede la plenitud de su propia santificación y nos dispensa misericordiosamente como a hijos de Dios todo lo que en Él se realiza. A mi parecer, los jefes de nuestra jerarquía recibieron de Dios la inteligencia de los símbolos jerárquicos y llamaron tcXEtiv (perfeccionante) a este rito litúrgico de los santos óleos por razón de su acción. perfeccionante. Es, por decirlo así, el rito de Dios que celebra en doble sentido su divina operación perfeccionante. Dios, ante todo, habiéndose hecho hombre, se santificó por nosotros, y, en consecuencia, este acto divino es fuente de toda perfección y de toda santificación.

Con respecto al canto sagrado que Dios inspiró a los profetas, los que saben hebreo lo traducen como sigue "Bendito sea Dios" o "Alabad al Señor". Toda santa operación y aparición de Dios puede representarse en jerárquica composición de símbolos. Viene al caso recordar aquí el himno revelado por Dios mismo a los profetas, pues nos enseña clara y santamente que los beneficios de la Deidad merecen justa alabanza.


CAPÍTULO V: I. De las consagraciones sacerdotales. Poderes y actividades

1. Tal es la santísima consagración de los óleos. Habiendo tratado ya de estos actos sagrados, es el momento de explicar los órdenes clericales, sus funciones poderes, actividades y consagraciones con los tres órdenes que lo constituyen. Todo esto para mostrar el ordenamiento de nuestra jerarquía y cómo en su pureza ha rechazado y excluido cuanto sea desorden, desarmonía y confusión. Antes bien, ha manifestado el orden, armonía y distinción proporcionada dentro de los órdenes sagrados.

En relación a la triple división de toda jerarquía creo haber dicho ya bastante sobre las jerarquías en el tratado precedente. Allí dije que, según nuestra santa tradición, cada jerarquía se divide en tres órdenes.

Están los santos sacramentos y quienes, inspirados por Dios, los conocen y enseñan. Asimismo, quienes reciben santamente su instrucción.

2. La santísima jerarquía de los seres que viven en el Cielo tiene por naturaleza como sacramento esta intelección completamente inmaterial de Dios y de los misterios divinos. Tienen la propiedad de ser como Dios y de imitarle lo más posible. Los que están más cerca de Dios guían a otros y con su luz los llevan a esta sagrada perfección. A los órdenes sagrados inferiores en la escala les confieren bondadosamente, en proporción a su capacidad, el conocimiento de las obras de Dios, que siempre les otorga la Deidad, perfección absoluta y fuente de sabiduría para los seres divinamente inteligentes. Estos primeros seres elevan santamente a los siguientes con su mediación hasta las obras sagradas de la Deidad. Los segundos forman el orden de los iniciados, y así se los llama con razón.

Como continuación de la jerarquía celeste y trascendente, la Deidad extiende sus dones más sagrados a nuestro campo; según la Escritura, nos trata como a "niños". Nos otorga la jerarquía de la Ley velando la verdad con imágenes oscuras. Se sirve de las más descoloridas copias del original. Acude a difíciles enigmas y símbolos cuyo significado cuesta mucho comprender. Para no herirlos dio luz proporcionada a los débiles ojos de quienes la contemplan. En la jerarquía de la Ley el "Sacramento" consistía en elevarse a la adoración en espíritu. Guías eran aquellos a quienes Moisés, el primer maestro y jefe entre los sacerdotes de la Ley, los preparó para el santo tabernáculo. Fue él quien, para edificación de otros, escribió sobre el santo tabernáculo las instituciones de la jerarquía legal. Describió todas las acciones sagradas de la Ley como figuras de lo que había visto en el Sinaí. Iniciados son aquellos a quienes estos símbolos de la Ley elevan, en cuanto les es posible, a una más perfecta iniciación.

Ahora, según afirma la Sagrada Escritura, nuestra jerarquía representa una más perfecta iniciación, porque es cumplimiento y término de la antigua Ley. Es a la vez celeste y legal por estar situada entre los dos extremos. Con una comparte la contemplación intelectual, con la otra tiene en común el empleo de símbolos varios derivados del orden sensible por medio de los cuales se eleva santamente hacia lo divino. Como toda jerarquía, se divide también en tres órdenes: primero, mediano y último. Esto se ha establecido con el fin de lograr la proporción conveniente a los objetos sagrados y conseguir la cohesión armoniosa de todos sus elementos entre sí.

3. El primer efecto deificante de la santísima operación sacramental es la sagrada purificación de los no iniciados. El segundo es iluminar e iniciar a los ya purificados. El tercero, que comprende los dos anteriores, es el efecto de perfeccionar a los iniciados en el conocimiento de los misterios a que tienen acceso.

El rango de los sagrados ministros se clasifica de la siguiente manera: el primer orden tiene poder para purificar, por medio de los sacramentos, a los imperfectos: el del medio, para iluminar a los ya purificados; los del tercer rango disfrutan del poder más maravilloso de todos. pues abrazando a cuantos comunican con la Luz de Dios los perfecciona, además, por el conocimiento más logrado de sus iluminaciones contemplativas.

Con respecto a los iniciados, su primera propiedad es la purificación. A los del rango medio, después ya de la purificación, les corresponde la iluminación, facilitándoles la contemplación de algunos misterios sagrados. Los del tercero tienen poder más divino que los otros para conocer la ciencia perfectamente clara de las santas iluminaciones que les han sido dadas a contemplar.

Algo se ha dicho ya del triple poder en relación a los efectos de los sacramentos. Por las Santas Escrituras se ha demostrado que el nacimiento de Dios en nosotros es una purificación y una iluminación esplendorosa; que los sacramentos de la comunión y del crisma proporcionan conocimiento y ciencia de las operaciones divinas, y mediante éstos se logra la elevación unificante hacia la Deidad y la comunión santísima con Ella.

Pero ahora nos queda por ver la manera como la jerarquía clerical se compone de tres órdenes: el que purifica, el que ilumina y el que perfecciona.

Ha dispuesto la santísima Deidad que los seres del segundo rango sean elevados al rayo divinísimo por mediación de los primeros. ¿No observamos esto mismo en el orden sensible, donde los seres elementales se unen primero con los más afines y por su medio transmiten a los otros su actividad? Por lo cual, con mucha razón el Principio sacramental de todo orden invisible y visible dispone que los rayos de la actividad divina lleguen primero a los seres más semejantes a Dios, y que, siendo sus mentes las más diáfanas y mejor dispuestas por naturaleza para recibir y pasar la luz, a través de ellas este principio transmita la luz y se manifieste a sí mismo a los seres inferiores, en la medida de su capacidad.

Por eso, a los del primer rango que contemplan a Dios les corresponde revelar sin envidia a los del segundo lo que ellos han visto, conforme los segundos puedan recibir. Iniciar a los otros en la jerarquía es oficio de quienes han aprendido con perfecta ciencia el secreto divino de cuanto se refiere a su jerarquía y a quienes fue dado el poder sacramental de la iniciación. Aquellos que disfrutan de ciencia y participación perfectas en las consagraciones clericales tienen la misión de comunicar todo lo sagrado, según que los otros lo merezcan.

El orden divino de los obispos es, por tanto, el primero de los que contemplan a Dios. Es el orden primero y último, pues en él tiene cumplimiento y termina la jerarquía humana. Cualquier jerarquía individual culmina en el propio obispo, como observamos que toda jerarquía termina en Jesús. El poder del orden de los obispos se extiende a todos los demás órdenes y realiza los misterios sagrados de su jerarquía a través de cada uno de los demás órdenes sagrados. Pero al orden episcopal en particular, más que a ninguno de los otros, la ley divina ha confiado las actividades del ministerio sagrado. Sus actuaciones litúrgicas, en efecto, son imagen del poder de la Deidad. Con esto, los obispos llevan a perfección los símbolos más santos y distintos órdenes sagrados. Aun cuando los sacerdotes puedan presidir algunas de las sagradas ceremonias, a ninguno de ellos le está permitido conferir el nacimiento de Dios en el alma sin usar los santos óleos. No podría consagrar los misterios de la Sagrada Comunión sin haber puesto primero en el altar los símbolos de la Comunión. Más aún, no habría sido sacerdote si el obispo no le hubiese llamado a la ordenación. Dios ha dispuesto que sólo los poderes sacramentales de los obispos, hombres santos, puedan lograr la santificación de los órdenes clericales, la consagración de los óleos y el rito de consagrar el altar.

6. Así, pues, el orden de los obispos posee en plenitud el poder de consagrar. En particular, él es quien confiere los otros órdenes jerárquicos. El enseña y hace entender a otros los misterios sagrados, sus propiedades y poderes. El orden iluminador de los sacerdotes guía a los iniciados hasta la recepción de los sacramentos. Así procede bajo la autoridad de los santos obispos y en comunión con ellos ejercita las funciones del propio ministerio. Da a conocer las obras de Dios por medio de los símbolos sagrados y prepara a los postulantes a contemplar y participar de los santos sacramentos. Pero a cuantos desean pleno conocimiento de los ritos contemplados, el sacerdote los manda al obispo.

El orden de los diáconos purifica y somete a prueba a quienes no llevan la semejanza con Dios dentro de sí mismos. Proceden así antes de presentarlos a las acciones litúrgicas que realizan los sacerdotes. Purifica a cuantos se acercan despojándolos de toda participación en el mal. Los instruye para que vean y reciban la comunión. Por eso, durante la ceremonia del nacimiento de Dios en el alma, los diáconos desnudan del antiguo vestido al postulante y le quitan las sandalias. Le ponen mirando al Occidente para la abjuración y le vuelven al Oriente, pues corresponde a los diáconos el poder de purificar. Son ellos los que le invitan a renunciar a los hábitos de su vida anterior. Le hacen ver las tinieblas en que ha vivido hasta ahora. Le enseñan a abandonar las sombras y orientarse hacia la Luz.

Por tanto, al orden de los diáconos corresponde el oficio de purificar, y a los ya purificados, elevarlos hasta las luminosas funciones de los sacerdotes. Purifica de toda mancha a los imperfectos e infunde en ellos las luces y lecciones purificantes de las Escrituras. A los sacerdotes los preserva del contacto con lo profano. La jerarquía, por eso, ha dispuesto que se pongan a las puertas de la iglesia para que los postulantes aprendan que han de estar totalmente purificados antes de ser admitidos en presencia de los misterios sagrados. Los diáconos se encargan de prepararlos a entrar santamente en comunión con los sagrados misterios, de manera que entren en el santuario los limpios de alma.

7. He mostrado ya que corresponde al orden episcopal el oficio de consagración y de perfección; al de presbíteros, iluminar las almas. Misión de los diáconos es purificar y discernir quiénes lo están o no. Porque, si bien los inferiores no se atreverán a usurpar sacrílegamente las funciones de los superiores, los poderes más divinos poseen, además del propio conocimiento, el correspondiente a los de rango inferior y sus propias perfecciones. No es menos cierto que, pues las distinciones sacerdotales figuran simbólicamente las operaciones divinas, y porque conceden la iluminación correspondiente al inconfuso y puro orden de sus operaciones, se las ha ordenado jerárquicamente conforme a los tres grados: primero, medio y último, de sus santas operaciones y de sus santos órdenes, como ya he dicho, a imagen del orden y distinción propios de las operaciones divinas.

La Deidad primero purifica las mentes donde penetra y luego las ilumina. Siguiendo su iluminación, las perfecciona en su plena conformación con Dios. Siendo esto así, es claro que la jerarquía, a imagen de lo divino, se divida en distintos órdenes y poderes para manifestar que las actuaciones de la Deidad sobresalen por su santidad y pureza, permanencia y distinción de sus órdenes.

Y como he expuesto ya lo mejor que pude los órdenes clericales, sus funciones, poderes y actos, veamos ahora lo mejor que podamos cómo son santamente consagradas.


II. Misterio de las consagraciones sacerdotales

Para su ordenación, el obispo dobla las dos rodillas enfrente del altar. Sobre su cabeza las Escrituras que Dios ha revelado y la mano del obispo que le ordena. Con santas invocaciones procede éste a la ordenación. El sacerdote dobla ambas rodillas delante del altar de Dios. El obispo pone la mano derecha sobre su cabeza, y así le santifica con las invocaciones de la ordenación. El diácono dobla una sola rodilla delante del altar. El obispo le pone la mano derecha sobre la cabeza y le consagra con invocaciones correspondientes a las funciones de diácono. El obispo traza la señal de la cruz sobre cada uno de los que ordena, le proclama y da el beso de ordenación. Todos los clérigos presentes a la ceremonia, luego que el obispo da el beso a cada uno de los ordenados, hacen lo mismo con los que han recibido cualquiera de las órdenes mencionadas.


III. Contemplación

Común a la ordenación clerical de jerarcas, sacerdotes y diáconos son la presentación ante el altar, la genuflexión, la imposición de manos del obispo, la señal de la cruz, la proclamación, el beso final. Ceremonia especial y propia del obispo es la imposición de las Santas Escrituras sobre su cabeza, que no se hace con los otros órdenes inferiores. Luego está el doblar ambas rodillas los sacerdotes, algo que no ocurre en la ordenación de los diáconos, los cuales se arrodillan con una sola rodilla, como ya dije.

La presentación y la genuflexión ante el altar enseñan a todos los que reciben órdenes clericales que han de consagrar plenamente sus vidas a Dios, fuente de toda consagración. Enseñan que han de ofrecer la inteligencia santa, pura, semejante a la divina, digna en cuanto sea posible del altar de Dios, perfectamente santo y sagrado, que consagra las inteligencias deiformes.

La imposición de manos del obispo significa que los órdenes reciben sus atributos y poderes, a la vez que su liberación de las fuerzas del mal, de aquel que es fuente de protección para todo consagrado. Son como niños piadosos bajo el cuidado de su padre. Les enseña también este rito a desempeñar su oficio clerical como si estuvieran a las órdenes de Dios, teniéndole como guía en todas sus actividades.

La señal de la cruz significa la renuncia a todo deseo carnal. Indica una vida entregada a imitación de Dios, firmemente orientada hacia la vida divina de Jesús, Verbo encarnado. El, estando limpio de todo pecado, se humilló a sí mismo hasta la muerte, y muerte de cruz. El marca con la señal de la cruz, que es imagen de su propia impecabilidad, a todos los que le imitan.

La proclamación que hace el obispo con respecto a la ordenación y a los ordenados significa el misterio de la elección divina. El ordenante, en su amor de Dios, es intérprete y afirma que no los llama a la ordenación basándose en su propio juicio, sino movido por inspiración divina que le guía en cada ordenación jerárquica. Así Moisés, el fundador de la jerarquía legal, no confirió la ordenación sacerdotal a Aarón, su hermano, a quien reconoció amigo de Dios y digno del sacerdocio, hasta que Dios mismo se lo mandó. Le concedió hacerlo en nombre de Dios, que es fuente de toda consagración y plenitud sacerdotal. Nuestro primer y divino consagrante es Jesús. En su infinito amor por nosotros se impuso este cargo y "no se exaltó a sí mismo", como dice la Escritura. Antes bien, fue consagrante aquel que dijo: "Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec". Más aún, cuando El confirió la ordenación a los propios discípulos, aun cuando por ser Dios era la fuente de toda consagración, vemos que refirió el hecho de la consagración a su Padre y al Espíritu Santo. Como testifica la Escritura, mandó a sus discípulos "no apartarse de Jerusalén, sino esperar la promesa del Padre, que de mí habéis escuchado; [...] seréis bautizados en el Espíritu Santo". De modo semejante, cuando el jefe de los apóstoles convocó a sus iguales, los diez obispos, para conferir el sacerdocio a otro duodécimo, prudentemente dejó la elección a Dios diciendo: "Muestra a cuál de éstos escoges". Recibió en el colegio de los Doce a aquel sobre quien cayó la divina suerte. Y ¿en qué consiste la suerte divina que cayó sobre Matías? No encuentro satisfactoria ninguna de las muchas respuestas que de esto se dan, por lo cual pienso: Me parece que la Escritura llama "suerte" divina al don que manifestó a la asamblea de los apóstoles quién era el elegido por Dios, ya que no es por elección propia como el santo obispo debe conferir la ordenación sacerdotal. Más bien es por inspiración sobrenatural como ha de realizar la sagrada ceremonia de forma jerárquica y celestial.

6. El beso al final de la ordenación sacerdotal tiene también un sentido sagrado. Besan al recién ordenado los clérigos asistentes y el obispo consagrante. Cuando una inteligencia santa, por cualidades y poderes dignos de su función sagrada, por su vocación divina, por el sacramento que se confiere, accede a la dignidad sacerdotal, merece el amor de sus iguales y de todos los que pertenecen a los órdenes más sagrados. Es elevado a hermosura tal, que le pone en plena conformidad con Dios. Ama las inteligencias, sus semejantes, y recibe en cambio su santo amor. Por tanto, la ceremonia del beso que se intercambian los colegas sacerdotes está muy puesta en razón. Significa la comunión sagrada que forman las inteligencias semejantes y el amor gozosamente compartido que conserva la hermosura de toda jerarquía en conformidad con Dios.

Estas son, como he dicho, las ceremonias comunes a las ordenaciones sacerdotales. Pero sólo al obispo se le imponen las Escrituras sobre la cabeza. Los obispos, hombres de Dios, poseen pleno poder sacerdotal para santificar y enseñar. Se lo confiere la bondad divina, fuente de toda santidad. Por eso se les imponen sobre la cabeza las escrituras que Dios nos entregó y nos revelan todo lo que podemos conocer de Dios, todas sus actuaciones y palabras, apariciones, sus santos dichos y hechos. En breve, todo lo que la Deidad ha querido transmitir a la jerarquía humana, todo cuanto Dios santamente ha hecho o dicho. El obispo que viva según Dios y disfrute plenamente de poderes episcopales no se contenta solamente con el gozo de la verdadera y divina iluminación intelectual que viene de toda palabra y acto litúrgico. Lo transmite a los demás, conforme al rango jerárquico que ocupen. Porque está dotado del conocimiento más divino, del mayor poder de elevación espiritual y celebra las ordenaciones más santas de la jerarquía.

Se distingue la ordenación sacerdotal porque se arrodilla con ambas rodillas, mientras que los diáconos sólo con una. En esa posición los ordena el obispo.

El arrodillarse indica la humildad con que se acerca el postulante para ponerse bajo la protección divina. Como he dicho con frecuencia, hay tres clases de iniciadores sagrados que, por medio de tres santos sacramentos, se encargan de poner bajo el yugo divino a tres órdenes de iniciados y asegurarles la salvación. Es natural, pues, que el orden de diáconos, cuya misión es únicamente purificar, deba acercarse a los ya purificados, y doblar una sola rodilla colocándose junto al altar donde mentes limpias de toda mancha se santifican de manera superior a lo humano.

Pero los sacerdotes doblan ambas rodillas porque su misión no se limita a la purificación de quienes se acercan. Elevándolos por medio de las acciones litúrgicas que ellos celebran, después de haberlos purificado de toda mancha, los sacerdotes los perfeccionan para que posean la propiedad estable de poder entrar en contemplación. Con respecto al obispo, habiéndose arrodillado con ambas rodillas, recibe sobre su cabeza las Escrituras que Dios nos ha dado. A quienes los diáconos han purificado y los sacerdotes han iluminado, el obispo los dirige hasta que entiendan los sagrados misterios en que ya se iniciaron. Lo hace conforme a las leyes jerárquicas y en la medida que ellos puedan recibirlo. Así perfecciona a los iniciados a fin de que su santificación sea para ellos lo más perfecta posible.


CAPÍTULO VI: I. De los órdenes que forman los iniciados

1. Estos, pues, son los órdenes sacerdotales, sus poderes, sus actividades, sus consagraciones. Digamos ahora algo sobre los tres órdenes de los iniciados que les están sumisos.

Digo que forman los órdenes de los que están en vías de purificación aquellos que son despedidos de los actos y consagraciones de que ya hice mención. Ante todo, aquellos a quienes los diáconos les están instruyendo todavía y formándolos en las Escrituras, que los encaminan a la vida verdadera. A continuación, aquellos que siguen instruyéndose en las buenas obras de la Escritura para volver a la vida santa de que se apartaron. Luego los débiles, que se asustan de los ataques del enemigo; el poder de la Escritura está en vías de fortalecerlos. Vienen después los que están todavía en el pasaje del pecado a la santidad. Finalmente, los que carecen aún de perseverancia, aunque se sienten atraídos por la virtud y la firmeza.

Estos son los órdenes formados por quienes están en vías de purificación bajo el cuidado y poder purificador de los diáconos. Gracias a este poder pueden aquellos acceder a la contemplación y a la comunión iluminadoras de los sacramentos más luminosos.

Forman el orden intermedio los que se inician en la contemplación de algunos misterios sagrados y que, estando ya bien purificados, participan de ellos según su capacidad. Este grupo, para su iluminación, se ha confiado a los sacerdotes. Es evidente, a mi parecer, que, estando purificados de cualquier mancha oculta y con mentes sólidamente formadas en santidad, los miembros de este grupo lleguen a conseguir un estado habitual de contemplación. Participan, en la medida de sus fuerzas, de los símbolos sagrados, y esta contemplación y comunión los llena de santa alegría. En la medida de sus fuerzas, y gracias a su capacidad ascensional, se elevan hasta el amor divino de lo que ya conocen. A este orden llamo yo pueblo santo. Ha sufrido una purificación completa, por lo cual es apto para la visión sagrada y comunión de los sacramentos más luminosos, en cuanto es posible.

El santo orden de los monjes es el más excelso de todos los iniciados. Ya están purificados de toda mancha y tienen pleno poder y santidad completa en sus actividades. Dentro de lo posible, este orden ha entrado en la sagrada actividad contemplativa y ha logrado contemplación y comunión intelectual. Se le ha confiado el poder perfeccionante de los obispos, esos hombres de Dios cuyas acciones iluminadoras y tradiciones jerárquicas le han iniciado, según sus fuerzas, en las santas operaciones sacramentales. Se elevan, gracias a esta ciencia sagrada, y según sus propios méritos, hasta la más completa perfección correspondiente a este orden. Por eso nuestros santos jefes consideraron que tales hombres eran dignos de varias denominaciones sagradas. Alguien los llamó "terapeutas" o cuidadores. También "monjes", por la perfección con que celebran el culto, es decir, el servicio de Dios, y porque su vida, lejos de andar dividida, permanece perfectamente unificada por su sagrado recogimiento, que excluye toda distracción y los capacita para llevar a perfección un peculiar género de vida que los identifica con Dios y los abre a la perfección del amor divino. Por eso, la institución sagrada les ha otorgado una gracia perfeccionante y juzgado dignos de hacer una invocación santificadora que no esté reservada al obispo (como exclusivo de él es ordenar sacerdotes), sino a los sacerdotes piadosos, que dan santamente bendiciones jerárquicas.


II. Misterio de la consagración de un monje

El sacerdote, puesto de pie frente al altar, canta la invocación de la consagración de un monje. Este se coloca de pie, detrás del sacerdote, y no se arrodilla ni con una ni con las dos rodillas. No se le imponen las Escrituras sobre la cabeza. No hace más que estar de pie mientras el sacerdote canta sobre él la invocación mística Al final de ésta, el sacerdote se acerca. Antes de nada le pregunta si está dispuesto a rechazar las obras y los mismos pensamientos que puedan crear división en su vida. Le recuerda las normas reguladoras de la vida perfecta y claramente le advierte que no ha de contentarse con vida de simple medianía. Una vez que el iniciado promete hacerlo, el sacerdote le marca con la señal de la cruz, le corta el pelo e invoca a las tres Personas de la Deidad santísima. Le despoja de sus vestiduras e impone el nuevo hábito. Luego, junto con los demás sacerdotes asistentes a la ceremonia, le da el beso de paz y le confiere el derecho de participar en los sagrados misterios.


III. Contemplación

1. El hecho de que no se arrodille ni se le impongan las Escrituras sobre la cabeza, y que esté de pie mientras el sacerdote pronuncia la invocación, todo esto significa que el orden monacal no tiene el oficio de dirigir a otros, sino que se identifica como estado de santa soledad, haciendo lo que manden los sacerdotes. Por su fiel observancia, le elevan espiritualmente a la ciencia divina de los misterios a que pueda asistir.

2. La renuncia a todas las actividades y fantasías que pudieran conducirle a una vida de división consigo mismo expresa la más perfecta sabiduría de la vida monástica en que florece la inteligencia de los mandamientos conducentes a la unificación. Ya he dicho que entre estos iniciados no hay orden medio, porque es el más sublime de todos. De ahí que sea perfectamente correcto para individuos del orden medio lo que frecuentemente está prohibido a los monjes. Su vida está simplificada y se han obligado a estar unificados con el Uno, unidos con la santa Unidad; a imitar en cuanto les sea posible la vida sacerdotal de aquellos con quienes están más familiarizados que los órdenes de los otros iniciados.

3. La señal de la cruz proclama, como ya he dicho, la muerte de todo deseo carnal. La tonsura simboliza una vida pura y perfectamente liberada, sin adornos de apariencias imaginarias; antes bien, elevada espontáneamente. Bellezas no hechas por mano de hombres levantan al alma en unidad y simplificación hasta configurarse con Dios.

4. El despojarse del antiguo vestido y ponerse otro diferente representa el paso de la vida santa de orden mediano a otro de mayor perfección. Porque la ceremonia del nacimiento en Dios lleva consigo el cambio de vestido para significar la elevación espiritual de una vida purificada hasta las más altas cumbres de contemplación e iluminación.

El beso que dan al iniciado el sacerdote y los demás asistentes es muestra del santo estado de comunión en que se unen todos los configurados con Dios por lazos gozosos de amor mutuo y congratulación.

5. Al concluir estas ceremonias, el sacerdote invita a los iniciados a tomar parte en la comunión con Dios. Esto muestra de forma sagrada que el iniciado, si alcanza realmente el estado monástico y de unificación, no sólo va a contemplar los mistemos que le son a él manifiestos, ni vivirá solamente como los del orden medio en comunión a través de los símbolos. Por el santo conocimiento de las ceremonias en que ya participa será admitido en la comunión con Dios de modo muy diferente a como se admite en general al pueblo santo.

Por la misma razón, el obispo invita a los sacerdotes que ordena a que, pasado el momento culminante de la consagración, durante la ceremonia, reciban de su mano la Sagrada Eucaristía. Esto es así no sólo porque recibir los misterios sagrados es el punto culminante de la participación jerárquica, sino también porque todos los órdenes sagrados participan, cada cual a su manera, en el don divino de la comunión, por estar espiritualmente elevados y más o menos deificados.

Resumamos ahora. Los santos sacramentos proporcionan purificación, iluminación y perfección. Los diáconos forman el orden que purifica. Los sacerdotes, el de la iluminación. Los obispos, que viven configurados con Dios, constituyen el orden de los perfectos.

Los que están en vía purgativa, mientras duren en tal estado, no participan ni de la visión de los misterios ni en la comunión sagrada. Orden de contemplativos es el pueblo santo. Constituyen el orden de los perfectos los monjes, porque han unificado sus vidas. Así, santa y armoniosamente dividida en órdenes, según las revelaciones divinas, nuestra propia jerarquía presenta la misma estructura que las jerarquías celestes. Conserva con especial cuidado las propiedades que la asemejan y configuran con Dios.

6. Dirás que en las jerarquías celestes no existe orden alguno en vía purgativa, pues no sería justo ni cierto decir que haya en el Cielo algún orden impuro. Decir que los ángeles no son totalmente puros, negándoles la plenitud de pureza trascendente, supone haber perdido todo sentido de lo sagrado. Si algún ángel se dejare llevar del mal sería inmediatamente desechado de la armonía del Cielo y privado de la compañía de los divinos seres-inteligencias. Sucumbiría en las tinieblas, donde moran los apóstatas.

Y, sin embargo, podemos afirmar que en la jerarquía celeste hay algo correspondiente a la purificación de los seres inferiores: es la iluminación, que santamente les revela lo que estaba oculto hasta entonces para ellos. Los conduce a un mayor conocimiento de la sabiduría divina. En cierto sentido, los purifica de su ignorancia de verdades previamente desconocidas. Y por medio de los seres superiores y más divinizados los eleva a las cumbres más luminosas de los divinos resplandores.

Cabria distinguir también, dentro de la jerarquía celeste, entre aquellos que están totalmente iluminados, perfectos, y los órdenes que proporcionan purificación, iluminación y perfección. Los seres más elevados y divinos tienen el triple oficio, en correlación con la jerarquía celeste, de purificar de toda ignorancia a los órdenes celestes inferiores a ellos, de darles plena iluminación y finalmente de perfeccionarlos en su conocimiento de la sabiduría divina. Pues, como ya he dicho, conforme a las Escrituras, los órdenes celestes no poseen en igual medida la luz que los capacita para entender los misterios de Dios. Es Dios mismo quien ilumina directamente a los órdenes de la primera jerarquía y, por medio de ellos, a los órdenes inferiores, conforme a la capacidad de cada uno. Difunde sobre todos ellos los fulgurantes resplandores del Rayo divino.


CAPÍTULO VII: I. Los ritos de difuntos

1. Expuesto lo que precede, creo que debemos hablar ahora de nuestros sagrados ritos de difuntos. Difieren según se trate de santos o de profanos, pues diferentes fueron sus vidas y sus muertes. Aquellos que han vivido santamente, fieles a las verdaderas promesas de la Deidad, cuya verdad han podido contemplar en la Resurrección, disfrutan de gozo inmenso. Animados de firme y verdadera esperanza, caminan hasta la frontera de la muerte, final de sus santos combates. Están ciertos de que para ellos habrá una total resurrección que les dé vida eterna, de completa salvación. Almas santas, que en esta vida pueden caer en pecado, en su renacimiento conseguirán inquebrantable unión con Dios. Y los cuerpos puros, subyugados y peregrinos lo mismo que sus almas, alistados entre el número de combatientes por la misma causa, serán también galardonados por los sudores en servicio de Dios. Obtendrán para siempre el premio de la resurrección y la misma vida de que disfrutan las almas.

Cuerpos unidos a las almas santas de las que fueron compañeros en esta vida, han llegado a ser en cierto modo miembros de Cristo. Gozarán de inmortalidad dichosa en inquebrantable amistad con Dios. Por eso, los santos mueren con gozo en la hora final de su combate.

2. Algunos profanos piensan el absurdo de que los muertos vuelvan a la nada. Otros creen que la unión de alma y cuerpo se rompe para siempre, pues imaginan que seria impropio del alma estar sujeta al cuerpo en medio de su deificación feliz. Estas gentes, por falta de instrucción suficiente en la ciencia sagrada, no tienen en cuenta el hecho de que Cristo nos ha dado ya el ejemplo de vida humana en plena conformidad con Dios. Hay otros que atribuyen diversos cuerpos a las almas, por lo cual, a mi juicio, se muestran injustos con respecto a los cuerpos que han tomado parte en los combates de las almas santas. Indignamente les niegan la sagrada recompensa que han merecido al concluir su carrera divina. Otros, además, no sé cómo, llevados de ideas materialistas, imaginaron que la santa paz y bienaventuranza perfecta, prometida a los santos, se equipara a la felicidad terrena y, faltos de piedad, sostienen que quienes ya llegaron a ser semejantes a los ángeles, consumen alimentos igual que los de esta vida pasajera.

Jamás caerán en tal error los hombres santos, pues saben que todo su ser obtendrá la paz que los hará semejantes a Cristo. Cuando se aproximan al fin de sus vidas terrenas, ven muy claramente el camino que lleva a la inmortalidad. Celebran los dones de la Deidad y, llenos de gozo espiritual, ya no tienen miedo de caer en pecado, pues están convencidos de que tienen, y tendrán para siempre, el premio que han merecido.

En cambio, aquellos que están llenos de pecados y han recibido cierta preparación religiosa -iniciación que lamentablemente han arrojado del entendimiento para poder abandonarse a sus perniciosos deseos-, ésos, cuando lleguen al fin de sus días, se darán cuenta de que la ley divina de las Escrituras merece mayor atención. Ven ahora con muy diferentes ojos los placeres mortales, a los que ellos se entregaron tan apasionadamente. Les ocurre otro tanto con el santo camino de la vida que tan imprudentemente abandonaron y ahora elogian. Miserables e inseguros debido a sus vidas culpables, salen de esta vida sin esperanza santa que los guíe.

3. Nada de eso ocurre a hombres santos cuando les llega la hora de morir. Al final de sus combates, el justo está lleno de santa alegría y camina muy feliz por la vía del santo renacimiento. Sus allegados, los amigos de Dios, los de costumbres semejantes, le felicitan por haber llegado piadosamente triunfante a la meta. Cantan himnos de acción de gracias a aquel que logró esta victoria y piden les conceda también la gracia de tal paz. Luego levantan el cuerpo del difunto y le llevan, como si fueran a coronarlo por su victoria, ante el obispo. Este lo recibe gozoso, y conforme a las normas de la sagrada liturgia, da cumplimiento a las ceremonias establecidas para honrar a los que mueren santamente.


II. Misterios sobre aquellos que mueren santamente

Bajo la presidencia del obispo se reúne la asamblea santa. Si el difunto pertenecía a un orden sagrado se le deposita al pie del altar de Dios. Luego comienza el obispo las oraciones y acción de gracias a Dios. Si el difunto era uno de los santos monjes, o del pueblo santo, el obispo le pone enfrente del santuario, a la entrada del lugar sagrado, en sitio reservado para el clero. Seguidamente recita las preces de acción de gracias a Dios. Los diáconos leen entonces las promesas verdaderas contenidas en las Escrituras sobre nuestra santa resurrección y cantan los salmos que se refieren al mismo tema. A continuación, el jefe de los diáconos despide a los catecúmenos, proclama los nombres de los santos ya muertos y considera al recientemente fallecido digno de conmemorarle con aquéllos. A todos invita a orar para que alcance la gloria con Cristo. Luego, el santo obispo se acerca y recita una piadosísima plegaria sobre el finado. Al concluir besa al difunto y hacen lo mismo sus acompañantes. Después de esto, el obispo unge con óleo el cadáver y lo deposita junto a los restos de otros de su orden.


II. Contemplación

Si los paganos viesen u oyesen estas ceremonias por nuestros difuntos, creo que se reirían con ganas y les daría lástima de nuestros errores. Esto no debe sorprendernos, pues, como dice la Escritura, "si no tenéis fe, no entenderéis". A nosotros, en cambio, la luz con que Jesús nos iluminó nos ha hecho entender estos ritos. Afirmamos, pues, que no sin razón el obispo introduce los cuerpos de los difuntos y los deposita en el lugar reservado a los de su orden correspondiente. Con eso indica santamente que en el momento de la regeneración a cada uno le irá conforme a su vida aquí abajo. Quien haya llevado una vida de santa configuración con Dios -en cuanto esto le sea posible al hombre-, vivirá en estado de bienaventuranza para siempre. Si alguno vive justamente, pero no en plena conformidad con Dios, tendrá recompensa justa en proporción a sus méritos. En acción de gracias por esta justicia divina, el obispo recita una santa plegaria celebrando las alabanzas de la Deidad, que a todos libra de los poderes tiránicos y nos lleva a la perfecta equidad de sus juicios.

Los cantos y lecturas de las promesas divinas hablan ante todo de la bienaventuranza y de la paz que gozarán por siempre los que lleguen a la perfección. Se elogia el santo ejemplo del difunto y los vivos son estimulados a perfección.

3. Observa que en esta ceremonia no a todos los que están en vías de purificación se les manda salir como de costumbre. Los catecúmenos únicamente son excluidos del sagrado recinto. Estos no han sido todavía iniciados en ninguno de los sacramentos y estaría muy mal que los admitieran en cualquier ceremonia, aun cuando fuere en pequeña parte de ella, porque todavía no han recibido el primer don de luz por el nacimiento de Dios en el alma y, por consiguiente, no les está permitido ver los sagrados misterios. Los otros órdenes en vía de purificación ya han sido iniciados en la sagrada tradición. Cierto que continúan dejándose neciamente seducir por el pecado en vez de elevarse a mayor perfección, y por eso justamente se los excluye de estar presentes y de participar en la comunión con Dios por medio de los símbolos sacramentales. Si participasen indignamente en estas sagradas ceremonias, serían ellos las primeras víctimas de su propia necedad y perderían el respeto a los sagrados misterios y para consigo mismos. Pero está muy puesto en razón que se les admita en esta sagrada ceremonia, pues claramente adoctrinan nuestra serenidad ante la muerte los premios que las verdades de la Escritura prometen a los santos y los interminables suplicios de los impíos. Les sería muy provechoso asistir a esta ceremonia, donde el diácono proclama que quien acaba santamente será contado para siempre en la compañía de los santos. Quizá ellos sientan entonces deseos de un destino semejante y escuchando al diácono aprendan que son realmente felices los que mueren en Cristo.

4. Se adelanta luego el santo obispo y reza las preces sobre el difunto. A continuación le besa y asimismo los asistentes. La oración está dirigida a la Bondad de Dios, suplicando perdón por todos sus pecados de fragilidad y que sea puesto "en la luz de los vivientes", "en el seno de Abrahán, Isaac y Jacob, "donde gozo y alegría alcanzarán, y huirán la tristeza y los llantos".

5. Estos son, según yo creo, los premios más dichosos de los santos. Pues ¿qué puede compararse con la inmortalidad libre de toda pena y plenamente luminosa? Sin embargo, aquellas promesas deben expresarse con palabras lo más convenientes posible al alcance de nuestra flaqueza. Porque tales promesas exceden todo entendimiento, y los términos que las formulan quedan muy cortos en la verdad que contienen. Debemos creer lo que dice la Escritura: "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman".

Por seno de los santos patriarcas y de otros bienaventurados se entiende, yo creo, la perfecta bienaventuranza donde todos aquellos que vivieron identificados con Dios son acogidos en perfección siempre renovada de felicidad sin fin.

6. Aun cuando estés de acuerdo con lo que yo digo, podrás responder que no comprendes por qué el obispo suplica a la Bondad de Dios que perdone los pecados del difunto y le conceda el mismo orden y el mismo destino luminoso de quienes vivieron en conformidad con Dios. Si cada uno, en efecto, recibe de la justicia divina recompensa por el bien o mal que hizo en esta vida, y es el caso que el difunto ha terminado aquí su vida, entonces, ¿con qué plegaria podría el obispo conseguir para el difunto un cambio de estado diferente del que había merecido durante esta vida?

Yo sé bien que cada uno recibirá lo que merece, pues dice la Escritura que el Señor le ha cerrado la puerta y "reciba cada uno lo que hubiere hecho por el cuerpo, bueno o malo". La verdadera doctrina de la Escritura nos transmite el hecho de que las oraciones del justo aprovechan solamente a quienes lo merecen en esta vida, no después de morir. ¿Pudo Samuel conseguir algo para Saúl? ¿De qué le sirvieron al pueblo judío las oraciones de los profetas? Sería una locura pretender que un hombre a quien hubiesen sacado los ojos disfrute de la luz del sol, que reciben sólo los de ojos sanos. De igual manera se apoya en una esperanza vana quien pide oraciones a los justos mientras inutiliza la actividad normal de su santidad, negándose a recibir los dones de Dios y despreciando los mandamientos más evidentes de su divina bondad.

Conforme a las Escrituras, sin embargo, afirmo que las oraciones de los santos en esta vida son provechosísimas para quien anhela los dones de Dios, que se dispone a recibirlos y que, consciente de su fragilidad, busca la ayuda de una persona piadosa encomendándose en sus oraciones. Tal auxilio no puede menos de serle de la mayor ayuda, ya que le conseguirá los dones más divinos que desea. La Bondad de Dios le escuchará por hallarle tan bien dispuesto, por el respeto que muestra a los santos, por el laudable fervor con que pide los dones tan anhelados y por la vida que lleva de sinceridad con sus deseos y en conformidad con Dios. Pues Dios, en sus juicios, ha dispuesto que los dones divinos les sean concedidos por mediación de los que son dignos de distribuirlos y conforme a los méritos de quienes los reciben. Quizá alguno menosprecie este plan divino y, llevado de funesta presunción, se imagine poder despreciar la mediación de los santos entendiéndose directamente con la Deidad. Lo mismo si dirige a Dios peticiones indignas o impías, sin tener vivos deseos de los dones divinos, entonces pierde los frutos incluso de una oración defectuosa. Pero respecto a la plegaria mencionada, de la cual se sirve el obispo para orar por el difunto, hay que explicarla conforme a las tradiciones recibidas de nuestros jefes, los hombres de Dios.

7. Como dice la Escritura, el santo obispo da a conocer los planes de Dios, pues él es un enviado del Señor Dios de los ejércitos. Por lo que Dios le ha revelado en las Escrituras, él sabe que quienes han llevado vida muy piadosa reciben vida de Dios luminosísima, según los justos juicios de Dios y méritos de cada cual. La Deidad, llevada de su amor misericordioso al hombre, cierra los ojos a las faltas provenientes de la fragilidad humana. "Nadie -dice la Escritura- está libre de manchas". El obispo conoce bien las verdades prometidas en las Escrituras. Ora para que se cumplan y los que hayan llevado una vida santa reciban la merecida recompensa. Así se llega a semejanza de la Bondad de Dios buscando, como si fuese en provecho propio, dones en favor de los demás. Está cierto de que se cumplirán las promesas de Dios, y asimismo enseña a todos los asistentes que las gracias pedidas por el ejercicio de su ministerio les serán concedidas a cuantos lleven vida perfecta en Dios. El obispo, como intérprete de la justicia divina, se guardará de pedir algo contrario a lo que Dios desea y a sus divinas promesas. Por tanto, no recitará las preces por los que mueren en estado de impiedad. Hacerlo así seria faltar a su oficio de intérprete, obraría por iniciativa propia dentro de la jerarquía y no bajo la guía de aquel que es principio de todo sacramento. Además, porque Dios rechazaría su oración injusta respondiéndole con las precisas palabras de la Escritura: "Pedís y no recibís porque pedís mal". De este modo, el obispo, hombre de Dios, pedirá solamente lo que esté conforme con las promesas divinas, lo que agrade a Dios, lo cual Dios ciertamente le concederá. Muestra así ante Dios, amador del bien, que su conducta está siempre de acuerdo con el Bien. Manifiesta igualmente a los asistentes que bienes van a recibir los santos.

De igual manera, los obispos, como intérpretes de la justicia divina, tienen poder de excomulgar. Esto no quiere decir que la Deidad condescienda con sus caprichos, valga la expresión, porque el obispo obedece al Espíritu, fuente de todo sacramento, y habla por su boca. Excomulga a los que Dios ha juzgado ya. Está escrito: "Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos". Y a quien Dios Padre ilumina con su revelación santa está dicho en la Escritura: "Y cuanto atareis en la tierra, será atado en los cielos, y cuanto desatareis en la tierra, será desatado en los cielos".

De este modo, Pedro, y los obispos también, han recibido del Padre poder de juzgar, y siendo ellos hombres que explican la revelación, tienen la misión de admitir a los amigos de Dios y excluir a los impíos. Las palabras con que Pedro reconoce a Dios no proceden de su invención, pues dice la Escritura: no de la carne ni de la sangre, sino de la luz y moción divina que le inició en los sagrados misterios. Asimismo, los obispos de Dios han de usar su poder de excomulgar y también sus otros poderes jerárquicos en la medida que los induzca a ello la Deidad, fuente de todo sacramento. Todos han de obedecer a los obispos siempre que actúen en cuanto tales, pues Dios mismo los inspira. "El que a vosotros desecha -dice-, a mí me desecha".

8. Pero procedamos a lo que sigue a la oración mencionada. Cuando todo ha concluido, el obispo y los demás acompañantes dan el beso de paz al difunto, pues los que viven según Dios se muestran complacidos y respetuosos con quien ha llevado una vida santa. El obispo, después del beso, unge con óleo el cuerpo del difunto. Recuerda que el iniciado comienza su participación en los sagrados símbolos con la unción de los santos óleos durante el nacimiento de Dios en su alma antes de recibir el bautismo, después de cambiar sus antiguas vestiduras por las nuevas. Ahora, en cambio, extiende el santo óleo sobre el cuerpo del difunto cuando todo ha concluido. El iniciado era entonces llamado al santo combate; ahora la efusión del óleo pone de manifiesto que el difunto ha combatido hasta la victoria.

9. Luego de estas ceremonias, el obispo deposita el cuerpo en lugar honorable, a continuación de otros cuerpos de los santos de igual dignidad. Si el difunto, en efecto, ha llevado en alma y cuerpo una vida agradable a Dios, su cuerpo merecerá participar en los honores tributados al alma con quien ha compartido los combates sagrados. Por eso la justicia divina asocia el cuerpo al alma cuando le llega el juicio, porque el cuerpo la acompañó a lo largo del mismo viaje, por la santidad o por la impiedad. En consecuencia, las instituciones sagradas a ambos les conceden participar en lo divino. Al alma, por medio de pura contemplación y el conocimiento de los ritos sagrados. Al cuerpo, por la imagen de los santos óleos y por el símbolo de la Sagrada Comunión. Así se santifica toda la persona, logrando la obra santa de santificación integral, y el conjunto de ritos litúrgicos anuncian la plena resurrección que nos llegará.

10. En cuanto a las invocaciones consecratorias, sería impropio poner por escrito lo que significan, ni podría revelarse públicamente el sentido oculto y poder de Dios que contienen. La sagrada tradición nos enseña que debemos aprenderla por un proceso completamente privado. Debes perfeccionarte en el amor de Dios y de sus obras santas, llevando una vida espiritualmente más elevada, más santa. Aquel que es fuente luminosa de todo sacramento te elevará espiritualmente al conocimiento supremo de sus misterios.

11. Tú dirás, sin embargo, que podría ser objeto de burla por parte de los impíos el hecho de que a los niños, a pesar de su incapacidad para entender los misterios divinos, se les admita al sacramento del nacimiento de Dios en el alma y a la Sagrada Comunión. Efectivamente, podría parecer que el obispo enseña los misterios divinos a quienes no pueden entenderlos y que transmite las tradiciones a incapaces de comprender. Todavía más ridículo les resulta el hecho de que otros, en lugar de los niños, respondan a las renuncias y promesas sagradas.

Tú, como obispo, lo entiendes y no debes enojarte con los que están equivocados. Antes bien, procura guiarlos a la luz refutando amablemente sus objeciones y explicándoles, como advierte la santa Ley, que nuestro conocimiento está lejos de abarcar todos los misterios divinos, muchos de los cuales no están al alcance del entendimiento. Solamente los órdenes superiores a nuestra condición humana conocen estos misterios que son dignos de su naturaleza divina. Muchos de ellos sobrepasan a los seres más elevados, de manera que los conoce plenamente sólo la Deidad, fuente de toda sabiduría. Sin embargo, digamos lo que nuestros santos maestros, familiarizados con las tradiciones más antiguas, nos han transmitido. Afirman con toda verdad que si se educa a los niños en la sagrada Ley adquieren santas costumbres y no sucumbirán en los errores y tentaciones de una vida impía. Conscientes de esta verdad, nuestros santos maestros decidieron que seria bueno admitir a los niños a los sacramentos, pero a condición de que los padres del niño le confíen a un buen maestro, debidamente instruido en los misterios sagrados. Llevará a cabo su instrucción religiosa como padre espiritual y custodio de su salvación. A quien así se compromete a guiar al niño a lo largo del camino de una vida santa, le pide el obispo que preste su consentimiento en las abjuraciones rituales y santas promesas.

Están muy equivocados los que se ríen de esto pensando que los padrinos se inician a los misterios en vez de los niños. Ellos, en realidad, no dicen "yo hago las renuncias y promesas al niño," sino que "el niño mismo es quien se compromete". En efecto, equivale a decir: "Prometo que cuando este niño pueda entender las verdades sagradas, le instruiré y formaré con mis enseñanzas, de tal manera que él renuncie a las tentaciones del demonio y se obligue a poner por obra las santas promesas".

Nada, pues, hay de absurdo en que acompañe una formación espiritual al desarrollo del niño. Esto supone, naturalmente, que hay un jefe y padrino que forme santos hábitos en él y le defienda de las tentaciones del diablo. El obispo admite al niño a participar en los símbolos sagrados para que con ellos se nutra espiritualmente, pase toda su vida en continua contemplación de los sagrados misterios, progrese espiritualmente al estar en comunión con ellos, adquiera una santa y perseverante forma de vida y crezca en santidad guiado por un padrino ejemplar, cuya vida esté en conformidad con Dios.

Estos son, hijo mío, los hermosos y unificantes puntos de vista que presenta nuestra jerarquía. Sin duda que otras inteligencias más agudas no se limitarán a lo que yo he visto. Contemplarán horizontes mucho más amplios y más conformes con Dios. Creo que también iluminarán tus ojos otras hermosuras más brillantes y divinas. Por los pasos que yo te he presentado subirás hasta el Rayo más sublime. Muéstrate generoso conmigo. Trae ante mis ojos aquella iluminación más perfecta y evidente que obtendrás a medida que crezca tu conocimiento de la Hermosura más amable y más próxima del Uno. Estoy seguro de que mis palabras arrancarán chispas del fuego de Dios dormido en ti.