SAN ATANASIO DE ALEJANDRÍA (295-373)
Es la gran figura de la Iglesia en el siglo IV, junto con San Basilio el Grande,
San Gregorio Nacianceno y San Gregorio de Nisa, en Oriente, San Hilario y San
Ambrosio en Occidente. Por su incansable defensa del símbolo de la fe promulgado
en el Concilio de Nicea, se le denomina Padre de la ortodoxia y columna de la fe.
Nació en Alejandría de Egipto, en el año 295, aquí recibió su formación
filosófica y teológica.
Apenas se sabe nada de los primeros treinta años de su vida. Nació en un
ambiente cosmopolita, adoradores de dioses grecoegipcios, proliferan los
maniqueos y los gnósticos.
Fue ordenado diácono a los 24 años. Tiene un hermano, Pedro, que le sucederá
como obispo. Ambos conocieron en su infancia las persecuciones de Diocleciano,
que concluyeron en el 305 con la muerte del tirano.
Era un hombre pequeño de estatura, de constitución más bien débil, pero de porte
firme. "Un luchador, pastor consumado, espíritu despierto, con un ojo abierto a
la tradición cristiana, a los acontecimientos y a los hombres, carácter
indomable, a la vez que simpático." (Historie ancienne de l´Eglise II, 168)
Durante 10 años Atanasio se incorpora al clero alejandrino, y llega a hablar:
copto (lengua dialectal), Koiné (griego popular), y griego clásico, empleado en
las conferencias y en las disputas entre eruditos.
Hacia el 320, el joven escritor había redactado su primera obra: "Contra los
paganos y la encarnación del Verbo". Los temas principales son: Refutación del
helenismo, Transcendencia del único Dios verdadero, carácter redentor de la
Encarnación. En el punto central se encuentra la muerte y resurrección de Jesús.
Brillante escritor que expone teológicamente y defiende contra las diversas
herejías - apoyado en el estudio de la Escritura y en la Tradición- la fe
verdadera en la Santísima Trinidad.
La controversia arriana alcanza su culmen en el 323, Atanasio; que es ya
secretario episcopal, lleva tres años de diácono, apoya y defiende al obispo
contra los errores de Arrio, presbítero de la archidiócesis. (1)
Arrio propone: "El Verbo divino no es eterno. Fue creado en el tiempo por el
Padre, que es Dios Por tanto, sólo se le llama Hijo de Dios de modo metafórico".
Condenado por sus graves errores, Arrio se refugia en Cesarea. Muy pronto, a
comienzos del 325, el emperador que se atribuye el título de "obispo desde
fuera" convoca el 1er. Concilio Universal (el 1º de los ecuménicos) "con objeto
de restaurar la unidad amenazada".
El emperador preside los sermones e interviene constantemente en los asuntos
eclesiales para los que le falta formación y capacidad de discernimiento. Se
celebra en Nicea (Isnik, en la Turquía actual), donde deliberan 250 obispos. En
programa: controversia arriana; cisma de Melitios de Licópolis, promotor de una
jerarquía paralela.
Los laicos no tienen derecho a tomar la palabra, solo los obispos pueden
expresarse: No obstante, dos diáconos, tomaron parte de las discusiones:
Alejandro de Constantinopla y Atanasio de Alejandría. Este último despliega tal
elocuencia y tal fuerza de persuasión que sus adversarios le temieron más que a
ninguno.
Desplaza a un lado a Arrio y pone al hereje ante dos interrogantes
fundamentales: "Si el Verbo fue creado, ¿Cómo es que Dios que lo ha creado no
podía crear el mundo? Si el mundo no ha sido creado por el Verbo, ¿Por qué no
podía haber sido creado por Dios?
Finalmente en la línea correcta de la defensa de Atanasio, el Concilio proclama
que el "Verbo es consustancial al Padre". El 19 de Junio del 325 la asamblea
redacta la formula. ("Símbolo de Nicea"):
"Creo en un solo Dios, Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios,
nacido del Padre antes de todos los siglos; Dios de Dios, Luz de Luz, Dios
verdadero de Dios verdadero"...
El joven diácono, ordenado sacerdote, defenderá durante 3 años esta " fe de
Nicea". Cuando cumpla los treinta y cinco será nombrado obispo (en el año 328)
en la sede de Alejandría, entre proclamaciones de alegría de las gentes.
Pero desdichadamente las tempestades se levantan enseguida, alternando con
algunas pausas de paz armada. Sufrirá cinco veces el exilio de forma que de
cuarenta y cinco años de episcopado, dieciocho los pasará fuera de su sede. Esta
forzada soledad se hace más desolada aún por el abandono completo de sus
compañeros de lucha. Atanasio no se rinde: obligado a huir, se esconde en el
desierto, confundiéndose con los monjes de la Tebaida. Parece ser que pasa
cuatro meses en la periferia de Alejandría, escondido en la tumba de su padre.
No hay violencia o vejación alguna que logre doblegarlo; está dispuesto a todo
con tal de defender la divinidad del Verbo.
Atanasio es una figura que impone: parece personificar a la Iglesia misma.
Evidentemente no bastan las dotes humanas para doblegar a una figura histórica
de esta talla. Sabemos que desde su juventud, Atanasio es un enamorado de
Cristo. Le apasiona, sobre todo la humanidad de Cristo, y basta hojear algunas
páginas del tratado "La Encarnación del Verbo" para comprender hasta qué punto
ha sido ella objeto de su meditación.
"El Verbo, pues, se ha hecho hombre para que nosotros, los hombres, al volver a
adquirir la imagen del Verbo pudiésemos ser divinizados y salvados".
Aún hoy, la Iglesia, después de dieciséis siglos, reflexionando sobre el
designio de amor y de misericordia que Dios ha inventado para los hombres,
repite conmovida las mismas palabras de Atanasio. "Propter nos homines et
propter nostram salutem descendit de coelis": por nosotros los hombres y por
nuestra salvación bajó del cielo." Y de cualquiera manera que consideres las
cosas –continúa Atanasio- el Verbo, con su encarnación ha manifestado su
filantropía, su amor hacia los hombres, ha encarcelado la muerte, y nos ha hecho
nuevos". "Nos ha verbificado", dirá en otro sitio, porque cuando el Verbo asumió
nuestra naturaleza, nosotros no hicimos concorpóreos con Él, y somos
verdaderamente cuerpo de Cristo. En Jesús se encuentra toda la humanidad que ha
sido penetrada por la divinidad del Verbo; y, en definitiva, el "hacerse
hombre", por parte del Verbo, y el "ser divinizados" por nuestra parte, no son
más que dos aspectos complementarios de la misma realidad. La idolatría causada
por el pecado ha sido vencida: en Jesús, Verbo hecho hombre como nosotros, los
hombres se encuentran la plenitud de lo que buscan; no existe aspiración humana
a la belleza, a la grandeza, a la potencia, a la sensibilidad, al amor, a la
verdad, que Jesús no pueda colmar".
Sin embargo, Atanasio no se ha quedado en un punto de vista puramente
especulativo; si tuvo profundas intuiciones sobre ese misterio, es porque siguió
el camino evangélico, que es la única metodología válida: "A quien me ama me
manifestaré" "¿Quieres comprender las palabras de los santos? –dice Atanasio-
Purifica tu pensamiento e imita su vida, de lo contrario no puedes comprender lo
que Dios les ha revelado. ¿Quieres comprender a Cristo? Haz pura tu alma e imita
las virtudes de Cristo, porque solo así puedes comprender algo del Verbo de
Dios". (De incarnatione Verbi, 57)
Durante los siete últimos años de su vida da los últimos retoques a sus obras
que contienen su testamento Espíritual: Cartas, Vida de San Antonio, describe
las "desventuras del famoso eremita, atormentado por los demonios a los que
rechazaba victoriosamente. Verdadera historia de la vida religiosa primitiva.
Testigo de la fe más que pionero de la teología, luchador ejemplar, activista de
la resistencia, que hizo frente a las pretensiones de un cesaropapismo naciente
así como a los ataques de los conspiradores arrianos. Admirable defensor de la
fe de Nicea.
Falleció en el 373, ocho años antes de que el Concilio I de Constantinopla, 2º
ecuménico, reafirmara solemnemente la fe de Nicea y diera término a la herejía
arriana. (2)
(1). Arrio: Nació probablemente en la Cirenaica hacia el año 256. Sacerdote
cristiano, regente de una de las más importantes iglesias de Alejandría. Negaba
la consustancialidad del Verbo divino con el Padre. El Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo poseen plenamente, cada uno, una personalidad real; son tres
personas distintas en una única sustancia. Y esto era inconcebible para Arrio.
En consecuencia, prefirió distanciar al padre del hijo. A sus ojos, el Verbo no
fue más que una criatura, ciertamente la primera y más perfecta de todas, pero
distante de Dios.
(2). El arrianismo como secta se extinguió en el siglo VII, las ideas de Arrio y
sus discípulos nunca fueron extirpadas del todo: brotarán a lo largo de los
siglos adoptadas por otros movimientos heréticos.
SOBRE LA TRINIDAD
I. La Trinidad.
La Trinidad.
Existe, pues, una Trinidad santa y completa, de la que se afirma que es Dios, en
el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En ella no se encuentra ningún elemento
extraño o externo; no se compone de uno que crea y de otro que es creado, sino
que toda ella es creadora, consistente e indivisible por naturaleza, siendo su
actividad única. El Padre hace todas las cosas por el Verbo en el Espíritu
Santo: de esta manera se salva la unidad de la santa Trinidad. Así en la Iglesia
se predica un solo Dios «que está sobre todos, por todos y en todos» (cf. Ef 4,
6): «sobre todos», en cuanto Padre, principio y fuente; «por todos», por el
Verbo; «en todos», en el Espíritu Santo. Es una verdadera Trinidad no sólo de
nombre y por pura ficción verbal, sino en verdad y realidad. Así como el Padre
es el que es, así también su Verbo es el que es y Dios soberano. El Espíritu
Santo no está privado de existencia real, sino que existe con verdadera
realidad... [1]
Unidad y distinción entre el Padre y el Hijo.
«Yo en el Padre, y el Padre en mí» (Jn 14, 10). El Hijo está en el Padre, en
cuanto podemos comprenderlo, porque todo el ser del Hijo es cosa propia de la
naturaleza del Padre, como el resplandor lo es de la luz, y el arroyo de la
fuente. Así el que ve al Hijo ve lo que es propio del Padre, y entiende que el
ser del Hijo, proviniendo del Padre, está en el Padre. Asimismo el Padre está en
el Hijo, porque el Hijo es lo que es propio del Padre, a la manera como el sol
está en su resplandor, la mente está en la palabra, y la fuente en el arroyo. De
esta suerte, el que contempla al Hijo contempla lo que es propio de la
naturaleza del Padre, y piensa que el Padre está en el Hijo. Porque la forma y
la divinidad del Padre es el ser del Hijo, y, por tanto, el Hijo está en el
Padre, y el Padre en el Hijo. Por esto con razón habiendo dicho primero «Yo y el
Padre somos uno» (Jn 10, 30), añadió: «Yo en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14,
10): así manifestó la identidad de la divinidad y la unidad de su naturaleza.
Sin embargo, son uno pero no a la manera con que una cosa se divide luego en
dos, que no son en realidad más que una; ni tampoco como una cosa que tiene dos
nombres, como si la misma realidad en un momento fuera Padre y en otro momento
Hijo. Esto es lo que pensaba Sabelio, y fue condenado como hereje. Se trata de
dos realidades, de suerte que el Padre es Padre, y no es Hijo; y el Hijo es
Hijo, y no es Padre. Pero su naturaleza es una, pues el engendrado no es
desemejante con respecto al que engendra, ya que es su imagen, y todo lo que es
del Padre es del Hijo. Por esto el Hijo no es otro dios, pues no es pensado
fuera (del Padre): de lo contrario, si la divinidad se concibiera fuera del
Padre, habría sin duda muchos dioses. El Hijo es «otro» en cuanto es engendrado,
pero es del mismo» en cuanto es Dios. El Hijo y el Padre son una sola cosa en
cuanto que tienen una misma naturaleza propia y peculiar, por la identidad de la
divinidad única. También el resplandor es luz, y no es algo posterior al so!, ni
una luz distinta, ni una participación de él, sino simplemente algo engendrado
de él: ahora bien, una realidad así engendrada es necesariamente una única luz
con el sol, y nadie dirá que se trata de dos luces, aunque el sol y su
resplandor sean dos realidades: una es la luz del sol, que brilla por todas
partes en su propio resplandor. Así también, la divinidad del Hijo es la del
Padre, y por esto es indivisible de ella. Por esto Dios es uno, y no hay otro
fuera de él. Y siendo los dos uno, y única su divinidad, se dice del Hijo lo
mismo que se dice del Padre, excepto el ser Padre [2].
El Verbo no fue hecho como medio para crear.
El Verbo de Dios no fue hecho a causa de nosotros, sino más bien nosotros fuimos
hechos a causa de él, y en él fueron creadas todas las cosas (Col 1, 16). No fue
hecho a causa de nuestra debilidad—siendo él fuerte—por el Padre, que existía
hasta entonces solo, a fin de servirse de él como de instrumento para crearnos.
En manera alguna podría ser así. Porque aunque Dios se hubiese complacido en no
hacer creatura alguna, sin embargo el Verbo no por ello hubiera dejado de estar
en Dios, y el Padre de estar en él. Con todo no era posible que las cosas
creadas se hicieran sin el Verbo, y así es obvio que se hicieran por él. Pues ya
que el Hijo es el Verbo propio de la naturaleza sustancial de Dios, y procede de
él y está en él... era imposible que la creación se hiciera sin él. Es como la
luz que ilumina con su resplandor todas las cosas, de suerte que nada puede
iluminarse si no es por el resplandor. De la misma manera el Padre creó con su
Verbo, como si fuera su mano, todas las cosas, y sin él nada hace. Como nos
recuerda Moisés, dijo Dios: «Hágase la luz», «Congréguense las aguas» (Gén 1, 3
y 9)..., y habló, no a la manera humana, como si hubiera allí un obrero para oir,
el cual enterándose de la voluntad del que hablaba fuera a ejecutarla. Esto
sería propio del orden creado, pero indigno de que se atribuya al Verbo. Porque
el Verbo de Dios es activo y creador, siendo él mismo la voluntad del Padre. Por
eso no dice la sagrada Escritura que hubiera quien oyera y contestara cómo y con
qué propiedades quería que se hiciera lo que se tenía que hacer, sino que Dios
dijo únicamente «Hágase», y al punto se añade «Y así fue hecho». Lo que quería
con su voluntad, al punto fue hecho y terminado por el Verbo... Basta el querer,
y la cosa está hecha. Así la palabra «dijo» es para nosotros el indicador de la
divina voluntad, mientras que la palabra «y así fue hecho» indica la obra
realizada por su Verbo y su sabiduría, en la cual se halla también incluida la
voluntad del Padre... [3]
Unidad de naturaleza en el Padre y el Hijo.
Ya que él es el Verbo de Dios y su propia sabiduría, y, siendo su resplandor,
está siempre con el Padre, es imposible que si el Padre comunica gracia no se la
comunique a su Hijo, puesto que el Hijo es en el Padre como el resplandor de la
luz. Porque no por necesidad, sino como un Padre, en virtud de su propia
sabiduría fundó Dios la tierra e hizo todas las cosas por medio del Verbo que de
él procede, y establece por el Hijo el santo lavatorio del bautismo. Porque
donde está el Padre está el Hijo, de la misma manera que donde está la luz allí
está su resplandor. Y así como lo que obra el Padre lo realiza por el Hijo. y el
mismo Señor dice: «Lo que veo obrar al Padre lo hago también yo», así también
cuando se confiere el bautismo, a aquel a quien bautiza el Padre lo bautiza
también el Hijo, y el que es bautizado por el Hijo es perfeccionado en el
Espíritu Santo. Además, así como cuando alumbra el sol se puede decir también
que es su resplandor el que ilumina, ya que la luz es única y no puede dividirse
ni partirse, así también, donde está o se nombra al Padre allí está también
indudablemente el Hijo; y puesto que en el bautismo se nombra al Padre, hay que
nombrar igualmente con él al Hijo [4].
La eterna generación del Hijo.
Es exacto decir que el Hijo es vástago eterno del Padre. Porque la naturaleza
del Padre no fue en momento alguno imperfecta, de suerte que pudiera
sobrevenirle luego lo que es propio de ella. El Hijo no fue engendrado como se
engendra un hombre de otro hombre, de forma que la existencia del padre es
anterior a la del hijo. El hijo es vástago de Dios, y siendo Hijo del Dios que
existe eternamente, él mismo es eterno. Es propio del hombre, a causa de la
imperfección de su naturaleza, engendrar en el tiempo: pero Dios engendra
eternamente, porque su naturaleza es perfecta desde siempre... Lo que es
engendrado del Padre es su Verbo, su sabiduría y su resplandor, y hay que decir
que los que afirman que había un tiempo en que no existía el Hijo son como
ladrones que roban a Dios su propio Verbo, y se declaran contrarios a él
diciendo que durante un tiempo no tuvo ni Verbo ni sabiduría, y que la luz hubo
tiempo en que no tuvo resplandor, y la fuente hubo tiempo en que era estéril y
seca. En realidad simulan evitar la palabra «tiempo» a causa de los que se lo
reprochan, y dicen que el Verbo existía «antes de los tiempos». Sin embargo,
determinan un cierto «periodo» en el cual imaginan que el Verbo no existía, con
lo cual introducen igualmente la noción de tiempo: y así, al admitir un Dios sin
Logos o Verbo, muestran su extraordinaria impiedad [5].
La eternidad del Padre implica la filiación eterna.
Dios existe desde la eternidad: y si el Padre existe desde la eternidad, también
existe desde la eternidad lo que es su resplandor, es decir, su Verbo. Además,
Dios, «el que es», tiene de si mismo el que es su Verbo: el Verbo no es algo que
antes no existía y luego vino a la existencia, ni hubo un tiempo en que el Padre
estuviera sin Logos (alogos). La audacia dirigida contra el Hijo llega a tocar
con su blasfemia al mismo Padre, ya que lo concibe sin Sabiduría, sin Logos, sin
Hijo... Es como si uno, viendo el sol, preguntara acerca de su resplandor: ¿Lo
que existe primero hace lo que no existe o lo que ya existe? El que pensara así
seria tenido por insensato, pues sería locura pensar que lo que procede
totalmente de la luz es algo extrínseco a ella, y pregunta cuándo, dónde y cómo
fue dicho. Lo mismo ocurre con el que pregunta tales cosas acerca del Hijo y del
Padre. Al hacer tales preguntas muestra una locura todavía mayor, pues supone
que el Logos del Padre es algo externo a él, e imagina como en sombras que lo
que es generación de la naturaleza divina es una cosa creada, afirmando que «no
existía antes de ser engendrado». Oigan, pues, la respuesta a su pregunta: El
Padre, que existe (eternamente), hizo al Hijo con la misma existencia... Mas,
decidnos vosotros, los arrianos...: ¿El que es, tuvo necesidad del que no era
para crear todas las cosas, o necesitó de él cuando ya era? Porque está en
vuestros dichos que el Padre se hizo para si al Hijo de la nada, como
instrumento para crear con él todas las cosas. Ahora bien, ¿quien es superior,
el que tiene necesidad de algo o el que viene a colmar esta necesidad? ¿O es que
ambos satisfacen mutuamente sus respectivas necesidades? Si decís esto, mostráis
la debilidad de aquel que hubo de buscarse un instrumento por no poder por si
mismo hacer todas las cosas... Este es el colmo de la impiedad... [6].
Los errores de Arrio.
Las lindezas aborrecibles y llenas de impiedad que resuenan en la Talia, de
Arrio, son de este jaez: Dios no fue Padre desde siempre, sino que hubo un
tiempo en que Dios estaba solo y todavía no era Padre; más adelante llegó a ser
Padre. El Hijo no existía desde siempre, pues todas las cosas han sido hechas de
la nada, y todo ha sido creado y hecho: el mismo Verbo de Dios ha sido hecho de
la nada y había un tiempo en que no existía. No existía antes de que fuera
hecho, y él mismo tuvo comienzo en su creación. Porque, según Arrio, sólo
existía Dios, y no existían todavía ni el Verbo ni la Sabiduría. Luego, cuando
quiso crearnos a nosotros, hizo entonces a alguien a quien llamó Verbo,
Sabiduría e Hijo, a fin de crearnos a nosotros por medio de él. Y dice que
existen dos sabidurías: una la cualidad propia de Dios, y la otra el Hijo, que
fue hecha por aquella sabiduría, y que sólo en cuanto que participa de ella se
llama Sabiduría y Verbo. Según él, la Sabiduría existe por la sabiduría, por
voluntad del Dios sabio. Asimismo dice que en Dios se da otro Logos fuera del
Hijo, y que por participar de él el Hijo se llama él mismo Verbo e Hijo por
gracia. Es opción particular de esta herejía, manifestada en otros de sus
escritos, que existen muchas virtudes, de las cuales una es por naturaleza
propia de Dios y eterna; pero Cristo no es la verdadera virtud de Dios, sino que
él es también una de las llamadas virtudes—entre las que se cuentan la langosta
y la oruga—, aunque no es una simple virtud, sino que se la llama grande. Pero
hay otras muchas semejantes al Hijo, y David se refirió a ellas en el salmo
llamándole «Señor de las virtudes» (Sal 23, 10). El mismo Verbo es por
naturaleza, como todas las cosas, mudable, y por su propia voluntad permanece
bueno mientras quiere: pero cuando quiere, puede mudar su elección. lo mismo que
nosotros, pues es de naturaleza mudable. Precisamente por eso, según Arrio,
previendo Dios que iba a permanecer en el bien, le dio de antemano aquella
gloria que luego había de conseguir siendo hombre por su virtud. De esta suerte
Dios hizo al Verbo en un momento dado tal como correspondía a sus obras, que
Dios había previsto de antemano. Asimismo se atrevió a decir que el Verbo no es
Dios verdadero, pues aunque se le llame Dios, no lo es en sentido propio, sino
por participación, como todos los demás... Todas las cosas son extrañas y
desemejantes a Dios por naturaleza, y así también el Verbo es extraño y
desemejante en todo con respecto a la esencia y a las propiedades del Padre,
pues pertenece a las cosas engendradas, siendo una de ellas... [7].
En qué sentido es exaltado el Verbo, y nosotros con él.
El Apóstol escribe a los filipenses: «Sentid entre vosotros lo mismo que
Jesucristo, el cual siendo Dios por su propia condición... y toda lengua
proclame que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2, 5-11). ¿Qué
podia decirse más claro y más explícito? Cristo no pasó de ser menos a ser más,
sino al contrario, siendo Dios, tomó la forma de esclavo, y al tomarla no mejoró
su condición, sino que se abajó. ¿Dónde se encuentra aquí la supuesta recompensa
de su virtud? ¿Qué progreso o qué elevación hay en este abajarse? Si siendo Dios
se hizo hombre, y si al bajar de la altura se dice que es exaltado, ¿adónde será
exaltado siendo ya Dios? Siendo Dios el Altísimo, es evidente que su Verbo es
también necesariamente altísimo. ¿Qué mayor exaltación pudo recibir el que ya
está en el Padre y es en todo semejante al Padre? No tiene necesidad de ningún
incremento, ni es tal como lo imaginan los arrianos. Está escrito que el Verbo
tuvo antes que abajarse para poder ser exaltado. ¿Qué necesidad tenía de
abajarse para conseguir así lo que ya tenía antes? ¿Qué don tenía que recibir el
que es dador de todo don?... Esto no es enigma, sino misterio de Dios: «En el
principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios» (Jn
1, 1). Pero luego, este Verbo se hizo carne por nuestra causa. Y cuando allí se
dice «fue exaltado», se indica no una exaltación de la naturaleza del Verbo,
puesto que ésta era y es eternamente idéntica con Dios, sino una exaltación de
la humanidad. Estas palabras se refieren al Verbo ya hecho carne, y con ello
está claro que ambas expresiones «se humilló» y «fue exaltado» se refieren al
Verbo humanado. En el aspecto bajo el que fue humillado, en el mismo podrá ser
exaltado, Y si está escrito que «se humilló» con referencia a la encarnación, es
evidente que «fue exaltado» también con referencia a la misma. Como hombre tenía
necesidad de esta exaltación, a causa de la bajeza de la carne y de la muerte.
Siendo imagen del Padre y su Verbo inmortal, tomó la forma de esclavo, y como
hombre soportó en su propia carne la muerte, para ofrecerse así a sí mismo como
ofrenda al Padre en favor nuestro. Y así también, como hombre, está escrito que
fue exaltado por nosotros en Cristo, así también todos nosotros en Cristo somos
exaltados, y resucitados de entre los muertos y elevados a los cielos «en los
que penetró Jesús como precursor nuestro» (Heb 6, 20) [8].
Nuestras relaciones con Dios, el Hijo y el Espíritu.
¿Cómo podemos nosotros estar en Dios, y Dios en nosotros? ¿Cómo nosotros
formamos una cosa con él? ¿Cómo se distingue el Hijo en cuanto a su naturaleza
de nosotros?... Escribe, pues, Juan lo siguiente: «En esto conocemos que
permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu» (1 Jn
4, 13). Asi pues, por el don del Espíritu que se nos ha dado estamos nosotros en
él y él en nosotros. Puesto que el Espíritu es de Dios, cuando él viene a
nosotros con razón pensamos que al poseer el Espíritu estamos en Dios. Así está
Dios en nosotros: no a la manera como el Hijo está en el Padre estamos también
nosotros en el Padre, porque el Hijo no participa del Espíritu ni está en el
Padre, por medio del Espíritu; ni recibe tampoco el Espíritu: al contrario, más
bien lo distribuye a todos. Ni tampoco el Espíritu junta al Verbo con el Padre,
sino que al contrario, el Espíritu es receptivo con respecto al Verbo. El Hijo
está en el Padre como su propio Verbo y como su propio resplandor: nosotros, en
cambio, si no fuera por el Espíritu, somos extraños y estamos alejados de Dios,
mientras que por la participación del Espíritu nos religamos a la divinidad. Asi
pues, el que nosotros estemos en el Padre no es cosa nuestra, sino del Espíritu
que está en nosotros y permanece en nosotros todo el tiempo en que por la
confesión (de fe) lo guardamos en nosotros, como dice también Juan: Si uno
confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios» (I Jn
4, 15). ¿,En qué, pues, nos asemejamos o nos igualamos al Hijo?... Una es la
manera como el Hijo está en el Padre, y otra la manera como nosotros estamos en
el Padre. Nosotros no seremos jamás como el Hijo, ni el Verbo será como
nosotros, a no ser que se atrevan a decir... que el Hijo está en el Padre por
participación del Espíritu y por merecimiento de sus obras, cosa cuyo solo
pensamiento muestra impiedad extrema. Como hemos dicho, es el Verbo el que se
comunica al Espíritu, y todo lo que el Espíritu tiene, lo tiene del Verbo...
[9].
II. Cristo redentor.
El Verbo «se hizo hombre», no «vino a un hombre».
(El Verbo) se hizo hombre, no vino a un hombre. Esto es preciso saberlo, no sea
que los herejes se agarren a esto y engañen a algunos, llegando a creer que así
como en los tiempos antiguos el Verbo venia a los diversos santos, así también
ahora ha puesto su morada en un hombre y lo ha santificado, apareciéndose como
en el caso de aquellos. Si así fuera, es decir si sólo se manifestara en un puro
hombre, no habría nada paradójico para que los que le veían se extrañaran y
dijeran: «¿De dónde es éste?» (Mc 4, 41) y: «Porque, siendo hombre, te haces
Dios» (Jn 10, 33). Porque ya estaban acostumbrados a oir: El Verbo de Dios vino
a tal o cual profeta. Pero ahora, el Verbo de Dios, por el que hizo todas las
cosas, consintió en hacerse Hijo del hombre, y se humilló, tomando forma de
esclavo. Por esto la cruz de Cristo es escándalo para los judíos, mientras que
para nosotros Cristo es la fuerza de Dios y la sabiduría de Dios. Porque, como
dijo Juan: «El Verbo se hizo carne...» (Jn 1, 14), y la Escritura acostumbra a
llamar «carne» al «hombre»...Antiguamente el Verbo venía a los diversos santos,
y santificaba a los que le recibían como convenía. Sin embargo, no se decía al
nacer aquellos que el Verbo se hiciera hombre, ni que padeciera cuando ellos
padecieron. Pero cuando al fin de los tiempos vino de manera singular, nacido de
Maria, para la destrucción del pecado... entonces se dice que tomando carne se
hizo hombre, y que en su carne padeció por nosotros (cf. I Pe 4, 1). Asi se
manifestaba, de suerte que todos lo creyésemos, que el que era Dios desde toda
la eternidad y santificaba a aquellos a quienes visitaba, ordenando según la
voluntad del Padre todas las cosas, más adelante se hizo hombre por nosotros; y,
como dice el Apóstol, hizo que la divinidad habitase en la carne de manera
corporal (cf. Col 2, 9); lo cual equivale a decir que, siendo Dios, tuvo un
cuerpo propio que utilizaba como instrumento suyo, haciéndose así hombre por
nosotros. Por esto se dice de él lo que es propio de la carne, puesto que
existía en ella, como, por ejemplo, que padecía hambre, sed, dolor, cansancio,
etc., que son afecciones de la carne. Por otra parte, las obras propias del
Verbo, como el resucitar a los muertos, dar vista a los ciegos, curar a la
hemorroisa, las hacia él mismo por medio de su propio cuerpo. El Verbo soportaba
las debilidades de la.carne como propias, puesto que suya era la carne; la
carne, en cambio, cooperaba a las obras de la divinidad, pues se hacían en la
carne... De esta suerte, cuando padecía la carne, no estaba el Verbo fuera de
ella, y por eso se dice que el Verbo padecía. Y cuando hacia las obras del Padre
a la manera de Dios, no estaba la carne ausente, sino que el Señor hacia
aquellas cosas asimismo en su propio cuerpo. Y por esto, hecho hombre, decia:
«Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me
creáis a mi, creed a mis obras y reconoced que el Padre está en mi y yo en el
Padre» (Jn 10, 37-8). Cuando fue necesario curar de su fiebre a la suegra de
Pedro, extendió la mano como hombre, pero curó la dolencia como Dios. De manera
semejante, cuando curó al ciego de nacimiento, echó la saliva humana de su
carne, pero en cuanto Dios le abrió los ojos con el lodo... Así hacía Él las
cosas, mostrando con ello que tenía un cuerpo, no aparente, sino real. Convenia
que el Señor, al revestirse de carne humana, se revistiese con ella tan
totalmente que tomase todas las afecciones que le eran propias, de suerte que
así como decimos que tenia su propio cuerpo, así también se pudiera decir que
eran suyas propias las afecciones de su cuerpo, aunque no las alcanzase su
divinidad. Si el cuerpo hubiese sido de otro, sus afecciones serien también de
aquel otro. Pero si la carne era del Verbo, pues «el Verbo se hizo carne» (Jn 1,
14), necesariamente hay que atribuirle también las afecciones de la carne, pues
suya es la carne. Y al mismo a quien se le atribuyen los padecimientos—como el
ser condenado, azotado, tener sed, ser crucificado y morir—, a él se atribuye
también la restauración y la gracia. Por esto se afirma de una manera lógica y
coherente que tales sufrimientos son del Señor y no de otro, para que también la
gracia sea de él, y no nos convirtamos en adoradores de otro, sino del verdadero
Dios. No invocamos a creatura alguna, ni a hombre común alguno, sino al hijo
verdadero y natural de Dios hecho hambre, el cual no por ello es menos Señor,
Dios y Salvador [10].
La unión de la humanidad y la divinidad en Cristo.
Nosotros no adoramos a una criatura. Lejos de nosotros tal pensamiento, que es
un error más bien propio de paganos y de arrianos. Lo que nosotros adoramos es
el Señor de la creación hecho hombre, el Verbo de Dios. Porque aunque en si
misma la carne sea una parte de la creación, se ha convertido en el cuerpo de
Dios. Nosotros no separamos el cuerpo como tal del Verbo, adorándolo por
separado, ni tampoco al adorar al Verbo lo separamos de la carne, sino que
sabiendo que «el Verbo se hizo carne», le reconocemos como Dios aun cuando está
en la carne [11].
El Verbo, al tomar nuestra carne, se constituye en pontifico de nuestra fe.
«Hermanos santos, partícipes de una vocación celestial, considerad el apóstol y
pontifice de vuestra religión, Jesús, que fue fiel al que le había hecho» (Heb
3, 1-2). ¿Cuándo fue enviado como apóstol, sino es cuando se vistió de nuestra
carne? ¿Cuándo fue constituido pontificó de nuestra religión, si no es cuando
habiéndose ofrecido por nosotros resucitó de entre los muertos en su cuerpo, y
ahora a los que se le acercan con la fe los lleva y los presenta al Padre,
redimiéndolos a todos y haciendo propiciación por todos delante de Dios? No se
refería el Apóstol a la naturaleza del Verbo ni a su nacimiento del Padre por
naturaleza cuando decia «que fue fiel al que le había hecho». De ninguna manera.
El Verbo es el que hace, no el que es hecho. Se refería a su venida entre los
hombres y al pontificado que fue entonces creado. Esto se puede ver claramente a
partir de la historia de Aarón en la ley. Aarón no había nacido pontífice, sino
simple hombre. Con el tiempo, cuando quiso Dios, se hizo pontífice... poniéndose
sobre sus vestidos comunes el ephod, el pectoral y la túnica, que las mujeres
habían elaborado por mandato de Dios. Con estos ornamentos entraba en el lugar
sagrado y ofrecía el sacrificio en favor del pueblo... De la misma manera, el
Señor «en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era
Dios» (Jn 1, 1). Pero cuando quiso el Padre que se ofreciera rescate por todos y
que se hiciera gracia a todos, entonces, de la misma manera que Aarón tomó la
túnica, tomó el Verbo la carne de la tierra, y tuvo a Maria como madre a la
manera de tierra virgen, a fin de que como pontífice se ofreciera a sí mismo al
Padre, purificándonos a todos con su sangre de nuestros pecados y resucitándonos
de entre los muertos. Lo antiguo era una sombra de esto. De lo que hizo el
Salvador en su venida, Aarón había ya trazado una sombra en la ley. Y así como
Aarón permaneció el mismo y no cambió cuando se puso los vestidos
sacerdotales... así también el Señor... no cambió al tomar carne, sino que
siguió siendo el mismo, aunque oculto bajo la carne. Cuando se dice, pues. que
«fue hecho», no hay que entenderlo del Verbo en cuanto tal... El Verbo
es.creador, pero luego es hecho pontífice al revestirse de un cuerpo hecho y
creado, que pudiera ofrecer por nosotros: en este sentido se dice que «fue
hecho»... [12]
El designio de Dios creador sobre el hombre.
...Dice el utilísimo libro del Pastor (de Hermas): «Ante todo has de creer que
uno es Dios, el que creó y dispuso todas las cosas, y las hizo del no ser para
que fueran» (Mand. 1). Dios es bueno: mejor dicho, es la misma fuente de la
bondad. Ahora bien, siendo bueno, no puede escatimar nada a nadie. Por esto no
escatimó la existencia de nada, sino que a todas las cosas las hizo de la nada
por medio de su propia Palabra, nuestro Señor Jesucristo. Y entre todas ellas
tuvo en primer lugar particular benevolencia para con el linaje humano, y viendo
que según su propia condición natural los hombres no podían permanecer
indefinidamente, les dio además un don particular: no los creó simplemente como
a los demás animales irracionales de la tierra, sino que los hizo según su
propia imagen, haciéndoles participar de la fuerza de su propia Palabra (Logos);
y así, una vez hechos participes de la Palabra (logikoi), podían tener una
existencia duradera y feliz, viviendo la vida verdadera y real de los santos en
el paraíso.
Pero Dios sabia también que el hombre tenía una voluntad de elección en un
sentido o en otro, y tuvo providencia de que se asegurara el don que les había
dado poniéndoles bajo determinadas condiciones en determinado lugar.
Efectivamente, los introdujo en su propio paraíso, y les puso la condición de
que si guardaban el don que tenían y permanecían buenos tendrían aquella vida
propia del paraíso, sin penas, dolores ni cuidados, y además la promesa de la
inmortalidad en el cielo. Por el contrario, si transgredía la condición y se
pervertían haciéndose malvados, conocerian que por naturaleza estaban sujetos a
la corrupción de la muerte, y ya no podrían vivir en el paraíso, sino que
expulsados de él acabarían muriendo y permanecerían en la muerte y en la
corrupción... [13].
El pecado original, transmitido por la generación sexual.
«He aquí que he sido concebido en la iniquidad, y mi madre me concibió entre
pecados» (Sal 50, 7). El primer plan de Dios no era que nosotros viniéramos a la
existencia a través del matrimonio y de la corrupción. Fue la transgresión del
precepto lo que introdujo el matrimonio, a causa de la iniquidad de Adán, es
decir, de su repudio de la ley que Dios le había dado. Asi pues, los que nacen
de Adán son concebidos en la iniquidad e incurren en la condena del primer
padre. La expresión: «Mi madre me concibió entre pecados» significa que Eva,
madre de todos nosotros, fue la primera que concibió al pecado estando como
llena de placer. Por eso nosotros, cayendo en la misma condena de nuestra madre,
decimos que somos concebidos entre pecados. Asi se muestra cómo la naturaleza
humana desde un principio, a causa de la transgresión de Eva, cayó bajo el
pecado, y el nacimiento tiene lugar bajo una maldición. La explicación se
remonta hasta los comienzos, a fin de que quede patente la grandeza del don de
Dios... [14].
El Verbo, haciéndose hombre, diviniza a la humanidad.
«Le dio un nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2, 9). Esto no está escrito
con referencia al Verbo en cuanto tal, pues aun antes de que se hiciera hombre,
el Verbo era adorado de los ángeles y de toda la creación a causa de lo que
tenía corno herencia del Padre. En cambio sí está escrito por nosotros y en
favor nuestro: Cristo, de la misma manera que en cuanto hombre murió por
nosotros, así también fue exaltado. De esta suerte está escrito que recibe en
cuanto hombre lo que tiene desde la eternidad en cuanto Dios, a fin de que nos
alcance a nosotros este don que le es otorgado. Porque el Verbo no sufrió
disminución alguna al tomar carne, de suerte que tuviera que buscar cómo
adquirir algún don sino que al contrario, divinizó la naturaleza en la cual se
sumergía, haciendo con ello un mayor regalo al género humano. Y de la misma
manera que en cuanto Verbo y en cuanto que existía en la forma de Dios era
adorado desde siempre, así también, al hacerse hombre permaneciendo el mismo y
llamándose Jesús, no tiene en menor medida a toda la creación debajo de sus
pies. A este nombre se doblan para él todas las rodillas y confiesan que el
hecho de que el Verbo se haya hecho carne y esté sometido a la muerte de la
carne no implica nada indigno de su divinidad, sino que todo es para gloria del
Padre. Porque gloria del Padre es que pueda ser recobrado el hombre que él había
hecho y había perdido, y que el que estaba muerto resucite y se convierta en
templo de Dios. Las mismas potestades de los cielos, los ángeles y los
arcángeles, que le rendían adoración desde siempre, le adoran ahora en el nombre
de Jesús, el Señor: y esto es para nosotros una gracia y una exaltación, porque
el Hijo de Dios es ahora adorado en cuanto que se ha hecho hombre, y las
potestades de los cielos no se extrañan de que todos nosotros penetremos en lo
que es su región propia, viendo que tenemos un cuerpo semejante al de aquél.
Esto no hubiera sucedido si aquel que existía en forma de Dios no hubiera tomado
la forma de esclavo y se hubiera humillado hasta permitir que la muerte se
apoderara de su cuerpo. He aquí como lo que humanamente era tenido como una
locura de Dios en la cruz, se convirtió en realidad en una cosa más gloriosa
para todos: porque en esto está nuestra resurrección... [15].
La redención del hombre.
Nuestra culpa fue la causa de que bajara el Verbo y nuestra transgresión daba
voces llamando a su bondad, hasta que logró hacerlo venir a nosotros y que el
Señor se manifestara entre los hombres.
Nosotros fuimos la ocasión de su encarnación y por nuestra salvación amó a los
hombres hasta tal punto que nació y se manifestó en un cuerpo humano.
Así pues, de esta forma hizo Dios al hombre y quiso que perseverara en la
inmortalidad. Pero los hombres, despreciando y apartándose de la contemplación
de Dios, discurrieron y planearon para sí mismo el mal... y recibieron la
condenación de muerte con que habían sido amenazados de antemano. En adelante ya
no tenían una existencia duradera tal como habían sido hechos, sino que, de
acuerdo con lo que habían planeado, quedaron sujetos a corrupción, y la muerte
reinaba y tenía poder sobre ellos. Porque la transgresión del precepto los
volvió a colocar en su situación natural, de suerte que así como fueron hechos
del no ser, de la misma manera quedaran sujetos a la corrupción y al no ser con
el decurso del tiempo.
Porque, si su naturaleza originaria era el no ser y fueron llamados al ser por
la presencia y la benignidad del Verbo, se sigue que así que los hombres
perdieron el conocimiento de Dios y se volvieron hacia el no ser—porque el mal
es el no ser, y el bien es el ser que procede del ser de Dios—, perdieron la
capacidad de ser para siempre, es decir, que se disuelven en la muerte y la
corrupción permaneciendo en ellas. Porque, por naturaleza, el hombre es mortal,
ya que ha sido hecho del no ser. Mas a causa de su semejanza con «el que es»,
que el hombre podía conservar mediante la contemplación de él, quedaba
desvirtuada su tendencia natural a la corrupción y permanecía incorruptible,
como dice la Sabiduría: «La observancia de la ley es vigor de incorrupción» (Sab
6, 18). Y puesto que era incorruptible, podía vivir en adelante a la manera de
Dios, como lo insinúa en cierto lugar la Escritura: «Yo dije: sois dioses, y
todos sois hijos del Altísimo. Pero vosotros, todos morís como hombres, y caéis
como un jefe cualquiera» (Sal 81, 6-7).
Porque Dios no sólo nos hizo de la nada, sino que con el don de su Palabra nos
dio el poder vivir como Dios. Pero los hombres se apartaron de las cosas
eternas, y por insinuación del diablo se volvieron hacia las cosas corruptibles:
y así, por su culpa le vino la corrupción de la muerte, pues, como dijimos, por
naturaleza eran corruptibles, y sólo por la participación del Verbo podían
escapar a su condición natural, si permanecían en el bien. Porque, en efecto, la
corrupción no podía acercarse a los hombres a causa de que tenían con ellos al
Verbo, como dice la Sabiduría: «Dios creó al hombre para la incorrupción y para
ser imagen de su propia eternidad: pero por la envidia del diablo entró la
muerte en el mundo» (Sab 2, 23-24). Entonces fue cuando los hombres empezaron a
morir, y desde entonces la corrupción los dominó y tuvo un poder contra todo el
linaje humano superior al que le correspondía por naturaleza, puesto que por la
transgresión del precepto tenía en favor suyo la amenaza de Dios al hombre. Más
aún, en sus pecados los hombres no se mantuvieron dentro de límites
determinados, sino que avanzando poco a poco llegaron a rebasar toda medida.
Primero descubrieron el mal y se atrajeron sobre sí la muerte y la corrupción.
Luego se entregaron a la injusticia y sobrepasaron toda iniquidad, y no pararon
en una especie de mal, sino que discurrieron nuevas maneras de perpetrar toda
suerte de nuevos males, de suerte que se hicieron insaciables en sus pecados.
Por todas partes había adulterios, y robos, y toda la tierra estaba llena de
homicidios y de rapacidades. No había ley capaz de cohibir la corrupción y la
iniquidad. Todos cometían toda suerte de maldades en privado y en común: las
ciudades hacían la guerra a las ciudades, y los pueblos se levantaban contra los
pueblos; todo el mundo estaba dividido en luchas y disensiones y todos se
emulaban en el mal...
Todo esto no hacia sino aumentar el poder de la muerte, y la corrupción seguía
amenazando al hombre, y el género humano iba pereciendo. El hombre hecho según
el Verbo y a imagen (de Dios) estaba para desaparecer, y la obra de Dios iba a
quedar destruida. La muerte... tenia poder contra nosotros en virtud de una ley,
y no era posible escapar a esta ley, habiendo sido puesta por Dios a causa de la
transgresión. La situación era absurda y verdaderamente inaceptable. Era absurdo
que Dios, una vez que había hablado, nos hubiera engañado, y que habiendo
establecido la ley de que si el hombre traspasaba su precepto moriria, en
realidad no muriese después de la transgresión, desvirtuándose así su palabra...
Por otra parte era inaceptable que lo que una vez había sido hecho según el
Verbo y lo que participaba del Verbo quedara destruido y volviera a la nada a
través de la corrupción. Porque era indigno de la bondad de Dios que lo que era
obra suya pereciera a causa del engaño del diablo en que el hombre había caído.
Sobre todo, era particularmente inaceptable que la obra de Dios en el hombre
desapareciera, ya por negligencia de ellos ya por el engaño del diablo... ¿Qué
necesidad había de crear ya desde el principio tales seres? Mejor era no
crearlos, que abandonarlos y dejarlos perecer una vez creados... Si no los
hubiese creado, nadie habría pensado en atribuirlo a impotencia. Pero una vez
que los hizo y los creó para que existieran, era de lo más absurdo que tales
obras perecieran a la vista misma del que las había hecho... [16].
Por el Verbo se restaura en el hombre la imagen de Dios.
Si ha llegado a desaparecer la figura de un retrato sobre tabla a causa de la
suciedad que se le ha acumulado, será necesario que se presente de nuevo la
persona de quien es el retrato, a fin de que se pueda restaurar su misma imagen
en la misma madera. La madera no se arroja, pues tenía pintada en ella aquella
imagen: lo que se hace es restaurarla. De manera semejante, el Hijo santísimo
del Padre, que es imagen del Padre, vino a nuestra tierra a fin de restaurar al
hombre que había sido hecho a su imagen. Por esto dijo a los judíos: «Si uno no
renaciere...» (Jn 3, 5): no se refería al nacimiento de mujer, como imaginaban
aquellos, sino al alma que había de renacer y ser restaurada en su imagen. Una
vez que la locura idolátrica y la impiedad habían ocupado toda la tierra, y una
vez que había desaparecido el conocimiento de Dios, ¿quién podía enseñar al
mundo el conocimiento del Padre?... Para ello se necesitaba el mismo Verbo de
Dios, que ve la mente y el corazón del hombre, que mueve todas las cosas de la
creación y que por medio de ellas da a conocer al Padre. ¿Y cómo podía hacerse
esto? Dirá tal vez alguno que ello podía hacerse por medio de las mismas cosas
creadas, mostrando de nuevo a partir de las obras de la creación la realidad del
Padre. Pero esto no era seguro, pues los hombres ya lo habían descuidado una
vez, y ya no tenían los ojos levantados hacia arriba, sino dirigidos hacia
abajo. Consiguientemente, cuando quiso ayudar a los hombres, se presentó como
hombre y tomó para sí un cuerpo semejante al de ellos. Así les enseña a partir
de las cosas de abajo, es decir, de las obras del cuerpo, de suerte que los que
no querían conocerle a partir de su providencia del universo y de su soberanía,
por las obras de su cuerpo conocerán al Verbo de Dios encarnado, y por medio de
él al Padre. Así, como un buen maestro que se cuida de sus discípulos, a los que
no podían aprovecharse de las cosas mayores, les enseña con cosas más sencillas
poniéndose a su nivel... [17].
Cristo ofrece su cuerpo en sacrificio vicario por todos.
Vio el Verbo que no podía ser destruida la corrupción del hombre sino pasando
absolutamente por la muerte; por otra parte, era imposible que el Verbo muriera,
siendo inmortal e Hijo del Padre. Por esto tomó un cuerpo que fuera capaz de
morir, a fin de que éste, hecho partícipe del Verbo que está sobre todas las
cosas, fuera capaz de morir en lugar de todos y al mismo tiempo permaneciera
inmortal a causa del Verbo que en él moraba. Asi se imponia fin para adelante a
la corrupción por la gracia de la resurrección. Así, él mismo tomó para si un
cuerpo y lo ofreció a la muerte como hostia y victima libre de toda mancha, y al
punto, con esta ofrenda ofrecida por los otros, hizo desaparecer la muerte de
todos aquellos que eran semejantes a él. Porque el Verbo de Dios estaba sobre
todos, y era natural que al ofrecer su propio templo y el instrumento de su
cuerpo por la vida de todos, pagó plenamente la deuda de la muerte. Y así, el
Hijo incorruptible de Dios, al compartir la suerte común mediante un cuerpo
semejante al de todos, les impuso a todos la inmortalidad con la promesa de la
resurrección. La corrupción de la muerte ya no tiene lugar en los hombres, pues
el Verbo habita en ellos a través del cuerpo de uno. Es como si el emperador
fuera a una gran ciudad y se hospedara en una de sus casas: absolutamente toda
la ciudad se sintiría grandemente honrada, y no habría enemigo o ladrón que la
asaltara para vejarla, sino que se tendría toda ella como digna de particular
protección por el hecho de que el emperador habitaba en una de sus casas. Algo
así sucede con respecto al que es emperador de todo el universo. Al venir a
nuestra tierra y morar en un cuerpo semejante al nuestro, hizo que en adelante
cesaran todos los ataques de los enemigos contra los hombres, y que
desapareciera la corrupción de la muerte que antes tenía gran fuerza contra
ellos... [18].
Estando todos nosotros bajo el castigo de la corrupción y de la muerte, él tomó
un cuerpo de igual naturaleza que los nuestros, y lo entregó a la muerte en
lugar de todos, ofreciéndolo en sacrificio al Padre. Esto lo hizo por pura
benignidad, en primer lugar a fin de que muriendo todos en él quedara abrogada
la ley que condenaba a los hombres a la corrupción, ya que su fuerza quedaba
totalmente agotada en el cuerpo del Señor y no le quedaba ya asidero en los
hombres; y en segundo lugar para que, al haberse los hombres entregado a la
corrupción, pudiera él restablecerlos en la incorrupción y resucitarlos de la
muerte por la apropiación de su cuerpo y por la gracia de la resurrección,
desterrando de ellos la muerte, como del fuego la paja [19].
La encarnación, principio de divinización del hambre.
Si las obras del Verbo divino no se hubieran hecho por medio del cuerpo, el
hombre no hubiera sido divinizado; y, por el contrario, si las obras propias del
cuerpo no se atribuyesen al Verbo, no se hubiera librado perfectamente de ellas
el hombre. Pero una vez que el Verbo se hizo hombre y se apropió todo lo de la
carne, las cosas de la carne ya no se adhieren al cuerpo pues éste ha recibido
al Verbo y éste ha consumido lo carnal. En adelante, ya no permanecen en los
hombres sus propias afecciones de muertos y de pecadores, sino que resucitan por
la fuerza del Verbo y permanecen inmortales e incorruptibles. Por esto aunque lo
que nació de María, la Madre de Dios, es la carne, se dice que es él quien nació
de ella, pues él es quien da a los demás el nacimiento para que sigan en la
existencia. Asi nuestro nacimiento queda transformado en el suyo, y ya no somos
solamente tierra que ha de volver a la tierra, sino que habiéndonos adherido al
Verbo que viene del cielo podremos ser elevados a los cielos con él. Asi pues,
no sin razón se impuso sobre si las afecciones todas propias del cuerpo, pues
así nosotros podíamos participar de la vida divina, no siendo ya hombres, sino
cosa propia del mismo Verbo. Porque ya no morimos por la ley de nuestro primer
nacimiento en Adán, sino que en adelante transferimos al Verbo nuestro
nacimiento y toda nuestra debilidad corporal, y somos levantados de la tierra,
quedando destruida la maldición del pecado que había en nosotros, pues él se ha
hecho maldición por nosotros. Esto está muy en su punto: porque así como en
nuestra condición terrena morimos todos en Adán, así cuando nacemos de nuevo a
partir del agua y del Espíritu, todos somos vivificados en Cristo, y ya no
tenemos una carne terrena, sino una carne que se ha hecho Verbo, por el hecho de
que el Verbo de Dios se hizo carne por nosotros [20].
El Verbo encarnado, vivificador de todo el universo.
El Verbo no estaba encerrado en su propio cuerpo. No estaba presente en su
cuerpo y ausente de todo lo demás. No movía su cuerpo de suerte que hubiera
dejado privado de su energía y de su providencia al resto del universo. Lo más
admirable es que, siendo Verbo, no podía ser contenido por nada, sino que más
bien él contiene todas las cosas. Y estando presente en toda la creación, él
está por su naturaleza fuera de todas las cosas, ordenándolas todas y
extendiendo a todas y sobre todas su providencia, y vivificando a la vez todas y
cada una de las cosas, conteniéndolas a todas sin ser contenido de ellas. Sólo
en su propio Padre está él enteramente y bajo todos respectos. De esta suerte,
aunque estaba en un cuerpo humano y le daba vida, igualmente daba vida al
universo. Estaba en todas las cosas, y sin embargo estaba fuera de todas las
cosas. Y aunque era conocido por las obras que hacia en su cuerpo, no era
desconocido por la energía que comunicaba al universo... esto era lo admirable
que en él había: que como hombre vivía una vida ordinaria; como Verbo daba la
vida al universo; como Hijo estaba en la compañía del Padre... [21].
III. Los sacramentos.
El bautismo.
Los arrianos corren el peligro de perder la plenitud del sacramento del
bautismo. En efecto, la iniciación se confiere en nombre del Padre y del Hijo;
pero ellos no expresan al verdadero Padre, ya que niegan al que procede de él y
es semejante a él en sustancia; y niegan también al verdadero Hijo, pues
mencionan a otro creado de la nada, que ellos se han inventado. El rito que
ellos administran ha de ser totalmente vacio y estéril, y aunque mantenga la
apariencia es en realidad inútil desde el punto de vista religioso. Porque ellos
no bautizan realmente en el Padre y en el Hijo, sino en el Creador y en la
criatura, en el Hacedor y en su obra. Pero, siendo la criatura otra cosa
distinta del Hijo, el bautismo que ellos pretenden administrar es distinto del
bautismo verdadero, por más que profesen nombrar al Padre y al Hijo de acuerdo
con la Escritura. No basta para conferir el bautismo decir: «¡Oh Señor!», sino
que hay que tener al mismo tiempo la recta fe. Y ésta fue la razón por la que
nuestro Salvador no mandó simplemente bautizar, sino que dijo primero:
«Enseñad». y sólo luego: «Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo». Porque de la instrucción nace la recta fe, y una vez se da la
fe puede realizarse la iniciación del bautismo... [22].
La celebración pascual de la eucaristía.
Hermanos, después que el enemigo que tenía tiranizado al universo ha sido
destruido, ya no celebramos una fiesta temporal, sino eterna y celestial; ya no
anunciamos aquel hecho con figuras, sino que en realidad lo vivimos. Antes
celebraban los judíos esta fiesta comiendo la carne de un cordero sin mancha y
untando con su sangre sus jambas para ahuyentar al exterminador. Pero ahora
comemos la Palabra del Padre y señalamos los labios de nuestro corazón con la
sangre del Nuevo Testamento, reconociendo la gracia que nos ha hecho el Salvador
diciendo: «Os he dado poder de andar sobre las serpientes y las víboras y sobre
todo poder de enemigo» (Lc 10, 19)... Por lo demás, amadisimos mios, es sabido
que los que celebramos esta fiesta no hemos de llevar vestidos sucios sobre
nuestras conciencias, sino que nos hemos de adornar con vestidos absolutamente
limpios para este día de nuestro Señor Jesús, a fin de poder realmente estar en
la fiesta con él. Nos vestimos así cuando amamos la virtud y aborrecemos el
vicio; cuando guardamos la castidad y evitamos la lujuria; cuando preferimos la
justicia a la iniquidad; cuando nos contentamos con las cosas necesarias y nos
entregamos más bien a fortalecer nuestra alma; cuando no nos olvidamos de los
pobres, sino que estamos determinados a que nuestras puertas estén abiertas para
cualquiera; cuando nos esforzamos por humillar nuestro ánimo y detestar la
soberbia... [23].
La eucaristía, alimento espiritual.
En el Evangelio de Juan he observado lo que sigue. Cuando habla de que su cuerpo
será comido, y ve que a causa de esto muchos se escandalizan, dice el Señor:
«¿Esto os escandaliza? ¿Qué sería si vieseis al Hijo del hombre bajando de allí
donde estaba al principio? El Espíritu es lo que vivifica: la carne no aprovecha
para nada. Las palabras que yo os he hablado son espíritu y vida» (Jn 6, 62-64).
En esta ocasión dice acerca de sí mismo ambas cosas: que es espíritu y que es
carne; y distingue al espíritu de lo que es según la carne, para que creyendo no
sólo lo visible, sino lo invisible que había en él, aprendan que lo que él dice
no es carnal, sino Espiritual. ¿Para alimentar a cuántos hombres seria su cuerpo
suficiente? Pero tenía que ser alimento para todo este mundo. Por esto les
menciona la ascensión al cielo del Hijo del hombre, a fin de sacarlos de su
mentalidad corporal y hacerles aprender en adelante que la carne que él llama
comida viene de arriba, del cielo, y que el alimento que les va a dar es
Espiritual. Les dice: «Lo que os he hablado es Espíritu y vida» (Jn 6, 64), que
es lo mismo que decir: lo que aparece y lo que es entregado para salvación del
mundo es la carne que yo tengo, pero esta misma carne con su sangre, yo os la
daré a vosotros como alimento de una manera Espiritual. O sea que es de una
manera Espiritual como esta carne se da a cada uno, y se hace así para cada uno
prenda de la resurrección de la vida eterna... [24].
El misterio de la eucaristía.
Verás a los ministros que llevan pan y una copa de vino, y lo ponen sobre la
mesa; y mientras no se han hecho las invocaciones y súplicas, no hay más que
puro pan y bebida. Pero cuando se han acabado aquellas extraordinarias y
maravillosas oraciones, entonces el pan se convierte en el cuerpo y el cáliz en
la sangre de nuestro Señor Jesucristo... Consideremos el momento culminante de
estos misterios: este pan y este cáliz, mientras no se han hecho las oraciones y
súplicas, son puro pan y bebida; pero así que se han proferido aquellas
extraordinarias plegarias y aquellas santas súplicas, el mismo Verbo baja hasta
el pan y el cáliz, que se convierten en su cuerpo [25].
La práctica de la penitencia.
De la misma manera que un hombre al ser bautizado por un sacerdote es iluminado
con la gracia del Espíritu Santo, así también el que hace confesión arrepentido
recibe mediante el sacerdote el perdón por gracia de Cristo [26].
Los que han blasfemado contra el Espíritu Santo o contra la divinidad de Cristo
diciendo: «Por Beelzebub, príncipe de los demonios, expulsa los demonios» (Lc
11, 15) no alcanzan perdón ni en este mundo ni en el futuro. Pero hay que hacer
notar que no dijo Cristo que el que hubiera blasfemado y se hubiese arrepentido
no habría de alcanzar perdón, sino el que estuviera en blasfemia, es decir,
permaneciera en la blasfemia. Porque la condigna penitencia borra todos los
pecados... La blasfemia contra el Espíritu es la falta de fe (apistía), y no hay
otra manera para perdonarla si no es la vuelta a la fe: el pecado de ateísmo y
de falta de fe no alcanzará perdón ni en este mundo ni en el futuro [27].
........................
1. ATANASIO, Ad Serapionem, I, 28.
2. ATANASIO, Orationes contra Ar. III, 3-4.
3. Ibid. II, 31.
4. Ibid. II, 41-45.
5. Ibid, I, 14.
6. Ibid. I, 25-26.
7. Ibid. I, 5-6.
8. Ibid. I, 41.
9. Ibid. III, 24.
10. Ibid. III, 30-32
11. ATANASIO, Epistula ad Adelphium, 3.
12. Contra Ar. Il, 7-8.
13. ATANASIO, De lncarnatione, 3.
14. ATANASIO, In Ps. 50.
15. Contra `Ar. I, 42.
16. De Incarn. 4-6.
17. Ibid. 14-15.
18. Ibid. 9
19. Ibid. 8.
20. Contra Ar. III, 33.
21. De Incarn. 17.
22. Contra Ar. II, 42-43.
23. ATANASIO, Epistula festalis, IV, 3.
24. Ad Serap. IV, 19.
25. Fragm. de un sermón a los bautizados.
26. Fragm. contra Novat,
27. Fragm. in Mt.
ESCRITOS
La unidad de la Santa Trinidad
(Carta I a Serapión, 28-30)
Es cosa muy útil investigar la antigua tradición, la doctrina y la fe de la
Iglesia Católica, aquella que el Señor nos ha enseñado, la que los Apóstoles han
predicado y los Padres han conservado. En ella, en efecto, tiene su fundamento
la Iglesia; y si alguno se aleja de esa doctrina, de ninguna manera podrá ser ni
llamarse cristiano.
Nuestra fe es ésta: la Trinidad santa y perfecta, que se distingue en el Padre y
en el Hijo y en el Espíritu Santo, no tiene nada extraño a sí misma ni añadido
de fuera, ni está constituida por el Creador y las criaturas, sino que es toda
Ella potencia creadora y fuerza operativa. Una sola es su naturaleza, idéntica a
sí misma; uno solo el principio activo, una sola la operación. En efecto, el
Padre realiza todas las cosas por el Verbo en el Espíritu Santo; de este modo se
conserva intacta la unidad de la santa Trinidad. Por eso en la Iglesia se
predica un solo Dios que está por encima de todas las cosas, que actúa por medio
de todo y está en todas las cosas (cfr. Ef 4,6). Está por encima de todas las
cosas ciertamente como Padre, principio y origen. Actúa a través de todo, sin
duda por medio del Verbo. Obra, en fin, en todas las cosas en el Espíritu Santo.
El Apóstol Pablo, cuando escribe a los corintios sobre las realidades
Espirituales, reconduce todas las cosas a un solo Dios Padre como al Principio,
diciendo: hay diversidad de carismas, pero un solo Espíritu; hay diversidad de
ministerios; pero un solo Señor; hay diversidad de operaciones, pero uno solo es
Dios que obra en todos (1Cor 12,4-6). En efecto, aquellas cosas que el Espíritu
distribuye a cada uno proviene del Padre por medio del Verbo, pues
verdaderamente todo lo que es del Padre es también del Hijo. De ahí que todas
las cosas que el Hijo concede en el Espíritu son verdaderos dones del Padre.
Igualmente, cuando el Espíritu está en nosotros, también en nosotros está el
Verbo de quien lo recibimos, y en el Verbo está también el Padre; de este modo
se realiza lo que está dicho: vendremos (Yo y el Padre) y pondremos en él
nuestra morada (Jn 14,23). Porque donde está la luz, allí se encuentra el
esplendor; y donde está el esplendor, allí está también su eficacia y su
espléndida gracia.
Lo mismo enseña San Pablo en la segunda epístola a los Corintios, con estas
palabras: la gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunicación del
Espíritu Santo estén con todos vosotros (2 Cor 13,13). La gracia, en efecto, que
es don de la Trinidad, es concedida por el Padre, por medio del Hijo, así no
podemos participar nosotros del don sino en el Espíritu Santo. Y entonces,
hechos partícipes de Él, tenemos en nosotros el amor del Padre, la gracia del
Hijo y la comunión del mismo Espíritu.
La condescendencia divina
(La Encarnación del Verbo)
La creación del mundo y la formación del universo ha sido entendida por muchos
de manera diferente y cada cual la ha definido según su propio parecer. En
efecto, unos dicen que el universo llegó al ser espontáneamente y por azar, como
los Epicúreos, quienes cuentan en sus teorías que no existe providencia en el
mundo y hablan en contra de los fenómenos evidentes de la experiencia. Pues si,
como ellos dicen, todo se originó espontáneamente y sin providencia, sería
necesario que todo hubiera nacido simple, semejante y no diferente. Como en un
solo cuerpo sería necesario que todo fuera sol y luna, y en los hombres sería
necesario que todo fuera mano, ojo, o pie. Pero ahora no es así: vemos por un
lado el sol, por otro la luna, por otro la tierra; y por lo que se refiere al
cuerpo humano, una cosa es el pie, otra la mano, otra la cabeza. Tal orden nos
indica que ellos no surgieron espontáneamente, sino que nos señala que una causa
precedió a su creación, a partir de la cual es posible pensar que fue Dios quien
ordenó y creó el universo.
Otros, entre los que se encuentra el que es tan grande entre los griegos,
Platón, pretenden que Dios creó el mundo a partir de una materia preexistente e
increada; Dios no habría podido crear nada si esta materia no hubiera
preexistido, de la misma manera que la madera debe existir antes que el
carpintero, para que éste pueda trabajar. Los que hablan así no saben que
atribuyen a Dios la impotencia. Pues si Él mismo no es causante de la materia,
sino que simplemente hace las cosas a partir de una materia preexistente, se
revela impotente, puesto que sin esta materia no pude producir ninguno de los
seres creados; del mismo modo, sin duda, que es una impotencia para el
carpintero no poder fabricar sin madera ninguno de los objetos necesarios. Y,
¿cómo se podría decir que es el Creador y el Hacedor, si toma de otra cosa,
quiero decir de la materia, la posibilidad de crear? Si fuera así, Dios sería,
según ellos, solamente un artesano y no el creador que da el ser, si trabaja la
materia preexistente, sin ser Él mismo causante de esta materia. En una palabra,
no se puede decir que es Creador, si no crea la materia de la cual vienen las
criaturas. Los herejes imaginan un creador del universo distinto del Padre de
nuestro Señor Jesucristo y, al decir esto, dan prueba de una extrema ceguera.
Pues cuando el Señor dice a los judíos: ¿No habéis leído que el Creador desde el
principio los hizo varón y hembra?, añade: por esto el hombre abandonará a su
padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne; lo que
Dios ha unido que no lo separe el hombre, (Mt 19,4-6), ¿cómo suponer una
creación extraña al Padre? si, según Juan, que encierra todo en una sola
palabra: todo ha sido hecho por Él y sin Él nada ha sido hecho (Jn 1,3 ), ¿cómo
podría existir un creador distinto del Padre de Cristo?.
He aquí sus fábulas; pero la enseñanza inspirada por Dios y la fe en Cristo
rechazan como impiedad sus vanos discursos. Los seres no han nacido
espontáneamente, a causa de la falta de providencia, ni a partir de una materia
preexistente, a causa de la impotencia de Dios, sino que Dios, mediante su
Verbo, a partir de la nada ha creado y traído al ser todo el universo, que antes
no existía en absoluto. En un principio creó Dios el cielo y la tierra (Gn 1,1)
(...). Es lo que Pablo indica cuando dice: Por la fe conocemos que los mundos
han sido formados por la palabra de Dios, de suerte que lo que vemos no ha sido
hecho a partir de cosas visibles (Heb 11,3). Pues Dios es bueno, o mejor aún, es
la fuente de toda bondad, y lo que es bueno no sabría tener envidia por nada;
por tanto, no envidiando la existencia de ninguna cosa, creó todos los seres de
la nada mediante Nuestro Señor Jesucristo, su propio Verbo. Entre estos seres,
de todos los que existían sobre la tierra, tuvo especial piedad del género
humano, y viéndolo incapaz, según la ley de su propia naturaleza, de subsistir
siempre, le concedió una gracia añadida: no se contentó con crear a los hombres,
como había hecho con todos los animales irracionales que hay sobre la tierra,
sino que los creó a su imagen, haciéndolos participes del poder de su propio
Verbo. Así, como si tuvieran una sombra del Verbo, y convertidos ellos mismos en
racionales, los hombres podrían permanecer en la felicidad, viviendo en el
paraíso la verdadera vida, que es realmente la de los santos. Sabiendo además
que la voluntad libre del hombre podría inclinarse en uno u otro sentido, les
tomó la delantera y fortaleció la gracia que les había dado, con la imposición
de una ley y un lugar determinado. Los introdujo, en efecto, en el paraíso y les
dio una ley, de modo que si ellos guardaban la gracia y permanecían en la
virtud, tendrían en el paraíso una vida sin tristeza, dolor ni preocupación,
además de la promesa de inmortalidad en los cielos. Pero si transgredían esta
ley y, dándole la espalda, se convertían a la maldad, que supieran que les
esperaba la corrupción de la muerte, según su naturaleza, y que no vivirían ya
en el paraíso, sino que en el futuro morirían fuera de él y permanecerían en la
muerte y en la corrupción. Es lo que la divina Escritura pronostica, hablando
por boca de Dios: comerás de todo árbol que hay en el paraíso, pero no comáis
del árbol del conocimiento del bien y del mal; el día que comáis de él, moriréis
de muerte (Gn 2,16-17). Éste "moriréis de muerte" no quiere decir solamente
moriréis, sino permaneceréis en la corrupción de la muerte (...). Por esta razón
el incorpóreo e incorruptible e inmaterial Verbo de Dios aparece en nuestra
tierra. No es que antes hubiera estado alejado, pues ninguna parte de la
creación estaba vacía de Él, sino que Él llena todos los seres operando en todos
en unión con su Padre. Pero en su benevolencia hacia nosotros condescendió en
venir y hacerse manifiesto. Pues vio al género racional destruido y que la
muerte reinaba entre ellos con su corrupción; y vio también que la amenaza de la
transgresión hacía prevalecer la corrupción sobre nosotros y que era absurdo
abrogar la ley antes de cumplirla; y vio también qué impropio era lo que había
ocurrido, porque lo que Él mismo había creado, era lo que pereció; y vio también
la excesiva maldad de los hombres, porque ellos poco a poco la habían
acrecentado contra sí hasta hacerla intolerable. Vio también la dependencia de
todos los hombres ante la muerte, se compadeció de nuestra raza y lamentó
nuestra debilidad y, sometiéndose a nuestra corrupción, no toleró el dominio de
la muerte, sino que, para que lo creado no se destruyera, ni la obra del Padre
entre los hombres resultara en vano, tomó para sí un cuerpo y éste no diferente
del nuestro. Pues no quiso simplemente estar en un cuerpo, ni quiso solamente
aparecer, pues si hubiese querido solamente aparecer, habría podido realizar su
divina manifestación por medio de algún otro ser más poderoso. Pero tomó nuestro
cuerpo, y no simplemente esto, sino de una virgen pura e inmaculada, que no
conocía varón, un cuerpo puro y verdaderamente no contaminado por la relación
con los hombres.
En efecto, aunque era poderoso y el Creador del universo, prepara en la Virgen
para Sí el cuerpo como un templo y lo hace apropiado como un instrumento en el
que sea conocido y habite. Y así, tomando un cuerpo semejante a los nuestros,
puesto que todos estamos sujetos a la corrupción de la muerte, lo entregó por
todos a la muerte, lo ofreció al Padre, y lo hizo de una manera benevolente,
para que muriendo todos con Él se aboliera la ley humana que hace referencia a
la corrupción (porque se centraría su poder en el cuerpo del Señor y ya no
tendría lugar en el cuerpo semejante de los hombres), para que, como los hombres
habían vuelto de nuevo a la corrupción, Él los retomara a la incorruptibilidad y
pudiera darles vida en vez de muerte, por la apropiación de su cuerpo, haciendo
desaparecer la muerte de ellos, como una caña en el fuego, por la gracia de la
resurrección.
Unidad y distinción entre el Padre y el hijo.
"Yo en el Padre, y el Padre en mí" (Jn 14,10). El Hijo está en el Padre, en
cuanto podemos comprenderlo, porque todo el ser del Hijo es cosa propia de la
naturaleza del Padre, como el resplandor lo es de la luz, y el arroyo de la
fuente. Así el que ve, al Hijo ve lo que es propio del Padre, y entiende que el
ser del Hijo, proviniendo del Padre, está en el Padre. Asimismo el Padre está en
el Hijo, porque el Hijo es lo que es propio del Padre, a la manera como el sol
está en su resplandor, la mente está en la palabra, y la fuente en el arroyo. De
esta suerte, el que contempla al Hijo contempla lo que es propio de la
naturaleza del Padre, y piensa que el Padre está en el Hijo. Porque la forma y
la divinidad del Padre es el ser del Hijo, y, por tanto, el Hijo está en el
Padre, y el Padre en el Hijo. Por esto con razón habiendo dicho primero "Yo y el
Padre somos uno" (Jn 14,10), añadió: "Yo en el Padre y el Padre en mí" (Jn
13,10): así manifestó la identidad de la divinidad y la unidad de su naturaleza.
Sin embargo, son uno pero no a la manera con que una cosa se divide luego en
dos, que no son en realidad más que una; ni tampoco como una cosa que tiene dos
nombres, como si la misma realidad en un momento fuera Padre y en otro momento
Hijo. Esto es lo que pensaba Sabelio, y fue condenado como hereje. Se trata de
dos realidades, de suerte que el Padre es Padre, y no es Hijo; y el Hijo es
Hijo, y no es Padre. Pero su naturaleza es una; pues el engendrado no es
semejante con respecto al que engendra, ya que es su imagen, y todo lo que es
del Padre es del Hijo. Por esto el Hijo no es otro dios, pues no es pensado
fuera (del Padre): de lo contrario, si la divinidad se concibiera fuera del
Padre, habría sin duda muchos dioses. El Hijo es "otro" en cuanto es engendrado,
pero es "el mismo" en cuanto es Dios. El Hijo y el Padre son una sola cosa en
cuanto que tienen una misma naturaleza propia y peculiar, por la identidad de la
divinidad única. También el resplandor es luz, y no es algo posterior al sol, ni
una luz distinta, ni una participación de él, sino simplemente algo engendrado
de él: ahora bien, una realidad así engendrada es necesariamente una única luz
con el sol, y nadie dirá que se trata de dos luces, aunque el sol y su
resplandor sean dos realidades: una es la luz del sol, que brilla por todas
partes en su propio resplandor. Así también, la divinidad del Hijo es la del
Padre, y por esto es indivisible de ella. Por esto Dios es uno, y no hay otro
fuera de él. Y siendo los dos uno, y única su divinidad, se dice del Hijo lo
mismo que se dice del Padre, excepto el ser Padre.